viernes, 14 de septiembre de 2018

REFLEJO, Antonio Carbonel Sánchez



Cada vez que se veían
el mismo cristal les separaba,
turbio como un deseo
insinuado a contraluz.

Casi vulgar aquella historia
sobre mares de incertidumbre ,
con sus torpes silencios
discretos como la espuma.

Aprendió a susurrar otro nombre,
tan bella música presentida,
cada cual a un lado del vidrio
reflejando el mismo misterio.









           

MATILDE Y JOSÉ, por Tomás Sánchez Rubio.




            Cada vez que se veían, Mati y José agachaban la cabeza. Lo normal es que se encontraran en la plaza, la plaza grande del pueblo, los domingos por la mañana.
            A veces pasaban tan cerca el uno del otro que casi se tocaban; lo hubieran hecho con solo haber alargado un poco cada uno el brazo derecho.
            Mati iba a misa con su toquilla y su pañuelo en la cabeza, cojeando levemente por una temprana artrosis; caminaba del brazo de su madre -anciana aparentemente delicada, aunque de manos recias y boca firme-, sin mirar al frente. José, siempre al lado de su padre, hombre serio de piel marcada por surcos como de tierra arada, se paraba de vez en cuando a mirar algo que le llamara la atención. Cuando lo hacía, su progenitor se detenía pacientemente a cierta distancia, apoyado en el bastón con gesto cansado, hasta que José, con un par de zancadas volvía, preocupado, a colocarse junto a él para proseguir el paseo dominical. Normalmente no sacaba las manos de los bolsillos; algo que seguía haciendo a pesar de sus años.
            Hubo un tiempo en que Mati y José eran vecinos. Las familias de ambos no prestaban atención a los ratos que dedicaban al juego con otros niños, siempre más pequeños que ellos -aunque menos infantiles-, en el callejón de Las Frutas durante las tardes de verano. Nadie se daba cuenta de que entre los dos había surgido -en sabe Dios qué momento- algo parecido al amor, un amor tierno, inocente, pero amor al fin y al cabo...
            Cuando sucedió “aquello” y en casa percibieron lo que le ocurría a Mati, las dos familias acordaron que ella se trasladara a la ciudad, a casa de su tía: esa que solo se dejaba ver por el pueblo un par de días en las fiestas de agosto.
            Se decidió, asimismo, que el “fruto” de esa unión fuera recogido por Hortensita Maldonado, la hija de doña Amparo, que a la sazón no había tenido en su matrimonio -ni había podido tener- descendencia... La niña Hortensia y su madre, o más bien las sirvientas de la gran casa del Camino del Arroyo, cuidaron al niño con esmero. Este fue al mejor colegio interno de la capital; y en la casa que los Maldonado tenían allí, desarrolló su vida el chico, lejos del pueblo...
            Un día de verano a la hora de la siesta, Mati y José, que, aunque ya no fueran vecinos, tenían ventanas a la plaza, vieron tras los visillos bajarse de un coche a un joven alto, moreno y guapo, de ojos grandes y paso firme; llevaba un traje de alpaca y unos zapatos negros y lustrosos. Su abuela, doña Amparo, había enfermado y venía a visitarla por última vez... Se marcharía enseguida, pues ya no tenía nada que le uniera al pueblo. Nunca lo tuvo...
            Mati y José, cada uno por su lado, sintieron una punzada muy parecida en el pecho y la vista se les nubló por unos instantes.
            Al día siguiente, cuando se cruzaron los dos en la plaza, se miraron un instante, tras muchos años sin hacerlo, y se dedicaron, por primera vez en demasiado tiempo, algo parecido a una sonrisa...

                                                                                                                     

UN VERSO Y UN CAFÉ, por José Luis Centurión.





Cada vez que se veían...
Con un abrazo y un beso
en la frente, la recibía,
ella ruborosa, sentía
la presumía,  poniéndose
de puntitas, de su cuello
se colgaba y sonreía.

