En la vieja bodega vivía una salamandra salmantina
que solía salir por diciembre,
cuando Mamá Brígida preparaba la salmuera
y los aliños para las aceitunas verdiales. Aquella salamandra, según me habían contado, había venido enredada en el
poncho de un remoto pariente guanche que había emigrado a Salamanca, y desde entonces vivía perdida en la bodega. De modo que
estando un día Mamá Brígida preparando los condimentos para una salsa, bajó a la bodega a por huevos y
un poco de harina, y se topó con la salamandra
inmóvil en la grieta de un saliente.
El grito fue inminente, rotundo, desgarrado, gritaba y saltaba, la tía abuela, salpicando
con blanca harina del costal toda la bodega.
Alertado
por los gritos, acudió azorado el viejo Salustiano,
el jardinero, arrastrando los pies por la salita,
escoba en ristre. La tía abuela Brígida no paraba de dar saltos mientras decía:
-
¡Salustiano, dele ahí, ahí, ahí!
Salustiano desconcertado, de un lado a otro, parecía un saltimbanqui dando saltos y golpeando donde ella señalaba. Los apuntes de destrozos
fueron varios: toda la salazón por
los suelos, rompió varios vidrios que lo salpicaron
todo, desechadas las salchichas, el salami, el salchichón. Toda aquella tropelía, más tarde, sería saldada quitando de aquí y de allá, del
saldo de los sirvientes. Tal llegó a
ser la fama que tomó entre mis parientes la mítica salamandra, que todos los diciembres aumentaba de tamaño. Tan grande la veían algunos ya que llegó a ser
cocodrilo de Tasmania, la culpable de todos los males era ella, que le si salía un salpullido, en esto tenía parte la salamandra, que aparecía un bichito con ojos saltones, era la salamandra,
que alguien gritaba… allí estaba otro pariente con su grupo de salvamento para salvar a quien fuera de la temible embestida de la fiera, recitando
la salmodia:
-
sal,
sal, salamandra, sal.
Con el tiempo se adoptaron medidas drásticas; no había
más remedio que cerrar la bodega a cal y canto con siete llaves para salvaguardar a la familia de aquellos
ataques salvajes. Pasaron muchos
diciembres y la casa familiar se fue transformando hasta acabar en ruinas.
Hasta que apareció años más tarde aquel señor estrafalario que usaba salacot, salvadoreño y millonario que compró la propiedad para construir un
maravilloso hotel. Pero lo que nadie se explica a día de hoy es: qué extrañas
razones llevarían al millonario a bautizar el hotel con el nombre de Hotel de
la salamandra.
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