Hoy ha
llegado carta y postal adjunta de Rafael, un compañero, y amigo, asiduo de las
reuniones literarias a las que asistimos cada mes. La envía desde el pueblo de
sus orígenes, a donde se ha marchado hace más de un mes, apenas sin despedirse
de nadie.
Y la recibo con la natural sorpresa
que cualquiera lo haría, ya que no es tiempo de cartas; y mucho menos de
postales de Plaza Mayor con fuente sin agua y escudito en la parte superior
izquierda, que estas pasaron al olvido allá por los años de Maricastaña.
Y tal como la leo, la transcribo:
bueno, mor de ser sincero, he cercenado algún párrafo por considerarlo
personal, pero en conjunto permanece tal cual.
Recordado y muy querido amigo Pedro:
Quiero disculparme primero por la muy exigua
despedida en mi marcha, pero sabes bien que decir adiós no es cosa mía, mas,
siendo sincero, declaro que necesitaba y mucho salir de Bilbao, respirar otros
aires, conversar con otras gentes…, y así lo hice.
Los años (rozo los 80) me pesan no sabes
cuánto y te confieso, algo achicado, que las cosas, y acontecimientos, que
últimamente transitan ante mis ojos cada vez me dicen menos, quizá por eso he
venido hasta este rincón castellano pinariego buscando, si cabe, viejas
sensaciones, un buen puñado de colores en los atardeceres y aquel olvidado
silencio de los amaneceres que tanta falta le hacen a mis cansados ojos y a mis
cada vez más embozados oídos.
Aquí el pueblo se apaga, comparsa lo hacen
sus escasos vecinos, se nota en sus miradas húmedas y en ese ligero aire de
resignación que se respira en sus calles, quizá producto del vientecillo helado
que viene y los recorre desde el pinar cercano que se mece al otro lado del
río.
Fíjate, querido Pedro, que desde lugares
como este, no hace tantos años partieron a la ciudad muchos de los que hoy nos
administran nuestras vidas y haciendas. También nuestros abuelos, padres y
algunos de nosotros nacimos en pueblos así, aunque pasado el tiempo estemos
urbanizados de tal guisa, que rascándonos el polvo del asfalto nos quedamos en
nada.
Quería con este viaje cerciorarme de si era
capaz de sentir lo mismo que un día sintieron aquellos que se quedaron, los que
no marcharon, los que prefirieron morir aquí y no lejos de su tierra.
Probar si podía pasar sin leer el periódico
mañanero en la barra del “Maider” mientras me tomo el café, si fuera posible
desprenderme del ruido de los coches, si no echaría de menos nuestros paseos
matutinos por la ría o perdiéndonos en el Casco Viejo y tus entrañables
parrafadas; quería, en definitiva, vivir conmigo, dejarme llevar sin darle al
magín más que lo necesario para saber que sigo vivo.
¿Y sabes que es agradable darse cuenta de
que el mundo sigue su marcha sin importarle un rábano tu ausencia?...
Me siento bien y eso basta, que últimamente
no me encontraba ni en el espejo, que dicen los Estopa. Bueno, no te doy más la
paliza que sé de sobra que bastante tienes con lo tuyo. Ya sabes que no te llamaré
por teléfono, y creo también que tardaré en volver a escribir, que esta la hago
por quedar bien ¡oye! y que no lo hacía desde que estuve en la mili y mandaba
cuartillas a mi santa.
Hazme un favor: ¡cuídate!
Así
concluye la carta y al guardarla no he podido evitar pensar que el bueno de
Rafael ha hecho como dicen que hacen los elefantes al llegar a viejos,
retirarse a no se qué lugar en busca de un hueco donde aparcar sus huesos.
Yo
comprendo y respeto su decisión, pero también deseo que no sea una retirada
definitiva y vuelva más pronto que tarde, que ya echo de menos su compaña y
atinada conversación, y a la vez quisiera recordarle a mi querido amigo una
frase que le he oído decir repetidas veces: “Muchacho, el campo de juego no se
abandona hasta que el árbitro no pita el final del partido”
—
Si
no te expulsan por cometer falta -remataría socarrón Rafael.
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