 Su voz suave, -con susurros-
al oído le expresaba,
desde hace ya largo tiempo,
al pasar te vengo admirando,
luces muy espectacular
y te has metido en mi mente,
en mi corazón y mi alma.

Siento que eres tú, una de esas
maravillas, solo se dan
pocas veces en la vida,
cuánta seguridad se ve
en tu transparente mirar,
sin interés has llegado
a mis sentidos  alterar.

¿Me aceptarías un café,
y un verso acaricie el alma?,
Juntos mirar las estrellas,
quiero escribir a la luna
lo que nos reste de vida,
a lo que besaré tú alma
hasta saciar todas ganas.

TRIÁNGULO, por Marian Orruño Touzón.




Cada vez que se veían, un petardo estallaba en su mente; la miraba, no se resistía a ella, ni ella a ella, era como ver una película de violencia, no querer apartar la vista del atacante ni del atacado...
Aquel maldito funeral de uno de los parientes lejanos de Luis, lejanos y no tanto y no era de extrañar que muriese uno al mes, tenía tantos, a esa velocidad, en pocos años, ambos quedarían libres de funerales. Se hacían mayores a un tiempo, y es un eufemismo el calificativo cambiando de sentido la palabra, viejos la realidad, viejos como un mueble, una pared desconchada, un electrodoméstico; cargados de hombros, agotados, sedientos de paz, descansaban.
Y en uno de aquellos infinitos funerales, conocimos a Lucia y no es que Lucia fuese de la familia  de Luis, acompañaba a una prima indirecta del muerto a participar en ese adiós impuesto en la sociedad de todos los tiempos, civilizada o no, antigua o moderna, absurda costumbre por otra parte, porque pareciendo un homenaje al muerto, precisamente el destinatario es quien no lo disfruta, frío e inmovilizado, no está para celebraciones y resulta, en lugar de un homenaje, un encuentro informal de familia y conocidos y habitualmente terminado en comida, cena o cuando menos en una ronda de vinos por los bares de los alrededores.
No hacía dos meses de casados y un año de relación, aún no habían discutido seriamente, aún no tenían hijos, aún no habían pagado el piso, aún nada, aún...
La conocieron aquel mismo día, el mismo que despedían al muerto, dijo llamarse Lucia y no recordaba cómo fue el encuentro con ella, en qué momento tomaron contacto, ni la razón que hubo para ello.
Lucia le resultó una mujer atrayente convirtiéndose en su mejor amiga, fue recíproco, una especie de flechazo, su gusto por la música, el teatro, la lectura, el cine, coincidían, fue un punto de inflexión entre ambas. Me dijo que nunca había conocido a nadie como yo, fue a los pocos días, muy rotunda aquella afirmación poniéndola en guardia, no obstante siguió en la conveniencia de su amistad... Lucia era soltera, sin compromiso y sin ninguna gana de tenerlo...
Cómo pensar, ni por un momento, que su marido, algún tiempo después, tendría un lío con ella. Canallas infieles! Pero al fin a los dos amaba, a Lucia y a su marido, casi los encontró al tiempo, no hubo demasiado espacio entre ella y él, su marido y Lucia.
Lucia estaba celosa de Luis, él también lo estaba de ella, el uno de la otra, la otra del uno... Lucia quiso saber cómo hacía sexo con su mujer, deseaba pulsar ese registro en el que te das hasta el fondo. Nunca había tenido relación con un hombre y deseaba tocar el cuerpo que ella tocaba, al fin deseaba sentirla en esa acción de entrega.
Intuyó desde un principio que a Lucia le gustaban las mujeres, la forma de decir, de hacer, de mirar y no es que tuviesen una conversación al respecto, para Lucia resultaba una pesada cruz su tendencia, no se manifestaba abiertamente, odiaba lo que era y no podía cambiar, lo acarreaba en absoluto silencio. Una tarde en una de sus habituales borracheras, Lucia le confesó haber estado enamorada de una compañera de instituto, se fueron de vacaciones y ocurrió... Eran habituales sus confesiones en aquel estado.
Lo bueno de sus borracheras, era que nunca recordaba qué había hecho o confesado al regresar a aquellos pequeños espacios sobrios...; por lo demás, no resultaba un inconveniente, todo lo contrario, su carácter agrio, malhumorado y violento, la hubiesen hecho reaccionar de manera negativa al enterarse de sus confesiones, un cataclismo dado su carácter. Pero en fin, la soportaba, aguantaba sus insoportables estados, sentía pena por ella, por su soledad y sobre todo porque de otra manera, no hubiese tenido nadie con quien compartir aquellos aficiones compartidas por ambas.
En fin, ocurrió y fue de pésimo gusto, su marido no se enteró de la pretensión de Lucia, cómo lo iba a saber si es que cuando a un hombre se le ofrece algo así..., le tiene sin cuidado el fin buscado por la otra, ya sea dinero o algo más oscuro y fue directo como un toro Miura y Lucia hizo porque se enterara, y no entendía cómo se las ingenió con su virginidad y el otro sin enterarse de la magnífica oportunidad que se le brindó de desflorar a una mujer, madura y poco atractiva y con un acentuado toque masculino, sin embargo lo hizo, porque una vagina es una vagina, venga de quien venga y al enterarse por azar, sufrió, algo que iba incluido en la intención, además de enterarse de lo que le daba Luis, tres o cuatro días a la semana y no podía darle ella...  
Por costumbre sigo yendo a esos insoportables funerales, no sé por qué voy y no lo hago por encontrarme con Luis, dejó de ir hace mucho, lo olvidé, ni con Lucia que sigue yendo; alguna vez la veo, creo que va por encontrarme en ellos. Nos miramos,  nos escrutamos, sólo eso...

