La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 29 de diciembre de 2020

LOS MISTERIOSOS ROLLOS DE PORRÓN DE ELEA, Miguel Arnas Coronado


        

Cuando el turco Quismet Ustuclul conoció a Roberto López no estaba en su mejor momento profesional. Un espía mediocre sólo se mantiene si husmea asuntos mediocres. En nómina del Mossad, Quismet vigilaba las actividades de los grupos islámicos proliferantes en Granada y provincia. Estos grupos estaban compuestos por inofensivos místicos y vigilarlos no tenía más razón para el Mossad que mantener el control de todo. Quismet llevaba en Granada una vida inocua, tratando, entre el calor andaluz, de no quitar ojo a mujeres cejudas cubiertas con gabardina y shador, o a barbudos en mangas de camisa y cráneo rasurado. Combinaba sus actividades secretas con negocios muy propios de su nacionalidad y de su ascendencia hebrea por vía de abuela materna, ascendencia de la cual había logrado un remoto apellido Peretz y un español pronunciado a la antigua lleno de camaretas, agoras, ondses y dodsenas. Conoció a Roberto López Pedrosa al paso de éste por la ciudad, de regreso de una misión en Almería, misión que le había dado más de un disgusto y por culpa de la cual se vio envuelto en ciudad ajena en toda la patulea del intento de golpe de Estado del 81. Porque también Roberto López trabajaba para unos servicios secretos, en este caso para el SSME, Servicio Secreto Militar Español, a las órdenes del general Reguero. Descansó en Granada y tuvo tiempo de coincidir con Quismet, intercambiar impresiones y recibir la oferta de compra de unos rollos antiguos, escritos en griego, lengua que Quismet conocía sin dominar, obra al parecer alusiva a cierto Porrón de Elea, acompañada de citas textuales de su obra perdida, sin duda filósofo presocrático con influencias de Epicuro y Heráclito; la primera sospecha de falsía por el presunto comprador se dio al recordar que Epicuro fue posterior a los presocráticos.

Quismet nada le dijo de cómo habían llegado a sus manos, y si lo hizo, mintió. López, aficionado a mercadillo y engañabobos como Quismet, supo ponerse a su altura con disimulo y logró una rebaja en el precio tan sustancial que cerraron el acuerdo. Regresó a Barcelona cargado con los manuscritos, procedió a traducirlos y se aprendió párrafos completos de memoria, párrafos que recitaba a sus embelesadas amigas que, admiradas de la erudición y muertas de risa por los estrafalarios aforismos del presocrático, se rendían a los morenos brazos del seductor López. Hizo, al cabo del tiempo, entrega de ellos a la Universidad barcelonesa, manera sibilina de adquirir fama y continuar en el candelero femenino, actividad valorada por él más que ninguna.

Sabido es que, ante la aparición de creaciones antiguas y desconocidas, sobre todo si su descubrimiento viene rodeado por una nebulosa de misterio, surgen las más variopintas teorías que contradicen versiones más o menos oficiales. Un grupo de despechadas (por abandonadas) amigas de Roberto López, comparecieron de inmediato tras el portentoso interés universitario por los manuscritos, asegurando que él ya les había contado las aventuras y teorías de Porrón de Elea, allá por la temprana fecha del año 68, cuando, estudiante preuniversitario y subyugado por Parménides, Zenón y otros, se había inventado un rijoso filósofo que aseguraba cosas tales como “lo único que merece la pena hacerse es la coyunda”, y que tras sesudas demostraciones sobre el sentido del verbo hacer y su comunidad etimológica con poetizar, conseguía vencer las más acérrimas virtudes. Se vendría así abajo toda la historia de Quismet Ustuclul y serían, por supuesto, falsos los manuscritos de Porrón y de su exégeta autor de los manuscritos, de quien se especulaba podía ser Plotino o quizá el docto esclavo Epícteto.

