Con las primeras luces del día, don Quijote se fue a la loma donde vio a la doncella Marcela pastoreando su rebaño.
Le pareció al caballero una aparición, pues tal se le antojó al verla iluminada en la cima por los claros del día. Discurrió si esta era mujer o arcángel que bajaba por los riscos desde el cielo. Y no comprendía, el hidalgo, por qué malgastaba su hermosura en aquellas soledades de los montes; sin dueño que la socorriera en los peligros y dificultades que pudieran presentarse.
Pensó en su señora Dulcinea. Le causaba gran desazón imaginar que su dama, imitando a la tal Marcela, renegara de ser su dueña y se retirara del mundo para vivir a su voluntad.
Tales cavilaciones le ensombrecían el ánimo; le hacían recelar de Marcela, pues este proceder de algunas damas condenan a los hombres a andar a tontas y a ciegas como un pollo sin cabeza.
Cuando la pastora se aproximó hasta donde estaba el caballero, quiso este amonestarla con la mirada pero la doncella, lejos de apartar la suya, al pasar junto a él lo miró con firmeza, sin pestañear siquiera.
Entonces don Quijote espoleó a Rocinante y se alejó al trote de la mujer como alma que llevara el diablo.
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