La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 14 de diciembre de 2014

La leyenda del tiempo, por F. JAVIER FRANCO.



ʻEl flamenco no es sólo cantarlo, es vivirlo y sentirlo,
no hay flamenco sin sentir, que cantando el flamenco
te estás liberando a ti…ʼ
José López. EL FLAMENCO.

«Tiritití, tiritití, tirititando de frío, iban cuatro gitanā pō la orillita d’un río…». La voz de Camarón, a través del altavoz del radiocasete, se iba clavando en todos los sentidos, tras el tenderete del mercaíllo. Aurora se paró ante el puesto, había de todo un poco: ropa, bisutería, zapatos… ¡Zapatos! Justo lo que andaba buscando, unos zapatos para poder taconear en la Academia de Baile de Macarena Tronío. Estaban apilados, rebuscó y rebuscó, ya había llegado el cante de Camarón a «la vía, la vía, eh, la vía, la vía, eh», para cortarse su voz entre aplausos, y aún no terminaba de hallar el modelo justo que se adecuara a sus expectativas. Había cambiado de cinta el mercader y de nuevo la misma voz, esa voz quebrada, pero de matices infinitos e indescriptibles, era la que convertía en flamenco “El Romance del Amargo” de Lorca. Otras manos interfirieron en la rebusca, casi la arañaron con las uñas afiladas que culminaban el final de unos dedos sarmentosos. Una de esas manos de sarmiento desenterró de lo más hondo del  barullo un zapato izquierdo de charol rojo, con un tacón perfecto para hacer realidad los deseos de Aurora. Era otra mano la portadora, pero ella ya se veía con los zapatos puestos y acompasando el tacón con un “arsa, arsa…”, luego abandonaría el redil de Macarena para convertirse en una estrella, ya lo veía: el cartelón con su pose de faralaes y sus zapatos rojos brillantes… y las letras, su nombre en colores vivos: Aurora del Cielo y su cuadro flamenco. Pero despertó tarde, cuando lo hizo ya una mano de sarmiento portaba una bolsa de plástico verde con los zapatos maravillosos y la otra recogía las monedas de la vuelta de la mano morena del chico moreno, piel de brillo de aceituna, hijo del tendero, y, al fondo, de nuevo Lorca se recitaba hecho flamenco en la voz de Morente cantando a un “pastor bobo”… «¡Er pātōʹ bobo! ¡Pa boba yo!», se repetía y se repetía, mientras perseguía, entre los pasillos de tenderetes atiborrados de viandantes, aquellas manos de sarmiento que se escabullían con el tesoro de sus anhelos, era su futuro –lo había visto a todo color en unos momentos eternos– lo que se le estaba escapando. Al torcer una esquina, se dio de bruces con un rostro ennegrecido y agrietado, los años sin duda habían dejado grabada su marca, el rostro movió sus labios y le dijo: «¿Ēto quiē, niña?», mientras le exhibía los zapatos de charol rojo. «Tendrán que pazāʹ munchō añō pa que cean tuyō… ¡Munchō!... Ē er dētino, tō’ta ēcrito, y tu duende ha muerto cin habēʹ nacío».  Y sonrió maliciosamente dejando entrever unos dientes más afilados que romos y de tonalidades parduscas. Aurora quedó estática ante la sorprendente misiva de aquel rostro, quería pensar pero no pensaba, sólo sabía repetirse «zon míō, zon míō…», y en la repetición el tiempo huía sin que tuviera conciencia exacta de a qué velocidad lo estaba haciendo, entretanto la silueta desgarbada iba desapareciendo entonando un «¡adiōʹ, niña!», por entre las últimas sombras de los toldos de los tenderetes que conformaban las últimas esquinas. Cuando se desensimismó, Aurora dejó llevarse por la vorágine de sus instintos y corrió tras de donde la silueta se hubo desvanecido, corrió, miró y buscó y no vio nada, no sabía qué hacer, si seguir persiguiendo el cofre de plástico verde que envolvía su tesoro o si volver al puesto y ver si podía encontrar unos zapatos iguales o preguntar al tendero sobre la posibilidad de obtener un par semejante. Terminó de deshojar la margarita de sus pensamientos –«…y ci vuervo y no hay, ya he perdío la vieja»– y cruzó, sin mirar el semáforo, al otro lado de la avenida buscando entre las calles y los callejones que circundaban el recinto del zoco ambulante. Una calle, otra, una vuelta, un recodo, adelante, todo fue seguir adelante, guiada por la intuición ante la carencia total de pistas, no, no tenía mapa alguno que descifrar para poder alcanzar el santuario que debiera estar marcado por una cruz, señalando el refugio del mágico tesoro. Cansada, incluso aburrida, de deambular sin rumbo ni concierto, se sentó a la sombra del dintel en el tranco de una puerta, era una casita pequeña y vieja, de esas de una sola planta baja con unas únicas puerta y ventana, allí cubrió su rostro con ambas manos, mientras no dejaba de llorar, un «¡qué tonta he ētao!» no cejaba en repetirse una y otra vez. Cuando sus ojos quedaron sin lágrimas y su pecho sin quejíos, retiró las manos de su cara y, así, sentada en el tranco, vio en sus pies, frente a sí, los zapatos de charol «bien puēticō». Se restregó con viveza los ojos con el dorso de sus manos y volvió a mirar, y allí estaban, sí, estaban allí, cubriendo sus pies y esperando que ella les diese vida. Había despertado y no tenía conciencia de cuánto tiempo se había mantenido en la obnubilación, despierta se levantó y comenzó a taconear, mientras desde una ventana de la calle se dejaban escapar los sonidos de unos tanguillos –«pa Caí, pa Caí, me voy pa Caí…»–, y ella taconeaba para su sombra sobre las baldosas de la estrecha acera. Decidió dirigirse directamente a la academia de Macarena Tronío, allí donde dejaba la mayor parte del sudor impreso en papel moneda emanado cada diez horas diarias al servicio de la empresa de limpieza, no podía esperar para darle una exhibición a la maētra, y, al mismo tiempo que andaba, iba ensayando poses con sus brazos y sus manos, movimientos vertiginosos, flexibles e imposibles, hasta que en un giro se topó frente al cristal de un escaparate. «¡Anda! ‘Ta dentro la joía vieja», dejó escapar al vislumbrar la imagen de rostro arrugado y manos de sarmiento que le privara en el mercaíllo de su tesoro charolado en rojo, se acercó poco a poco, lenta, pausada y paulatinamente, al panel de vidrio y, mientras se acercaba, su asombro no paraba de crecer y crecer, en tanto que la imagen no cejaba en ganar y ganar nitidez. Y ella, o la imagen, o la imagen y ella, prorrumpieron un grito desgarrador: «¡Yooó! ¡Ay, ci zoy yo! ¿Ónde han ío a parāʹ tō lō añō?». Y de fondo volvió a escuchar la voz de Camarón: «la vía, la vía, eh, la vía, la vía, eh»…





2 comentarios:

  1. Genial!!me ha emocionado vas profundizando en tu creación en tus sentimientos, vas encontrando tu yo, y dándolo a los demás. gracias por hacerme participe de tu sensibilidad de tu manera de sentir la vida.
    un beso.

    ResponderEliminar
  2. Extraordinaria descripción y excelente diálogo entre los personajes.
    Un pintoresco relato lleno de arte, color y cante jondo. A lo largo de la lectura, je podido vislumbrar un coloreado mercadillo al compás de Camarón de la Isla.

    Magnífico relato Javier

    ResponderEliminar