RIVALES, por Lourdes Páez Morales.



Cada vez que se veían… ¡Ay, qué cabezonería la de ambos! Cada vez que Pedro y Miguel Ángel se veían, cruzaban a la otra acera por miedo a volver a enzarzarse y pegarse en medio de la calle. Ninguno de los dos había querido ni podidoolvidar el incidente en el Jardín de San Marcos, donde Bertoldo, conocedor del carácter pendenciero de ambos, se había visto obligado que separarlos a fin de que no acabara corriendo la sangre entre los jóvenes. Aquella misma mañana, Miguel Ángel había tenido la osadía de hacer la visita a palacio que los dos habían convenido hacer juntos para ofrecer sus credenciales como pintor y escultor respectivamente. La fanfarronería de Miguel Ángel al vender su buen hacer en los dos oficios molestó tanto a Pedro, tres años mayor que él, y a quien debería haber correspondido la preferencia del ofrecimiento de sus servicios a Lorenzo el Magnífico como escultor, que su amistad de años se desvaneció entre los frondes de helechos que les rodeaban.
A partir de aquel día, en todas las calles de Florencia el paso de Pedro suscitaba risas y comentarios maliciosos en voz baja. Algunos encuentros públicos entre ambos habían terminado en sonados tumultos que escandalizaban y divertían a partes iguales a la malévola sociedad florentina. Tras la llamada de ambos al orden por parte de los Médicis, hubo un período de contención que cesó en 1491 con un encontronazo fortuito entre Miguel Ángel y Pedro en la Capilla Brancacci. Un importante encargo escultórico al primero por parte de Lorenzo el Magnífico fue el detonante de la pelea. El resultado: la nariz rota que obsesionó a Miguel Ángel y acabó plasmando en sus autorretratos y en un verso –“Mi rostro tiene la forma del miedo” y la otra parte expulsada de la ciudad.
Pedro pasó el resto de su vida penando por su desdicha. Dejaba atrás su querida Florencia, su sueño de ser escultor en la cuna del arte; en un peregrinar que le llevó a Inglaterra y finalmente a España. En Sevilla, víctima de nuevo de su ira, murió en una húmeda e ínfima celda del castillo de la Inquisición. Dicen que lo encontraron inerte, con los ojos fijos mirando al cielo a través del ventanuco… Soñando quizá con salir volando de nuevo hacia la Toscana.

