La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 29 de noviembre de 2020

DISEÑADOR JEFE, por Pedro Pastor Sánchez.



Aquella mañana de enero, el aire gélido penetró en los pulmones de Serguei al descender del vehículo. Tuvo que aferrarse al brazo de su acompañante para no resbalar sobre la placa de hielo que cubría las aceras de Kaliningrado. Musitó un lacónico «gracias, Kolya», que fue correspondido por un casi imperceptible balanceo de cabeza por el fornido agente del KGB, que hacía las veces de conductor y guardaespaldas.

                Era muy temprano, los pasillos y oficinas del OKB-1 estaban todavía desiertos. Serguei se dedicó a recopilar algunos documentos. Sobre su mesa, los planos de la nave Voskhod, el ingenio que preparaba para el asalto definitivo a la Luna. Llevaban ventaja a los americanos, pero todavía tenían que resolver muchos problemas técnicos. Se aproximó al modelo en miniatura de su ingenio. El R-7, su Semyorka, había demostrado en múltiples ocasiones que era la mejor opción para los lanzamientos espaciales. Cerró los ojos y le pareció escuchar el impresionante rugido de los siete motores levantando sus trescientas toneladas sobre el cielo de Baikonur. No obstante, la competencia era brutal, y no eran pocos los que querían arrebatarle su posición privilegiada. No se fiaba de casi nadie.

                Se acercó a la ventana. Volvía a nevar. Evocó de nuevo sus tiempos en el gulag. Sus enemigos pensaron que moriría allí, los trabajos forzados en aquellas infectas minas siberianas de Kolyma hicieron sucumbir a la mayoría. Pero su fuerte carácter le ayudó a sobrevivir a las purgas estalinistas y, por intercesión de su antiguo profesor, Tupolev, consiguió salir de  aquel infierno, no sin importantes secuelas físicas.

De repente, una fuerte punzada en su abdomen le trajo de nuevo al presente. Ya no podía obviar lo inevitable, tendría que pasar por el quirófano en unos días para extirpar aquello que le hacía retorcerse de dolor. En Moscú le esperaba Petrovsky, el ministro de Sanidad, que en esta ocasión haría las veces de cirujano. Maldita la gracia que le hacía tener que ponerse en manos de ese fanático burócrata, pero eran órdenes directas del Kremlin.

Lo único bueno que podía reportarle este inesperado receso era que tendría algo de tiempo, tal vez un par de semanas, para disfrutar de la compañía de su esposa, Nina. También para estar con su hija Natasha. Las interminables jornadas laborales, año tras año, y su exacerbado sentido de la responsabilidad, habían relegado su vida personal a un segundo plano. Inmenso sacrificio para poder cumplir su gran sueño: llevar a un hombre a la Luna. «Te pondré ahí arriba, Yuri», musitó entre dientes mientras apretaba el puño.

Las paredes de su despacho estaban cubiertas por las portadas del Pravda, en las que se ensalzaban los grandes logros de la cosmonáutica soviética: la repercusión mundial del lanzamiento del Sputnik, el viaje más allá de la estratosfera de la infortunada Laika, el primer vuelo orbital del querido Gagarin, la hazaña del valiente Leonov en su paseo espacial, las primeras imágenes de la cara oculta de la Luna... Ninguna de estas proezas hubiera sido posible sin la participación del ucraniano. En cambio, fue un período de éxito en la sombra, ninguna mención a su figura, ningún reconocimiento público. «Es usted demasiado valioso para la patria, camarada, debemos velar por su seguridad», le argumentó en su momento Kruschev. Tuvo que transigir con tal de seguir contando con el apoyo del Secretario General, que durante años se había mostrado más interesado en el desarrollo de misiles balísticos que en el hito que supondría conquistar nuestro satélite.

A media mañana, hizo llamar a Chertok. Sabía que podía fiarse de él, se había mostrado como un fiel colaborador durante años. Le entregó unos documentos y le hizo unas precisas indicaciones que debían ser seguidas en su ausencia. «Todo irá bien», le espetó Chertov tras la breve charla. Serguei miró fijamente a su colega, intentando adivinar si se refería al programado lanzamiento del N1, del que habían estado hablando, o si simplemente trataba de impelerle ánimo ante su inminente operación. «Están reunidos», le comentó antes de abandonar el despacho.

Recorrió el pasillo portando su abrigo en el brazo. En su mano, una carpeta. Revisaría algunos cálculos y la planificación durante su convalecencia. O al menos esa era su intención. Abrió la puerta de la sala de reuniones. Todo el equipo estaba allí, alrededor de la gran mesa oval. Al fondo, los gráficos y esquemas del proyecto que él mismo había garabateado en la pizarra. Mishin, su mano derecha,  que presidía la reunión, le hizo una señal para que entrase. Haciendo caso omiso, les lanzó una única frase: «Prosigan, por favor, aún queda mucho trabajo por hacer». Antes de cerrar la puerta, pudo escuchar a uno de sus ingenieros más jóvenes: «Suerte, camarada». Este gesto espontáneo tocó la fibra más sensible de su cansado corazón.

Nunca se supo la causa real de su muerte, oficialmente se dijo que surgieron complicaciones al extirparle unos pólipos del colon.  En algunos círculos corría el rumor de que las entrañas del pobre Serguei estaban consumidas por un agresivo cáncer. Otros, los más reaccionarios, en petit comité dejaron caer que ni la elección del cirujano fue la más acertada ni los medios empleados los más adecuados. El caso es que el 14 de enero de 1966, a los 59 años de edad, el gran artífice y precursor de los viajes espaciales pereció en la mesa de operaciones.                   

Fue el propio Brezhnev el que decidió que el cuerpo fuera incinerado, y que sus restos fueran colocados tras una placa honorífica en el muro del Kremlin, junto al de otros ilustres héroes de la patria.  Pasaron, sin embargo, semanas hasta que los rotativos, por fin, revelaron la verdadera identidad de esta gran figura de la astronáutica, Serguei Pavlovich Korolev, el hasta entonces anónimo «Diseñador Jefe».


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