La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 29 de diciembre de 2020

FRINÉ, por Pedro Pastor Sánchez.

            


Friné accedió al Areópago tratando de evitar que sus pies desnudos se posaran sobre los charcos creados por el agua purificadora que se esparcía en aquel lugar sagrado antes de cada audiencia, una forma simbólica de recordar a los litigantes que solo la pureza podía acceder al recinto.

            Siguiendo los consejos de Hipérides, a la sazón amigo y amante, cubrió completamente su voluptuosa anatomía únicamente con una túnica ligera, debía presentarse ante los miembros selectos de la Heliea como una persona humilde y arrepentida. Se giró hacia el jurado y escrutó a aquellos hombres, elegidos mediante sorteo, que decidirían su suerte. Su vida estaba ahora en manos de unos hipócritas. Reconoció a muchos de ellos, que no habían vacilado, en más de una ocasión, en compartir su lecho, en dejarse llevar por sus bajos instintos, en engañar a sus mujeres, desvalijando sus alhajas que, convertidas en óbolos, les permitirían una noche más de lujuria junto a la hetaira, la más cotizada en su profesión en toda Grecia.

           

Hipérides tenía fama de gran orador. Además ejercía habitualmente de logógrafo jurídico, por lo que conocía a la perfección la ley de Solón, que regía en forma de justicia popular. La acusación contra Friné era muy grave. Eutías, poderoso ciudadano, movido por el despecho, la había acusado de impiedad, uno de los delitos más graves, pues suponía una ofensa contra sus dioses —el mismo Sócrates decidió usar la cicuta para viajar junto a Caronte, y así evitar el escarnio público ante idéntica acusación—. Por eso, era muy importante mostrar a su defendida como una persona devota, respetuosa y activa colaboradora en actos rituales consagrados a la mayor gloria de sus divinidades. Comenzó su parlamento con una retahíla de oraciones públicas, ofrendas y sacrificios en los que Friné se había dejado ver por el ágora de forma habitual, dejando clara su predisposición a ser partícipe de estas ceremonias, fiel testimonio de que sus creencias eran firmes.

Ante el murmullo de la audiencia, continuó alabando las bondades de Friné como buena hija, hermana, y en el futuro, madre de algún joven y bravo ateniense que estaría dispuesto a sacrificar la vida por su patria. Prosiguió su alegato con gran elocuencia —ni su propio maestro, Isócrates, lo hubiese superado—, tratando más de conmover que de convencer al duro jurado. Aun así, la crispación en la grada fue en aumento, se alzaron voces críticas, también algún que otro exabrupto de los más exaltados. Tuvo que contenerse para que su declamación no resultase ofensiva, los ánimos estaban encendidos, así que recondujo su discurso, que en ningún momento resultó ampuloso, manteniendo la vehemencia en su defensa.

 

Friné se dio cuenta de que no habría forma de convencerles. Por un momento le pareció atisbar, agazapada entre las sombras, el semblante de Átropos, la Moira, que tensaba la hebra de la que pendía su vida, decidiendo el momento en el que ésta sería cortada, enviando su alma al reino de Hades. Su desasosiego fue en aumento, y comenzó a agitarse cual mariposa tratando de desembarazarse de su crisálida. Ese mismo pensamiento debió pasar por la mente de Hipérides que, ante la evidente falta de empatía de sus conciudadanos, decidió apelar a la kalokagathia, ideal del virtuosismo heleno, unión, y no suma, de lo bueno y lo bello.

Se aproximó, y ciñendo su cintura con ambas manos, le preguntó lanzando un susurro: «¿Confías en mí, mujer?». Apenas musitó una respuesta afirmativa, viéndose sorprendida por el ímpetu con el que el ateniense le arrebató su ropaje.

No era la primera vez que la anatomía de Friné se mostraba en público en su máximo esplendor, era habitual verla en la fiesta de primavera, alzando sus brazos al aire cual Afrodita renacida —el mismo Praxíteles quedó prendado de su excelsa belleza y la tomó como modelo para la estatua que esculpió en honor a la diosa—. El nombre por el que era conocida, Friné, significaba «sapo», apelativo derivado del singular color amarillento de su tez; su verdadero nombre, Mnesaréte, caprichoso requiebro del destino, significaba «conmemorando la virtud».

 

La radiante desnudez de su piel creó una gran conmoción entre los miembros del jurado que, lejos de escandalizarse, no pudieron evitar posar sus masculinas miradas sobre tan maravillosas formas, sublime estética, equilibrio más rayano a lo divino que a lo humano.

Fue en ese momento de clímax cuando se alzó la atronadora voz de Hipérides:

—¿Quién de vosotros será el primero en condenar a muerte a un ser tan hermoso? ¿Os vais a atrever a privar al mundo, a los propios dioses, de la contemplación de esta obra divina? ¿No estaría la misma Afrodita orgullosa de transmutarse en cuerpo tan perfecto? ¡Piedad para la belleza!

La última frase resonó entre las columnas, pero también en la conciencia de los jueces. Algunos, con respeto reverencial, antes de abandonar el Areópago inclinaron su cerviz ante la sierva de Afrodita.

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