Benvenuto Cellini y Giorgio Vasari recogen en sus escritos la anécdota de la pelea en la que Pedro Pietro Torrigiano rompió la nariz a Miguel Ángel Michelangelo Buonarroti− al principio de sus carreras. No sabemos con certeza cuál fue el escenario de la disputa.


ALETEO, por Isabel Pérez Aranda.



Cada vez que se veían, 
temblaban las musas dormidas, 
se entonaban cantos de sirenas, 
y se dejaban posar para respirarse a sí mismos, 
olvidaban el lugar el momento y hasta el ser 
para refugiarse tal camaleones de un entorno hostil. 

Cada vez que se veían,
ahogaban los olvidos, 
los tiempos perdidos 
asumían el riesgo de desaparecer, 
de ser engullidos por los ecos reflejos, 
de perder los contornos, 
de hacerse humo,
y disiparse como aire. 

Cada vez que se veían 
era un principio, un final 
rompían las olas su hechizo mimético
 y no había viento que los sostuviera
ni flecha que los acoplara
mas que el vibrante aleteo de psique 
volando hasta el amanecer. 

SOL Y LUNA, por José Antonio Guzmán.




Cada vez que se veían….la naturaleza de la realidad, moldeaba tantos instantes del mundo onírico. Gráciles suspiros coloreaban letras, sobre un lienzo de sol y luna. El silencio contestaba con la cadencia de un arpegio, dos voces fundidas en un cáliz de purísima primavera.
Contemplación de mi alma vistiendo tu cuerpo, declama tu pensamiento dulce azahar en mi corazón de otoño.
La ida es sólo un segundo en toda una existencia, sueño, alejado del mundo, abrazado al cosmos. No existe matiz en mi mirada, que no encierre las huellas de tu camino, cada vez que nos vemos…..la raíz luce la flor y el eclipse muere.

UN PASEO EN SOLITARIO, por Pepi Bobis Reinoso




Cada vez que se veían era como volver a empezar.  Ella  volvía años atrás y miraba como si todo fuera nuevo.  Él, desde aquel entonces brutal, la esperaba para siempre en la parte antigua de San Cataldo.  Mariana no podía olvidar…

He paseado tantas veces por sus calles que ahora, estando presente, no estoy tan segura si son de verdad o  las que inventé para mí.  Me siento pequeña ante la inmensidad de su catedral románica y hasta un poco perdida, no sé muy bien hacia dónde mirar.

De nuevo en el hotel.  Tomo una ducha muy caliente y me envuelvo en un enorme albornoz azul. Me acerco a la ventana y miro hacia el fondo, no hay nadie en la plaza. Desaparecen las sombras poco a poco, mientras cientos de luminarias van decorando las calles en un sorprendente zigzag. 

Aún tengo el pelo mojado y siento algo de frío, pero no importa, voy a prepararme una buena taza de té y me quedaré aquí.  No puedo dormir sin antes verla brillar.  Mi inseparable cuaderno y su amiga pluma me piden que deje volar mis manos, hasta plasmar el pensamiento más íntimo.

El silencio de la noche no disminuye la esencia de lo vivido. Aquí y allá, piedras cargadas de historia me emborrachan, dejándome saltar a un mundo de fantasías donde gnomos y hadas regalan sonrisas y los duendes de la palabra se adueñan de las mías sin que pueda evitar que vuelen por sí mismas.

Poco a poco el papel se va impregnando con mis propios pasos, flanqueados por ecos puntiagudos  que suenan en mis oídos como voces en blanco.  Son los fantasmas de los sueños que no se resisten a ser reemplazados, pues el tiempo de vivir, llegó para esta humilde voz que traspasó  la puerta de un mundo desconocido.

