Quién
le mandaría a Huertas meterse a hortelano. Estaría escrito ese destino en su
apellido o sería culpa del aburrimiento de cirujano jubilado; o a causa del
descuido de Purina que le dio para leer El horticultor autosuficiente,
un viejo libro que llevaba décadas cogiendo polvo en una estantería.
Se
le vino a la cabeza la casa del pueblo, a la que no iban nunca, y comenzó a
hacer preparativos porque se acercaba la primavera, época de semilleros.
—Purina,
este finde nos vamos a la casita —cuando lo dijo, ya tenía abarrotado el hall
de utensilios para la agricultura.
—¿Y
qué piensas hacer con todo esto, Huertas? —le llamaba alto y por el apellido
cuando se enfadaba.
—Ya
lo verás, Purina. Pero te vas a ahorrar muchísimo dinero.
Se
le había metido entre ceja y ceja fabricar un invernadero en la parcela de la
propiedad para sembrar hortalizas, sobre todo tomates, siguiendo al pie de la
letra los preceptos del libro.
Llegado
el viernes, él se atavió con un chándal, y ella con vestido negro parisino y
tacones. Purina no dejó de mirarle de hito en hito, con el gesto torcido,
mientras cargaban el todoterreno con la herramienta. Luego emprendieron el
viaje hacia la campiña.
Al
tiempo que su esposa trataba de civilizar la vivienda, que llevaba tiempo sin
habitar, Huertas planificó su invernadero con el mismo tesón y eficacia con que
antes ponía una válvula o un bypass.
Soportó
las chanzas de su cuñado, el día que este apareció por la heredad y sorprendió
a Huertas con la hormigonera en marcha.
—Veo
que has descubierto tu verdadera vocación —le dijo con sorna.
Huertas
no respondió, porque pensaba contestarle más adelante con una bandeja de
hermosos tomates sobre la mesa. Aguantó también las miradas torvas de Purina,
la cual trastabillaba sobre la tierra calzada aún con sus tacones de asfalto.
Una
vez fabricados los cimientos, compró unos perfiles metálicos, con los que casi
saca un ojo al dependiente del almacén, y montó el armazón del invernadero.
Después forró con plástico la construcción y empezó con las plantaciones.
Realizó los tratamientos y los riegos según el libro y, cuando nacieron los
primeros tomatitos, sintió una emoción parecida a la curación del paciente más
difícil.
Purina
se inició a consumir las lechugas y las acelgas que él cultivaba, que la iban
convenciendo de las bondades de la vida en el campo, e incluso recuperó
vestidos viejos de su época hippie, y se puso alpargatas y flores en el pelo.
—Ya
verás, mi vida, cuando vengan los tomates —anunció Huertas—. Mañana recojo los
primeros.
Muchos
de ellos ya estaban llenos, la piel tersa y rosada, y deslumbraban en las matas
del invernadero. Huertas los vigilaba de cerca, y los regaba como se baña a un
recién nacido. Hasta que, el día de la primera recogida, apareció la cosecha
arruinada. Los tomates se veían bien, pero su carne resultaba incomible por
blancuzca y acorchada.
Se
disgustó tanto que Purina tuvo que prepararle unas infusiones que conocía de su
época hippie, y asegurarle que su hermano no aparecería por la casita en mucho
tiempo para reírse de los tomates. No era de recibo, pensaba Huertas, que un
hombre con carrera fuera a fallar de esa manera en algo tan fácil como cultivar
tomates.
Le
sirvió, como único consuelo, que la mata del centro se había salvado, y vigiló
aquella planta de cerca al borde de la crisis nerviosa. Pero el día que fue a
recoger los frutos, observó que tenían unas horribles manchas negras por
dentro.
—Purina,
voy a hacer unos recados a la ciudad —y salió despepitado dejando el
invernadero cerrado con llave.
Compró
unos tomates estupendos en un supermercado y regresó con ellos ocultos en el
maletero. Esperó a que Purina se fuera a echar la siesta para escaparse a la
huerta, tirar los tomates malos y colocar en su lugar los nuevos. A base de un
pegamento potente, quedaron muy naturales en la mata, bermellones,
impresionantes, a punto de estallar en una ensalada. Llamó a Purina, haciéndose
el tranquilo, para darle un paseo por el invernadero.
—Fíjate,
cariño, que yo desconfiaba, pero lo has conseguido, ¡son maravillosos!
—¿Qué
te dije yo? Y mucho más baratos que los de la tienda. Esta noche nos comemos
unos cuantos.
Estaban
preparando la cena al lado de los tomates, que les desafiaban con su belleza
desde un bol de cristal. Purina comenzó a lavarlos cuando notó algo adherido.
—Huertas,
¿qué es esta etiqueta?
El
cirujano sufrió un vuelco de corazón, y un golpe de frío y calor a la vez; notó
temblor en las piernas y la voz débil como de flauta. Estando casi todo
perdido, decidió lanzarse en barrena. Cogió la etiqueta y se la pegó en la
frente.
—¡Sorpresa,
sorpresa! Es para anunciarte que acabamos de emprender nuestra franquicia de
hortalizas. ¿Te gusta la marca?
—Pone
Temato —respondió ella, incrédula.
Huertas
se arrojó a abrazarla medio asustado de sí mismo, porque, sin saber cómo, se
había convertido en empresario. Cualquier cosa antes de reconocer que aquellos
no eran sus propios tomates. Si había que montar una empresa, se montaba a la
tremenda.
Pasó
la noche sin dormir, pensando lo que sería para un cirujano cardiovascular
la vida de franquiciado de tomates, y qué dirían sus remilgados colegas del
hospital cuando se enterasen.
—Cariño,
¿crees que me iría bien fabricar salsa de tomate como Paul Newman? —preguntó su
mujer, que también estaba desvelada—. ¡Era tan guapo!
Huertas
estaba más que agotado, y ya no tenía fuerzas ni para un ataque de celos.
—¡Por
supuesto, mi vida! Oye, tienes que invitar a comer a tu hermano, Purina, que
tengo que regalarle un libro antiguo que es precioso.
Y
Huertas hizo lo que pudo por descansar en medio de sueños terribles, en los que
se metía a cultivar frutales y hacer su propia sidra, en un lagar enorme que
construía con sus propias manos, siempre según los consejos de El
horticultor autosuficiente.