Las mozas, María y Luisa,
avanzan por la red de senderos, perseguidas por la polvareda que levantan sus
pasos. Ambas detienen la marcha en el prado donde trabaja la familia. Padre,
madre y el primogénito recogen los haces de heno, que cargan a la espalda para
depositarlos en el carro tirado por vacas.
Las dos hermanas saludan,
dejan la comida a la sombra de un par de árboles cercanos y se unen a la
incesante actividad hasta que el implacable sol llega a su cenit. El hambre
aprieta. Todos devoran el puchero, rebañan con pan y beben agua fresca del
botijo.
—Manu, hermano, déjame ir
contigo a la verbena esta noche —susurra Luisa aprovechando un descuido de los
padres.
—¡Ni hablar! Quédate en casa
esta noche y no empeores aún más las cosas.
—¡Pero a tí siempre te dejan
hacer lo que quieres!
—¡Ojalá tuvieras razón!
A media tarde, los cinco
emprenden a pie el viaje de regreso al pueblo con el carro lleno de seco
forraje. Las centelleantes tejas de pizarra y los gruesos muros de piedra
contrastan con el paisaje agrícola y ganadero castigado por la sequía. La
vegetación, que antaño resistía verde y frondosa, agoniza bajo los cielos
azules. La familia se santigua a las puertas del camposanto y rodea todo el
pueblo.
Las vacas aceleran el paso
hasta plantarse junto a la casa. Un par más de maniobras son necesarias para
alienar el carro con el balcón de la planta alta. Solo entonces las vacas se
liberan del yugo: sacuden la cabeza, mugen y trotan hacia la entrada del
establo que María se apresura a abrir.
María casi tropieza con padre,
que recoge los haces con la horquilla para depositarlos en el balcón, mientras
Manu los ordena de forma concienzuda. La moza vuela al encuentro de Luisa y
madre en la era trasera. Las dos mujeres limpian los garbanzos sentadas en
taburetes. Las manos agarran un puñado de vainas, esparcidas en una raída lona,
y las desgranan. Los rastrojos se depositan en un cesto de mimbre y los dorados
garbanzos en un saco de esparto.
—Madre, quiero ir a la
verbena.
—No insistas.
—¡Volveré pronto!
—¡Ni se te ocurra
desobedecer! —sentencia a Luisa y
encomienda a María—. Niña, ¿qué haces aquí? ¡Ya estás tardando en ir al prado a
por las vacas! Llévalas al establo, ordéñalas y limpia la mierda.
—Sí, madre.
En la penumbra, María
despierta sola en el jergón y rebusca inquieta con la mirada. Sus ojos se
clavan en una Luisa que, vestida con sus mejores galas, ruega silencio dedo
índice en los labios. María vuelve a cerrar los ojos. Luisa sale de la casa a
hurtadillas.
Los primeros rayos de sol espabilan
a María, que salta del jergón vacío. La moza desayuna y abre las puertas del
establo. Una, dos, tres y cuatro vacas
desfilan ante María y la acompañan al prado cercano. Deja a las vacas pastando,
deshace sus pasos y madre la aborda nada más pisar el zaguán.
—María, ve a por flores de
cardo para la tía Adela —ordena madre.
—Sí, madre —asiente María, que
coge una cesta y las tijeras de podar, y
antes de salir pregunta—. Luisa, ¿vienes?
—No —interrumpe padre
reteniendo del brazo a la joven de ojos llorosos—. Luisa se queda.
María corta los tallos de las
flores, que sirven para hacer cuajo una vez secas. La cabeza está ausente y
pincha los dedos con las espinas. A María le gusta la compañía de la tía Adela,
la única hermana viva de padre, que pastorea las ovejas y vende queso artesanal
en los mercadillos y ferias.
Cuando se escapó, lo vendió
todo y probó suerte en la ciudad. El querido se quedó cojo en un accidente
laboral y la tía Adela comenzó a trabajar en una fábrica textil. El pobre
diablo se entregó a la bebida y regresaron al pueblo con la esperanza de que el
campo aliviara su delicado estado de salud. Solo aguantó un par de inviernos y
murió de unas fiebres. La tía Adela, viuda tan joven, sin hijos y que no quiere
volver a saber nada de hombres.
María vuelve al pueblo con la
cesta rebosante. Llama a la puerta de la tía Adela. Nadie responde. María se
encoge de hombros, sacude la cabeza y reanuda la marcha. La siguiente parada es
el hogar.
—No entres, María. Padre y
madre están hablando —avisa Manu que, sentado en el banco de la entrada, talla
rabioso un trozo de madera con la navaja.
—Solo será un momento.
Manu niega con la cabeza.
María entrevé por la ventana a padre y madre discutiendo con un joven del
pueblo vecino y, más retiradas, a una tía Adela que consuela a Luisa. María,
rendida, se deja caer en el banco. Silencio incómodo.
—¿Qué ha pasado?
—Ayer noche la encontré en la
verbena, ¡cómo no! ¡Siempre tiene que salirse con la suya y todo lo demás le
resbala!
—¿Padre y madre también están
enfadados contigo?
—Creo que no. Les dije que
estuvo todo el rato bailando con Pedro y que no los perdí de vista en ningún
momento.
—¿Por qué él está en nuestra
casa?
—María, no todos los hombres
somos tan malos como el tío Ramón. Pedro es amigo mío y quiere hacer las cosas
como Dios manda.
—Pero... Luisa está llorando.
—Deja de husmear. Quédate aquí
y no dejes entrar a nadie hasta que salgan. Voy a la cantina.
—Sí, Manu.
Una, dos, tres gotas caen al
suelo. María percibe la humedad en el aire y mira expectante a los cielos. Una
nube, avanzadilla del ejército, destrona al sol. La llovizna resplandece.
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