Puede que parezca extraño, pero las palomas negras me intimidan. Siento escalofríos. Cierro la ventana y me olvido de ellas. He dejado caer mi albornoz; desnuda ante el espejo me doy cuenta que me brillan los ojos, miro hacia la cama y sonrío. 

Volveré a zambullirme en el silencio de mis paseos y seguiré tomando notas en mi viejo cuaderno.  Me iré por la mañana temprano, aunque sé que regresaré a esta balsámica ciudad en cualquier momento, no sé cuando, pero siempre estaré cerca para hacer realidad aquel sueño  que, la vida y el amor me hicieron tejer, a pesar de la muerte y de los años.

En aquel apartado lugar hace ya mucho que sólo hay hojas secas.



APARIENCIAS, por Gloria Acosta.




Cada vez que se veían se sostenían la mirada hasta que el hombre de torso musculoso se perdía en el recodo del área sur del parque. Su carrera, sosegada y rítmica, facilitaba el tiempo necesario para que el hombre de enmarañada melena le escrutara con su anuencia, tras sendas inclinaciones de cabeza. Así sucedería al alba por aquellos años cuando la soledad del parque era interferida por los adictos al deporte o por los mendigos que habrían recogido sus cartones de los portales cercanos y esperarían a los primeros visitantes.
   Los dos hombres se solazaban en silencio sabiéndolo todo el uno del otro. Habían entelado una espuria relación circular entorno a la veintena de vueltas al circuito que el hombre del torso musculoso realizaba mientras el hombre de enmarañada melena colocaba en una pequeña manta los objetos de madera tallada con su cuchillo y con los que apenas aseguraría alguna comida diaria. Las  inclemencias estacionales nunca modificarían sus encuentros, fieles a una cita no convidada  pero sí pretendida que sin saberlo estabilizaría su cotidianidad necesitada como en todo ser humano de un espacio común donde enraizar el sentido de pertenencia.
  El hombre de torso musculoso engrosaría de forma insoslayable un entramado de ideas incontestables acerca de la vida de su silencioso compañero de parque. Una mezcla de sentimientos disformes forjaría durante aquellos años la historia vulgar y farragosa del hombre por el que sentía de forma indistinta abyección y encantamiento, hasta  que un sino avieso le desvelaría, antes que tarde, la ríspida verdad.
   La vida ociosa de aquel artesano desaliñado cuya preocupación era encontrar un banco donde dormir esperando a que otros cubrieran sus necesidades vitales le enervaba porque ese conformismo abocaba, según él, a una sociedad enferma y parasitaria que aborrecía con todas sus fuerzas. Un hombre sin familia ni compromisos, sin horarios ni disciplina, sin más reloj agotando su vida que el solar ni más espíritu que un egoísmo improductivo, un sobrante social, se diría a diario cada vez que su carrera  los enfrentaba, y sin embargo esa misma repulsa se vería  boicoteada a menudo por sentimientos incontrolables rayanos a la envidia. La absurda estolidez de esos pensamientos contrapuestos le agotaba más que el peso de sus piernas y trataría, sin conseguirlo, de afianzar su teoría de que solo seres luchadores como él sacarían al país de aquella crisis pertinaz que toreaba cada vez con menos fortuna.
  El hombre de enmarañada melena horadaba mientras tanto en silencio la materia muerta que desvelaba con cada puntada el interior almístico de los seres agazapados entre las laminillas de la corteza. Las mañanas del parque a esas horas en las que la luz se iba haciendo hueco entre las copas de los árboles empujando las tinieblas hacia su desvanecimiento eran las que le proporcionarían durante años la necesaria soledad de un creador. Sus pequeñas tallas rezumaban el misterioso hálito que el soplo de los dioses infundía a sus criaturas, abocadas a abandonar el Olimpo y alborozar las manos inquietas de los niños. Cada cierto tiempo levantaría la cabeza de su labor para acompañar con su mirada el pequeño tramo que recorrería el hombre de torso musculoso con su costosa vestimenta deportiva. Lo vería luego perderse tras un recodo y contaría los minutos en los que aparecería de nuevo por la cara norte empapado en sudor y jadeante. Un hombre altivo y afamado con una vida cargada de entramados sociales, reuniones y cenas opulentas que manejaría los hilos concupiscentes de un mundo empresarial, el abanderado de la caprichosa fortuna. Cuando su carrera  se acercaba a la vigésima vuelta, sabiendo próximo el final del recorrido, le saludaría con una sutil inclinación de cabeza en la seguridad consensuada de un próximo encuentro.
   Sería así en muchos albores, pero la verdad que solo pertenece a quien la habita se revolvería y, como un náufrago, arrojaría a la orilla su pundonor el día en que el hombre de enmarañada melena permitiría al hombre de torso musculoso realizar una comida diaria en su comedor social.

