sábado, 13 de agosto de 2022

EMPRESA POR SORPRESA, por Emilia García Castro.



Quién le mandaría a Huertas meterse a hortelano. Estaría escrito ese destino en su apellido o sería culpa del aburrimiento de cirujano jubilado; o a causa del descuido de Purina que le dio para leer El horticultor autosuficiente, un viejo libro que llevaba décadas cogiendo polvo en una estantería. 

Se le vino a la cabeza la casa del pueblo, a la que no iban nunca, y comenzó a hacer preparativos porque se acercaba la primavera, época de semilleros.

—Purina, este finde nos vamos a la casita —cuando lo dijo, ya tenía abarrotado el hall de utensilios para la agricultura.

—¿Y qué piensas hacer con todo esto, Huertas? —le llamaba alto y por el apellido cuando se enfadaba.

—Ya lo verás, Purina. Pero te vas a ahorrar muchísimo dinero.

Se le había metido entre ceja y ceja fabricar un invernadero en la parcela de la propiedad para sembrar hortalizas, sobre todo tomates, siguiendo al pie de la letra los preceptos del libro.

Llegado el viernes, él se atavió con un chándal, y ella con vestido negro parisino y tacones. Purina no dejó de mirarle de hito en hito, con el gesto torcido, mientras cargaban el todoterreno con la herramienta. Luego emprendieron el viaje hacia la campiña. 

Al tiempo que su esposa trataba de civilizar la vivienda, que llevaba tiempo sin habitar, Huertas planificó su invernadero con el mismo tesón y eficacia con que antes ponía una válvula o un bypass. 

Soportó las chanzas de su cuñado, el día que este apareció por la heredad y sorprendió a Huertas con la hormigonera en marcha.

—Veo que has descubierto tu verdadera vocación —le dijo con sorna.

Huertas no respondió, porque pensaba contestarle más adelante con una bandeja de hermosos tomates sobre la mesa. Aguantó también las miradas torvas de Purina, la cual trastabillaba sobre la tierra calzada aún con sus tacones de asfalto.

Una vez fabricados los cimientos, compró unos perfiles metálicos, con los que casi saca un ojo al dependiente del almacén, y montó el armazón del invernadero. Después forró con plástico la construcción y empezó con las plantaciones. Realizó los tratamientos y los riegos según el libro y, cuando nacieron los primeros tomatitos, sintió una emoción parecida a la curación del paciente más difícil.

Purina se inició a consumir las lechugas y las acelgas que él cultivaba, que la iban convenciendo de las bondades de la vida en el campo, e incluso recuperó vestidos viejos de su época hippie, y se puso alpargatas y flores en el pelo.

—Ya verás, mi vida, cuando vengan los tomates —anunció Huertas—. Mañana recojo los primeros.

Muchos de ellos ya estaban llenos, la piel tersa y rosada, y deslumbraban en las matas del invernadero. Huertas los vigilaba de cerca, y los regaba como se baña a un recién nacido. Hasta que, el día de la primera recogida, apareció la cosecha arruinada. Los tomates se veían bien, pero su carne resultaba incomible por blancuzca y acorchada.

Se disgustó tanto que Purina tuvo que prepararle unas infusiones que conocía de su época hippie, y asegurarle que su hermano no aparecería por la casita en mucho tiempo para reírse de los tomates. No era de recibo, pensaba Huertas, que un hombre con carrera fuera a fallar de esa manera en algo tan fácil como cultivar tomates.

Le sirvió, como único consuelo, que la mata del centro se había salvado, y vigiló aquella planta de cerca al borde de la crisis nerviosa. Pero el día que fue a recoger los frutos, observó que tenían unas horribles manchas negras por dentro. 

—Purina, voy a hacer unos recados a la ciudad —y salió despepitado dejando el invernadero cerrado con llave.

Compró unos tomates estupendos en un supermercado y regresó con ellos ocultos en el maletero. Esperó a que Purina se fuera a echar la siesta para escaparse a la huerta, tirar los tomates malos y colocar en su lugar los nuevos. A base de un pegamento potente, quedaron muy naturales en la mata, bermellones, impresionantes, a punto de estallar en una ensalada. Llamó a Purina, haciéndose el tranquilo, para darle un paseo por el invernadero.

—Fíjate, cariño, que yo desconfiaba, pero lo has conseguido, ¡son maravillosos!

—¿Qué te dije yo? Y mucho más baratos que los de la tienda. Esta noche nos comemos unos cuantos.

Estaban preparando la cena al lado de los tomates, que les desafiaban con su belleza desde un bol de cristal. Purina comenzó a lavarlos cuando notó algo adherido.

—Huertas, ¿qué es esta etiqueta?

El cirujano sufrió un vuelco de corazón, y un golpe de frío y calor a la vez; notó temblor en las piernas y la voz débil como de flauta. Estando casi todo perdido, decidió lanzarse en barrena. Cogió la etiqueta y se la pegó en la frente.

—¡Sorpresa, sorpresa! Es para anunciarte que acabamos de emprender nuestra franquicia de hortalizas. ¿Te gusta la marca?

—Pone Temato —respondió ella, incrédula.

Huertas se arrojó a abrazarla medio asustado de sí mismo, porque, sin saber cómo, se había convertido en empresario. Cualquier cosa antes de reconocer que aquellos no eran sus propios tomates. Si había que montar una empresa, se montaba a la tremenda.

Pasó la noche sin dormir, pensando lo que sería para un cirujano cardiovascular la vida de franquiciado de tomates, y qué dirían sus remilgados colegas del hospital cuando se enterasen.

—Cariño, ¿crees que me iría bien fabricar salsa de tomate como Paul Newman? —preguntó su mujer, que también estaba desvelada—. ¡Era tan guapo!

Huertas estaba más que agotado, y ya no tenía fuerzas ni para un ataque de celos.

—¡Por supuesto, mi vida! Oye, tienes que invitar a comer a tu hermano, Purina, que tengo que regalarle un libro antiguo que es precioso.

Y Huertas hizo lo que pudo por descansar en medio de sueños terribles, en los que se metía a cultivar frutales y hacer su propia sidra, en un lagar enorme que construía con sus propias manos, siempre según los consejos de El horticultor autosuficiente.

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