Quemar una etapa es renacer de
cenizas todavía candentes.
La
frase pasó por su cabeza mientras contemplaba la fogata que crepitaba en la
oxidada palangana. Las lágrimas no eran de pena, sino por un cambio inesperado
en la dirección del viento, que cegó por un momento sus ojos con aquel humo
blanquecino. Con cierta torpeza —los efluvios alcohólicos todavía recorrían su
esófago— dio unos pasos atrás, los suficientes para que las pavesas no cayeran
sobre sus empeines.
Aquellos
textos quemados ya eran historia. Renegó de ellos. No estaban a la altura.
Claro que el listón lo puso muy alto. Aquella primera novela le lanzó directo a
un éxito tardío, las incipientes canas le recordaban que había alcanzado su
punto de inflexión vital. Primer dardo, en el centro de la diana. ¿Inesperado?
Tal vez. Mas su segunda obra ratificó las esperanzas que todos pusieron en él.
Barrió con todos los premios, la crítica le alabó, los lectores fueron legión.
Las colas en las ferias, las entrevistas en los medios… «El puto amo», le dijeron
sus más íntimos. Directo al Parnaso.
Tal
vez fue exceso de confianza. O que lo dio todo en esos dos tomos. Y claro, si
te vacías, o si no sabes exprimir al máximo tu potencial interno, te puedes
estrellar.
Y
se estrelló. A la tercera no fue la vencida. Pasó sin pena ni gloria por las
estanterías, vapuleada por unos y otros. Anodina, mecanicista, previsible. Esos
fueron los mejores epítetos que pudo encontrar en las columnas literarias
(desde entonces, las llamó esquelas).
Perdió el favor del público. Y por el camino, también a Julia, que no soportó
sus constantes cambios de humor, la ira del fracaso proyectada en todas
direcciones.
No
obstante, no se arredró. Tocado, sí, pero no hundido. El talento no se pierde
de un día para otro, tendría que dar el callo, exprimirse las neuronas. También
explorar las nuevas tendencias, los gustos del personal. Lo que ayer era
tendencia, hoy ya estaba desfasado.
Tomó
el toro por los cuernos. Con parte de sus ingresos, se había comprado una casa
en el campo, lejos del ruido, de cualquier distracción. Allí las musas no
tendrían inconveniente en volver a visitarle. Con la máquina de escribir
dispuesta frente a la ventana, un paisaje inspirador le ayudaría a encontrar
esa voz que buscaba, nueva, fresca.
Las
hojas, preñadas de letras, fueron acumulándose en el montón. Había aprendido el
oficio y no le costó demasiado hacer borradores de media decena de historias.
Los recientes varapalos, su turbulenta separación, le sirvieron de inspiración.
Hasta
que un día, recibió la respuesta de su editor. Algo fallaba en el texto que le
había remitido. Su veredicto: vocabulario, rico; sintaxis, intachable; trama,
con ritmo. Pero no había alma, los personajes estaban huecos. Tan vacíos como
su propia existencia.
Este nuevo
golpe de realidad hizo mella en su espíritu. Retomó vicios olvidados y, embriagado
por el orujo local, alimentó la pira que incineró aquellas palabras bastardas.
Esa
noche una fina lluvia le impidió conciliar el sueño. Se levantó a media mañana.
Todavía somnoliento, se asomó por la ventana, siendo testigo de un primer hecho
insólito. En derredor de la apagada hoguera había crecido una frondosa y verde
hierba, impropia de aquellos días otoñales. Pero lo más curioso es que entre el
pasto asomaba, inhiesto, un tallo. Demasiada fertilidad para una sola noche,
pensó. Pero lo más sorprendente estaba por venir. Aquel brote fue creciendo,
tomando cuerpo, aumentando en grosor y altura, de forma vertiginosa.
Prácticamente frente a sus ojos, mientras daba buena cuenta de todo el
suministro de bebidas espirituosas, en cuestión de dos semanas, el peculiar
árbol ya daba sombra a la pared sur.
La
clasificación taxonómica del ejemplar le fue imposible, pese a consultar un
grueso tratado de botánica. Las ramificaciones eran tan intrincadas como
conexiones neuronales. La morfología foliar, cordada y de borde sinuado. Tomó
una de aquellas hojas por el peciolo, y la arrancó. Al instante sintió una
punzada en el pecho, como si la queja
del árbol por arrebatarle una parte se hubiese reflejado en su propia anatomía.
Pasó el dedo
por el terso limbo. Luego se fijó en la asimétrica nervadura del envés. La alzó,
observándola al trasluz. No podía creer lo que veía, pensó que era una
alucinación, efectos adversos del alcohol ingerido. O una simple pareidolia.
Insistió. No había duda, ahí estaba, los nervículos parecían dibujar,
nítidamente, una palabra. Sujetó otra hoja, con precaución de no separarla de
la rama, y repitió la operación. Una nueva palabra ante sus ojos. Otra más, y
otra, y otra, de forma totalmente aleatoria. Estupefacto, repitió en voz alta
la secuencia. Lo que había leído en
aquellas hojas formaba una frase con sentido.
Fue a por un
cuaderno para anotar cada palabra. Menos mal que el camino estaba lejos, qué
hubieran pensado sus vecinos al verle encaramado en la escalera, incrustado
entre el ramaje. Aquel día no comió, aporreó las teclas sin descanso, hasta el
ocaso, para transcribirlo todo. Solo tenía que preocuparse de la puntuación de
un texto que tenía una belleza literaria arrebatadora. Esa era la voz que
buscaba. De aquellas raíces brotó algo extraordinario. La savia que lo recorría
tenía algo de él. Singular simbiosis vegetal. Era una locura, pero algo
prodigioso había nacido del fracaso y la decepción. En el otoño de su vida, la
naturaleza le brindó una segunda oportunidad. Recogería el fruto y le daría
forma, para mayor disfrute de sus lectores.
Volvería a la
casa al final de cada estío para ver brotar nuevas hojas, al tiempo que el
bosque cercano se convertía en siluetas desnudas con un manto de hojarasca a
sus pies. Nuevas obras maestras que añadir a los anaqueles. Hasta que un día,
el curso natural de la biología le impidió subir a aquella escalera.
Durante un
homenaje, una joven promesa se acercó al atril, y con voz nerviosa comenzó la
lectura de aquel libro que le encumbró como genio literario:
«Quemar una etapa es renacer de
cenizas todavía candentes».
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