CAMBIOS FUNERARIOS 1, por Josefina Martos Peregrín.




Cada vez que se veían,los neptunianos se reconocían aunque no se conocieran y recordaban que no había regreso, que habían llegado al planeta Tierra para quedarse.
No tenían intención de acabar con los terrestres, para qué, en realidad ellos precisaban poco para vivir: poco alimento, poco oxígeno, poco contacto. Apenas abultaban lo que una chispa de soldadura, pero una chispa poderosa, necesitada de un cuerpo deshabitado que ocupar, un cuerpo sin voluntad… ¿Para qué matar a nadie? ¿No existían los cadáveres? Cualquiera reciente les valía, incluso rígido, pero libre de corrupción y heridas; no les incomodaban las mejillas lívidas, incluso cárdenas, siempre que no se hubiera instaurado el hedor.
Una vez conseguido un muerto en su punto, no demasiado marchito, atendían al siguiente paso: el ropaje. Preferían las ropas formales, anticuadas, oscuras y rectas; para comprarlas y vestirlas contaban con sus congéneres ya instalados: para pagar, ponerse los pantalones, abrocharse la chaqueta, anudarse la corbata, o bien, encajar la faja, el cierre del sujetador, la cremallera a la espalda. Y el peinado impoluto, engominado, brillante, onda y rayas bien marcadas, sin olvidar el maquillaje, que, total pero discreto, no conseguía disimular el contraste estremecedor entre la lividez de la piel y el tono oscuro de los trajes. Mejor no mirar las manos, esas manos blancas de venas azules y vello hirsuto, y de uñas siempre pintadas de perfecto escarlata en las mujeres.
Se llenaron los periódicos, la televisión, los medios todos, de noticias sobre resurrecciones; al principio, celebradas con sorpresa y alegría, pero poco después recibidas con preocupación creciente ante lo inexplicable, ¿acaso había vuelto la catalepsia? ¿Pero había existido realmente tal enfermedad? ¿Alguna vez había sido algo más que la obsesión maldita de las postrimerías románticas?
Nadie sabía ni entendía. Por si acaso, para poder resucitar, se extendió el rechazo a la cremación, rechazo muy aplaudido por los neptunianos, puesto que les proporcionaba un mayor número de cuerpos en sazón. No es que fueran malos, sólo algo fríos, actuaban con suavidad, apenas comían ni bebían ni sabían de sexo, pero eran muy capaces de amar… a su manera. Vivían hacia adentro, como si contemplaran un paisaje interior o escucharan una música propia. Su mayor alegría consistía en reunirse en la oscuridad de la noche, a las afueras de las ciudades, para callar en compañía.
Mitad zombis, mitad alienígenas, estos muertos vivientes formales, impolutos, inapetentes, iban invadiendo la Tierra con sus cuerpos robados, extendiéndose, escalando jerarquías, mudando de casa y trabajo cuando lo creían oportuno.
No era un secreto, sucedía a la vista de todos, resultaba fácilmente demostrable que el mundo se estaba llenando de resucitados, de vivos no del todo vivos. No cambiaban, no crecían, no envejecían. Nunca morían.
Tampoco molestan. Trabajan sin protestar. Cumplen los mismos deberes y gozan de los mismos derechos… Entonces, ¿por qué este miedo a que nos resuciten? ¿Por qué ha llegado el momento en que todos los humanos dictamos nuestra última voluntad vital y funeraria ordenando, exigiendo, la incineración inmediata apenas dejemos de respirar?
Que no me ocupen, escríbalo claramente, señor notario, que no me ocupen, por Dios, por el Sol, por la Libertad…Por lo que más queráis, ¡quemadme!