Pero sigamos el rastro de Roberto López, el último detentador particular y conocido de los manuscritos, y con más precisión, sigamos el rastro de estos últimos. Hay quien dice, lisa y llanamente, que no existen. Es demostrable que los tan traídos manuscritos desaparecieron nada más llegar a la Universidad barcelonesa, anunciando su rector, el señor D. Mariá Sistachs i Viadiu, que para desgracia de la filología, la humedad catalana los había deteriorado hasta un extremo, convirtiéndolos en ilegibles; habían sido enviados para su casi imposible recuperación a la universidad de Brightonhyde, USA. También es demostrable que el señor D. Mariá Sistachs i Viadiu había a su vez desaparecido misteriosamente de la ciudad condal dejando atrás una malcarada esposa y cuatro hijos ataviados a lo punky. Corrió el rumor dudoso sobre si había sido visto en las Bahamas acompañado de algunas mulatas aparentes.

Resumiendo, de dos versiones disponemos sobre la posible naturaleza de estos escritos de y sobre el presocrático Porrón de Elea: tal vez Roberto López logró de veras obtener los manuscritos comprándoselos al turco Ustuclul, quizá Roberto López se inventó de cabo a rabo al personaje, inventándose, de paso, la existencia de los manuscritos.

¿Habrá una tercera? En febrero del 96, un desconocido Miguel Arnas publicó en la revista Ficciones de Granada una selecta enjundiosa sobre la filosofía de Porrón de Elea, más amplia que la aquí consignada, atribuyéndole la fábula a un tal Carlos Moreno, quizá un personaje de sus novelas pues se dice en los mentideros que el tal Arnas es novelista.

Tal vez no remate aquí la historia. ¿Existió verdaderamente Porrón de Elea? Es más, ¿existen Roberto López, Quismet Ustuclul o Miguel Arnas? Volvemos al problema de siempre, ¿quién narra? Tal es la respuesta al enigma Porrón: otra pregunta.

 

Pneuma y poiemai de Porrón de Elea

Porrón de Elea, a quien los chinos, con su tópica confusión de líquidas, cambiaban el nombre por otro figurable y de connotaciones diferentes, aseguraba que el cosmos tenía forma cónica.

Los primeros conocimientos geométricos sobre el cono datan de Menecmo y Apolonio de Perga, pero Porrón, como en tantas cosas, fue un adelantado, suponiendo que naciera antes que el primero.

Según él, la base de ese cono cósmico era infinita. En dicha base, y también en su generatriz, moraba la divinidad, causa generativa, como su propio nombre indica, del cosmos. En el vértice se situaba la méntula de la divinidad.

El cono porrístico o porrero, pues en dicha derivación no se ponen de acuerdo los exégetas, es, a pesar de su extensión, finito: lo infinito es su base y su vértice: lo extenso y lo intenso. Es éste uno de los enigmas de la cosmología porrera (adoptaremos aquí este derivado por parecernos más exento de alusiones indeseables a nuestro tratado). Pero dicho enigma tiene, como casi todo, su explicación.

El cosmos tiene medida, es mensurable y, por tanto, finito. Por contra, la divinidad carece de ella: su base es desmesurada, así como su vértice, aunque éste lo es, digamos, de signo negativo pues la imposibilidad de medición es debida a su pequeñez extremada o atómica, indivisible. Mas la manifestación de la divinidad es su filósofo (su en el sentido de propiedad exclusiva en ambos sentidos, es decir que la divinidad no tenía otro filósofo-cosmógono sino él), y el esquema cónico universal se reproducía en el microscosmos de Porrón de Elea. De tal guisa, el diminuto príapo porrero era la epifanía de la divinidad en el mundo conocido.

