Ajenos
a mi presencia no notaban que les hacía de espía. Muhamad Ibn Harabí había
llegado a un punto que exigía tomar ciertas precauciones en todas sus palabras.
Hablaba de atroces acontecimientos vividos en el sitio de donde venían, así de
como predecía que serían los que llegarían; de que prefería partir a la tierra
de sus antepasados, antes que morir en otras donde nadie los querían… De la
belleza de las mujeres de nuestra raza y que estaban por millones en aquellas
lejanas tierras esperando a que volviéramos algún día a nuestras verdaderas
raíces.
Yo no lo entendía…
Hablaba que sus manos se habían aventurado
bajo la túnica de una bella mujer y habían acariciado sus pechos, pero que las
había retirado enseguida para no romper el encanto de lo no conseguido… Y
hablaba de las piernas de esa misma mujer:
—Son como dos lunas llenas sobre una
delgada rama… —murmuró Ibn Harabí al referirse a ella — Mis manos encontraron
un camino desde su cintura hasta los inexplorados territorios de abajo que
estaban cubiertos por unos amplios pantalones de seda. Palpé por debajo de la
seda y luego comencé a acariciar sus muslos suaves como dunas de arena y me
pregunté: pero, ¿dónde está la palmera repleta de suculentos dátiles…?
Era evidente que si seguían adelante con
aquella conversación al final entendería algo de lo que apenas escuchaba… Y
seguí prestando atención mientras él lo explicaba todo:
—Me detuve antes de llegar, sin embargo,
la joven pensó que, si me detenía, la frustración y la larga espera hasta poder
consumar nuestra pasión le harían la vida intolerable. Ella no quería
detenerse. Había olvidado todas las reglas del decoro y deseaba
desesperadamente hacer el amor conmigo… Había obtenido tanto placer hasta el
momento que no pude pararme…
Entonces llamó mi madre a la mesa y dijo:
—¡Escuchadme con atención, familia…!
»¡Degustadores de mi comida!. Esta noche
os he preparado mi guiso preferido que sólo puede consumirse después de la
puesta del sol. En él encontraréis diez nabos limpios en rodajas, cinco tacas
peladas hasta que brillen y dos pechos de cordero para añadirle lustre. Dos
polluelos sin sangre, una taza de yogur, yerbas cultivadas por mis propias
manos en el huerto de la Alhanda, y especias que le dan el color del barro. Le
añadiré a la mezcla una taza de melaza y, Wa Alá, listo estará. Pero recordad
una cosa si queréis hacerlo en vuestra nueva tierra: la carne y las verduras
deben freírse por separado y luego unirse en la olla con agua como la de la
fuente de la Sima, que es la mejor para esto y, donde antes se hirvieron estas
últimas, dejaré cocer despacio mientras todos cantamos y nos divertimos que
cuando se acabe la diversión, el guiso listo estará…
Y siguió:
―Mientras tanto el arroz está preparado,
rábanos, zanahorias, guindillas y tomates, aguardan impacientes para unirse al
guiso en las fuentes de barro…
Aquel anochecer fue de una alegría como no
recordábamos en mucho tiempo en mi casa. Cantamos viejas y nuevas canciones y
bailamos hasta bien entrada la noche. Tomamos arregosto otra vez por los
cánticos ahora mal vistos y nos rendimos después al cansancio…
Mi madre quedó cantando:
‘Tres
moricas me enamoran, en Jaén:
Axa,
Fátima, y Marién.
Tres
moricas tan garridas
iban
a coger olivas
y
hallábanlas cogidas, en Jaén:
Axa,
Fátima, y Marién…
Aquella noche había
dado mucho gusto estar comiendo y cantando en mi casa, pero de vez en cuando,
los rostros de mi padre, madre y abuelos, no podían disimular una enorme preocupación…
Después supe que aquello fue una fiesta de despedida para aquella familia
nuestra que llegó por el camino que lleva y trae de Guadix; que antes de que el
sol despuntara por el costado del Jabalcón ellos partirían hacia Baza, Caniles
de Baza, Serón, el Almanzora, Vera, y después al norte de África.
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