Fue mi padre
Laertes, hijo de Arcisio, rey de Ítaca. Cuando yo todavía era un niño, me
llevaba con él de caza al monte Nérito y me adiestraba en el manejo del arco.
En aquellas ocasiones me hablaba, entre otras cosas que le venían a la memoria,
de cuando persiguió al jabalí de Calidón, enviado por Ártemis para devastar el
reino de Eneo, resentida por no recibir la ofrenda anual de este monarca.
Qué extraños son los dioses: viven
lejos de nosotros, sin importarles nuestra vida lo más mínimo, y, sin embargo,
con qué facilidad se ofenden como niños caprichosos, con una ira incontenible
hasta las lágrimas, si perciben que no les hacemos caso.
Laertes se casó muy joven con
Anticlea, mi madre. Ella era hija de Autólico, con quien mi padre viajó en el
navío Argo, comandado por el noble Jasón, hasta la Cólquide en busca del
vellocino de oro. Llamaban a Autólico el
ladrón, el lobo, el astuto... tal como a mí también me
dijeron más de una vez a lo largo de mi vida.
Anticlea acabó con su existencia
adentrándose en el calmo mar un soleado día, no soportando el dolor de la
probable muerte de su hijo al otro lado del inmenso océano. Quiso reencontrarse
con mi alma en estas mismas orillas donde ahora estoy sentado contemplando a la
Aurora de rosados dedos. Aún creo escuchar de nuevo su voz dulce y a la vez
rotunda, brisa fresca y vivaz... Muy pronto volveré a reunirme con ella en el
Hades.
Fui en un tiempo a luchar a tierras
lejanas junto a Menelao de Esparta, el ultrajado esposo de Helena que huyó con
el loco príncipe Paris; nos acompañaban su hermano Agamenón y Aquiles, el
divino, cuya cólera indómita presencié, antes de una muerte impía, en compañía
de los demás aqueos de hermosas grebas. Tras arrasar Ilión, la ciudad con murallas
hasta el cielo, defendida hasta el final por los aguerridos hijos de Príamo,
Poseidón me mantuvo lejos de mi patria otros diez años como castigo a la
insensata ceguera que provoca la soberbia en los hombres. Luché por mi vida en
salvajes aguas enfrentándome al Cíclope Polifemo, a las monstruosas Caribdis y
Escila, a la inmensa soledad del piélago profundo... Aprendí a amar y a temer a
los dioses y a su prole.
Hace cinco años que retorné a Ítaca;
cinco años que, con la ayuda de mi hijo Telémaco, esposo ahora de Nausicaa, y
el fiel sirviente Eumeo, acabé con los nobles pretendientes al trono de mi
reina, la cien veces amada y fiel Penélope, hija del soberano Icario y de la ninfa Peribea.
Sin embargo, ha llegado el momento
de hacerme de nuevo a la mar. Es mi Destino y es mi Gloria.
Atenea, la de hermosa cabellera,
divina entre los dioses, no me abandones tampoco ahora: sé mi luz y mi guía.
Vuelvo a la isla de las Sirenas,
esas mujeres de irresistible canto, temibles y crueles vástagos de Aqueloo y Melpómene.
Esta vez voy solo. No me taparé los oídos con cera como hicieron mis compañeros
por consejo de la hechicera Circe, amigos añorados hasta la muerte. Quise
escucharlas entonces e hice que me amarraran al mástil de mi nave con riesgo de
perder la razón. Cuanto más les rogaba que me desataran, con más fuerza
apretaban las cuerdas.
Mi padre me decía, mientras
cazábamos juntos en la montaña, que lo importante era el camino, el viaje, no
el arribar. Quizás un día nazca alguien, un lúcido narrador de las cosas
humanas y divinas, que en dulces y sólidos versos -como lo era la voz de mi
madre- se encargue de recordárselo a las
generaciones venideras.
Ahora tengo que marchar de nuevo. Quiero volver a escuchar el canto de las Sirenas por última vez.
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