En el vértice, hemos dicho, se situaba según el eléata la méntula de la Divinidad, que al girar el cosmos cónico, se retorcía y retorcía hasta que el dolor se hacía insufrible. Cuando tal malestar se producía, la Divinidad invertía el sentido de giro cósmico. De tales inversiones se deriva, con una explicación que riza el rizo del absurdo vital, la fortuna, la suerte, la moira o la baraka, y según se tome, el eterno retorno. Esta creencia es la causa de uno de sus fragmentos: "lo que ha sido, a menudo no vuelve más, y sin embargo, a veces, lo que será ya ha sido".

Porrón, si bien consciente de la categoría chuchurrinosa de su miembro, se sentía orgulloso de él por dos razones: a/ por ser la manifestación del sistema cónico de la divinidad y b/ carecía de recambio.

La desmesura priápica porrera y divina, tenía su correspondencia social. Una correspondencia en el jardín, que así era llamada la diminuta comunidad formada por Porrón, sus discípulas o amantes (como prefería nombrarlas), y sus discípulos o amigos. Puede colegirse la preferencia sexual del eléata, preferencia por la que fue muy criticado.

Volvamos a la desmesura. Ésta no se exteriorizaba en el priapismo de Porrón, sino en la inmoderación de su eros. No vayamos a creer que Porrón era físicamente un anormal, ni por uno ni por el otro aspecto. Porrón era priápicamente diminuto como la mayoría de machos humanos. Sólo una minoría goza de un tamaño auténticamente desmesurado; pero esta minoría no goza de ser la manifestación microcósmica de la Divinidad.

Así, lo único que en el cosmos tiene derecho a ser desmesurado es la infinitud del vértice divino, y la constancia erótica de Porrón y sus amantes. Porque si el paralelismo entre el vértice divino, decreciente hasta la plétora, y el extremo priápico del filósofo, más bien cilíndrico y en ocasiones esférico o informe, podía entrar en contradicción (contradicción que preocupó innúmeras veces a Porrón durante su vida), no había, sin embargo, paradoja alguna entre dicho vértice divino y la más íntima feminidad, a su vez cónica aunque a la inversa de la conicidad teológica.

Porrón reconoció la urgente importancia de lo femenino. Esa importancia la da la infinita generatriz cónica, símbolo de: a/ la desmesurada capacidad humana, animal y vegetal de generación y b/ la desmesurada capacidad porrera de generación, contacto necesario éste entre la desmesura divina y la humana.

No debemos inferir de esto último que Porrón daba una importancia vital a la maternidad, es decir, a la reproducción. Cuando Porrón habla de generación, se refiere a la monstruosa capacidad vital de placer, titilación microcósmica que repercute en el macrocosmos y en la creación, en el caso humano, de pensamiento. Porrón, es más, entendía la reproducción como un mal, a veces necesario, a veces evitable. “¡Que se perpetúe quienquiera!”, exclama en otro de los múltiples fragmentos sueltos que nos quedan, para goce y disfrute de las generaciones venideras.

Pero acaso el mayor logro filosófico de Porrón estriba en un celebérrimo aforismo que reproduciremos al final. Ya se ha hablado de las investigaciones porreras sobre las curvas cónicas. Entre ellas, la elipse era su favorita. La aplicó innumerables veces en los parterres de su jardín (de inspiración epicúrea) dándoles forma elíptica mediante el célebre trazado del jardinero: dos estacas hundidas en el suelo, una cuerda de longitud mayor que la distancia entre ellas y sujeta a dichos maderos por sus extremos, y una tercera estaca marcadora del mantillo conservando tenso el triángulo formado por la cuerda entre las dos estacas fijas y la móvil que se movía alrededor de ellas. Pues bien, reflexionando sobre esa característica de la elipse que tiene dos centros, al revés del círculo que tiene uno solo, llegó a dos conclusiones diferentes: en primer lugar, que la forma perfecta y bella no es el círculo sino la elipse, y que a imitación de ella, los humanos debemos “no tener jamás una sola idea ni un solo amante”.

En un próximo volumen hablaremos de la amistad entrañable, ya en edad provecta, de Porrón de Elea con otro filósofo de fama: Heráclito Ris.

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