sábado, 13 de agosto de 2022

A PESAR DE LA HELOR, ESTA RAIGAMBRE, por Alexis López Vidal.

 


Así podríamos haber pasado nuestras vidas, cada cual esforzándose por su lado en aumentar su saber y colaborar a la felicidad pública.

 

El jardín de las dudas, Fernando Savater

 

 

El pueblo que mis hermanos y yo recorríamos cuando críos, a lomos de unas canillas finas como varas, distaba una migaja de las marismas de Doñana, y era poco más que una calleja estrecha que mendigaba la sombra de las ringleras de casas encaladas. Padre, que a medida que el tiempo le llevó una boira a los ojos y una tibieza a los huesos se fue pareciendo cada vez más a un arbolito gris aferrado al tutor de caña, faenaba en los arrozales y era un hombre recio, con las pieles del rostro y de los brazos atezadas por la solana. Era culto, a pesar de haber andado al campo siendo un niño, y después de cenar nos apelotonábamos al amparo de sus alpargatas para que nos leyera versos de Espronceda.

—Porque los libros —decía, apurando un vasito de vino —son como el aclareo en el campo: sirven para expurgar de la sesera las plantas pusilánimes y las supersticiones, y con ello le dan vigor al pensamiento.

La noche a la vera de las marismas traía consigo una helor y un sentimiento de pertenencia a ninguna parte, un ánimo de habitar en una isla a la deriva y una tiritona en las carnes y en el alma. Madre se turnaba de cama en cama para prestarnos a sus hijos la calidez de su busto contra nuestro espinazo y el abrigo del nidal de sus brazos, y, así, la raigambre profunda de su ternura nos asía al limo espeso e ínclito que cimentaba el teselado de baldosas.

Madre apacentaba gallinas y unos pocos puercos y zurcía las perneras de los pantalones que arrastrábamos por la ribera y cantaba coplillas que había heredado del acervo de su madre y de la madre de su madre y de la primera madre que alumbró en aquella tierra. Allá, en El Puntal, en Isla Mayor, donde todavía medra el arroz en los humedales como lo hicimos todos, resilientes al suelo salino y tributarios de las nuevas aguas acarreadas por las lluvias y los arroyos.

Con el año nuevo, cuando se vaciaban los campos, le prestábamos a padre las limitadas fuerzas que habían en nuestros brazos para arar y mezclar el fango con la paja sobrante de la última cosecha. Para entonces, dejábamos que descansara el arrozal en los meses siguientes, de marzo a abril; entretanto padre nos leía novelas del oeste y de escritores rusos y hubo un año que leímos al completo La Ilíada de Homero traducida por Luis Segalá y Estalella. Por mayo, volvíamos a llenar los campos de agua y a arar el terreno, dándole cuerpo a la siembra, que llegaría en junio, permitiendo que el arroz creciese hasta que el mes de agosto acababa por inmiscuirse por entre los visillos. A finales de verano recolectábamos los campos y procedíamos al secado del arroz, para seleccionar luego el grano que migraría a la despensa del pudiente y a la alacena del humilde. Con septiembre, padre declamaba la poesía de Garcilaso de la Vega, y lo hacía en mitad del arrozal, al caer la tarde, porque le parecía un insulto recogerse en aquellos versos en un proscenio de menor categoría.

Las carretas, atiborradas de sacos, iban y venían a lo largo de la marisma. Padre marchaba en la mañana. Madre entonaba sus coplillas. Padre regresaba con las últimas luces y otro par de libros de segunda o cuarta mano envueltos en un hatillo. Madre le besaba en la mejilla.

—Otro año. Otra cosecha —decía padre, mirando con fijeza hacia poniente, revolviendo los cabellos del menor de sus hijos.

Madre nos abrazaba a todos, presintiendo los pasos del invierno, y, como si sostuviera entre las manos un tesorillo y no una camada de niños despeinados de ojos grandes y bocas aún más grandes, añadía con orgullo:

—Y a pesar de la helor, esta raigambre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario