La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 29 de diciembre de 2020

LA MIRADA DE ODISEO, por Tomás Sánchez Rubio

 


Fue mi padre Laertes, hijo de Arcisio, rey de Ítaca. Cuando yo todavía era un niño, me llevaba con él de caza al monte Nérito y me adiestraba en el manejo del arco. En aquellas ocasiones me hablaba, entre otras cosas que le venían a la memoria, de cuando persiguió al jabalí de Calidón, enviado por Ártemis para devastar el reino de Eneo, resentida por no recibir la ofrenda anual de este monarca.

            Qué extraños son los dioses: viven lejos de nosotros, sin importarles nuestra vida lo más mínimo, y, sin embargo, con qué facilidad se ofenden como niños caprichosos, con una ira incontenible hasta las lágrimas, si perciben que no les hacemos caso.

            Laertes se casó muy joven con Anticlea, mi madre. Ella era hija de Autólico, con quien mi padre viajó en el navío Argo, comandado por el noble Jasón, hasta la Cólquide en busca del vellocino de oro. Llamaban a Autólico el ladrón, el lobo, el astuto... tal como a mí también me dijeron más de una vez a lo largo de mi vida.

            Anticlea acabó con su existencia adentrándose en el calmo mar un soleado día, no soportando el dolor de la probable muerte de su hijo al otro lado del inmenso océano. Quiso reencontrarse con mi alma en estas mismas orillas donde ahora estoy sentado contemplando a la Aurora de rosados dedos. Aún creo escuchar de nuevo su voz dulce y a la vez rotunda, brisa fresca y vivaz... Muy pronto volveré a reunirme con ella en el Hades.

            Fui en un tiempo a luchar a tierras lejanas junto a Menelao de Esparta, el ultrajado esposo de Helena que huyó con el loco príncipe Paris; nos acompañaban su hermano Agamenón y Aquiles, el divino, cuya cólera indómita presencié, antes de una muerte impía, en compañía de los demás aqueos de hermosas grebas. Tras arrasar Ilión, la ciudad con murallas hasta el cielo, defendida hasta el final por los aguerridos hijos de Príamo, Poseidón me mantuvo lejos de mi patria otros diez años como castigo a la insensata ceguera que provoca la soberbia en los hombres. Luché por mi vida en salvajes aguas enfrentándome al Cíclope Polifemo, a las monstruosas Caribdis y Escila, a la inmensa soledad del piélago profundo... Aprendí a amar y a temer a los dioses y a su prole.

            Hace cinco años que retorné a Ítaca; cinco años que, con la ayuda de mi hijo Telémaco, esposo ahora de Nausicaa, y el fiel sirviente Eumeo, acabé con los nobles pretendientes al trono de mi reina, la cien veces amada y fiel Penélope, hija del  soberano Icario y de la ninfa Peribea.

            Sin embargo, ha llegado el momento de hacerme de nuevo a la mar. Es mi Destino y es mi Gloria.

            Atenea, la de hermosa cabellera, divina entre los dioses, no me abandones tampoco ahora: sé mi luz y mi guía.

            Vuelvo a la isla de las Sirenas, esas mujeres de irresistible canto, temibles y crueles vástagos de Aqueloo y Melpómene. Esta vez voy solo. No me taparé los oídos con cera como hicieron mis compañeros por consejo de la hechicera Circe, amigos añorados hasta la muerte. Quise escucharlas entonces e hice que me amarraran al mástil de mi nave con riesgo de perder la razón. Cuanto más les rogaba que me desataran, con más fuerza apretaban las cuerdas.

            Mi padre me decía, mientras cazábamos juntos en la montaña, que lo importante era el camino, el viaje, no el arribar. Quizás un día nazca alguien, un lúcido narrador de las cosas humanas y divinas, que en dulces y sólidos versos -como lo era la voz de mi madre-  se encargue de recordárselo a las generaciones venideras.

            Ahora tengo que marchar de nuevo. Quiero volver a escuchar el canto de las Sirenas por última vez.

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