MADRE E HIJA, por Consuelo Jiménez.




Cada vez que se veían el verso sesgaba el silencio,
era un verso mudo,
que cuajado de estrellas saneaba el templo.
Madre e hija,
vagaban en el desierto,
sonidos sin nombre llenaban sus bolsillos,
palabras muertas,
balbuceos que hacían temblar las costuras de los días.
Madre e hija,
dos esfinges, dos caminos desaprendidos,
dos latidos en un pulso de esperanza y miedo,
firme puntal en el que se reconocían.
Madre e hija,
los lunes fueron dos hermanas,
los martes regresaban,
los miércoles dos amigas se saludaban,
los jueves dos duendes en la nada,
el viernes eran dos orillas ante un espejo sin rostro,
el sábado un suspiro en dos gargantas,
el domingo el mismo amor de todos los días, les saludaba.
Madre e hija,
ahora ya, se veneran en los principios de todos los finales,
los escriben con indisoluble letra,
creando así, su penúltimo poema.

MÁS ALLÁ DEL OLVIDO, por Alicia María Expósito.




Cada vez que se veían, siempre en el mismo sitio, siempre a la misma hora, el tiempo se dejaba morir, porque  no existe cuando toda la vida cabe en unos ojos.
Ya en plena madurez, disfrutaban de una existencia plácida, suave. El mundo era bueno con ellos y ellos, a estas alturas, bien podían dormir tranquilos.
Pero a veces, la vida se rebela contra el mundo y basta un instante, uno solo,  para que todo se derrumbe, como un castillo de naipes en las manos de un niño.
Un día, los minutos comenzaron a llenarse de vacíos, como pequeños abismos imperceptibles al principio, pero que poco a poco fueron creciendo hasta que el tiempo dejó de tener sentido.
Juntos iniciaron el camino. Médicos , especialistas, diagnósticos…..médicos , especialistas, diagnósticos…y al final, una sola palabra, una terrible palabra para llenar sus vidas de silencios
“No hay duda….lo sentimos…..alzheimer…..”
Ninguno fue capaz de decir nada, solo se miraron, se dedicaron la primera mirada verdadera en muchos años. Una mirada llena de incertidumbre, de dudas…….de miedo.
Desde esa noche decidieron hacer un ejercicio de memoria. Se sentaban el uno frente al otro, cogidos de la mano y cerrando los ojos, recordaban…sus nombres…la fecha de su boda….el nombre de sus hijos… siempre preguntándose cómo es posible olvidar lo que tanto se ama.
El tiempo fue pasando (siempre el tiempo), masacrando la vida sin piedad alguna. Los abismos se convirtieron en olvidos, algunos imperdonables, y el cuerpo se rendía ante ellos. Una mañana ya no tuvieron fuerzas para levantarse.
Entonces llegaron ellos, los que nada comprenden. Les declararon incapaces y dijeron:
- “Ya no pueden seguir aquí. Hay que buscarles otro lugar donde los cuiden bien…” otro lugar quizá, para seguir muriendo.
Y una tarde fría de Enero decidieron dejarles en una residencia. Un centro de esos donde, durante ocho horas, varias personas se dedican a cuidar vidas ajenas por un módico precio, y luego, ya en su casa, son incapaces de cuidar las suyas propias.
Pero nada de  eso importaba ya., porque cada día,  en ese lugar, siempre a la misma hora, , sus miradas volvían a encontrarse y la vida germinaba ante sus ojos y surgía plena, solo para ellos, más allá del olvido, bajo el cálido sol del invierno.