Le pregunto que qué tal le ha ido el primer día de cole y me dice “arañas”,
que en las paredes, en los techos, en las esquinas del suelo de los baños hay
arañas y otros bichos sin nombre, indefinidos, pero tan asquerosos y repulsivos
todos ellos, que ha sido verlos y salir despavorida, sin haberse atrevido a
orinar durante todo el día. Como es de entender, con el pis aguantándoselo todo
el rato, lo que la profe le ha dicho, lo que sus nuevos compañeros comentaban o
dejaban de comentar, todo, absolutamente todo ha quedado en un segundo plano
tan gris y borroso que ahora es incapaz de aclararme si la maestra ha echado en
falta algo de todos los materiales escolares que ha llevado por la mañana ni
por supuesto consigue recordar siquiera el nombre de quien se sienta a su lado.
Todo en ella está en suspensión, como las arañas en los hilos con los que cubren
sus dominios. Arañas. ¡Arañas!
Las arañas del baño, como su maestra y sus compis, como el madrugón, como
los cientos de críos que bullen en el patio, donde a las ocho menos diez se
reúnen por clase para después avanzar hacia sus aulas en filas de a dos como
hileras de hormigas obedientes en su cometido diario, todo esto es nuevo en su
nueva vida. Todo es nebuloso para esta novata de Primaria. Todo, también su
mundo de ayer en la “Kita”, la guardería, se encuentra difuminado. El círculo
de bienvenida, la decoración acorde a la estación del año, el mobiliario
cuidado, los baños limpios, relucientes, sin cuadrilla de arañas tejedoras. La “guarde”
forma ya parte de una realidad lejana, un Paraíso perdido, irrecuperable.
Le cambia la cara algo cuando da los primeros sorbos del zumo de manzana
rebajado con agua que le sirvo con la merienda. Se recompone después de haber
ido al baño con calma y a sus anchas y sin arañas a las que temer, aunque dudo
mucho que el “Brezel”, ese mismo bollo trenzado de pan salado que suelo
comprarle, similar al de otras veces, le sepa hoy igual. No es que no se lo
coma, que lo hace, pues es de buen comer, pero sé que en su mente sigue el
recuerdo de las arañas, esa dichosa imagen de cuerpecillos oscuros patudos
aguardando colgados de un hilo sobre su cabecita, o de los bichos indeterminados
de las esquinas, acechándola desde el suelo.
No se lo quiero decir, pero tendrá que aprender a comer, beber, dormir, reír,
respirar, a vivir con arañas. Ese tipo de cosas es mejor que las encaje ella
sola como bien entienda, que en esto no hay manual ni recetario único que sirva.
Tampoco el de las madres.
Como igualmente tendrá que asumir que la deliciosa comida que preparaba con
maña la cocinera de la guardería será reemplazada por una ración de catering
que solo cumple con la ingesta calórica diaria recomendada, algo importante,
pero lamentablemente insuficiente.
También llegará a aceptar que los que han sido sus amigos de siestas y
virus gastrointestinales, junto a los que empezó a chapurrear el idioma, a
reconocer sus límites, a reconocerse en su entorno, de quienes se ha tenido que
despedir al salir de la “Kita” y entrar al cole, irán deslizándose hasta acabar
cayendo en el saco común de “conocidos” a los que tal vez recordará con cariño
en ciertas ocasiones. Pronto dejarán de estar en su lista de invitados de
cumpleaños.
Todos, más tarde o más temprano, hemos pasado la prueba de las arañas. Ella,
como nosotros ya hicimos, tendrá que encontrar su manera de convertir ese nuevo
mundo ajeno en su mundo, corriente y fascinante, excitante y terrorífico,
conmovedor e indolente. El pollito sale del cascarón. ¡Qué peligroso! ¡Qué
emocionante! ¡Qué hermoso! La vida, hija, esto es la vida.
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