La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 14 de julio de 2019

LA CUEVA DE LOS ÁNGELES, por Eduardo Moreno Alarcón.



 Estaba ahí, frente al aprisco. El muchacho tenía un aire de ermitaño, tan delgado, tan curtido, tan poco hablador. Su vida se escurría solitaria, rutinaria y laboriosa. Vida sencilla. Vida heredada con los genes ancestrales. Compartía un techo humilde con sus padres, mayores pero aún fuertes: un viejo caserío en La Manchuela. Tenía varios oficios: pastor, granjero, agricultor. Faenaba en el huerto, cuidaba la granja, atendía a los animales.
Seguía ahí, esperando que las cabras se metieran en el cerco. El muchacho no tenía amigos. Difícil conocerlos cuando iba de año en año hasta el pueblito más cercano, a celebrar la romería.
El campo ata y libera. Es cárcel y santuario.
Por eso conversaba con los burros y las cabras, con el perro y las gallinas, con el gallo y las hormigas, con autillos y estorninos, y, a veces, con las aguas.
Recogido el rebaño, trancó la portezuela. Balaron las rumiantes sumisamente, agradeciendo la sombra. El sol de atardecida aún arrancaba llamas rojas a las piedras del aprisco. Las tardes estivales se alargaban con fulgor anaranjado.
El joven adoraba aquel instante de sosiego. De tregua diaria. Descanso merecido. Pequeña caminata y chapuzón.
Tomó el camino serpeante, polvoriento y pedregoso. Aquél que discurría entre plantíos, almendros y olivares, atravesando algunas huertas hasta dar con una rambla, la rambla de San Antón. Pasado este punto, se adentró en un monte bajo, plagado de tomillos y romero, bajo la sombra poco fresca de algún pino. Al cabo aparecieron depresiones, hondonadas del terreno, los tollos excavados por los cursos de agua clara. Orificios sobre el llano. Ruptura abrupta del paisaje.
El muchacho aquietó el paso, se enjugó el sudor de la frente y contempló aquel horizonte abierto al valle del Cabriel. Qué hermosa imagen. Qué hermosa luz de atardecer. «Siempre distinta». Avanzó unos metros y, con cuidado de no resbalar, se echó pendiente abajo. La rambla, al descender, iba emanando más frescor. Aliento vegetal que desprendían los roquedos tapizados por arbustos, hiedra y musgo rezumante. Conforme se adentraba en aquel tollo, las plantas se hacían dueñas del lugar.
Y al fin accedió al lago. Un lago pequeñito. Un paraíso refrescante en la llanura. Una pequeña rambla de agua cristalina originada por el curso de las lluvias. Lluvias encauzadas en riachuelos y otras ramblas, fuentes del lago que morían en el Cabriel. Desde antiguo, las ramblas dieron agua a los regantes de la zona. Humildes hortelanos.
Dejó sus abarcas sobre la piedra lisa y sumergió los pies, hasta los tobillos, en agua muy fresquita. A un lado, cantaba una cascada. Al otro, pared de roca viva. En esos instantes el pastor sentía una paz inmensa, esa serenidad que sólo da la armonía con la naturaleza. Metido hasta media cintura, notó el abrazo líquido. Dio unas brazadas. Por encima, entre abejeos y zumbidos, flotaba un polvo de oro.
Repentino, a su espalda, se oyó un ruido mineral; un roce pétreo, como si la roca se resquebrajara. Sobrevino un gran silencio, extraño y desusado. Enmudeció la cascada. Hasta los pájaros cesaron su trinar. Volvió el muchacho la cabeza… para quedar patidifuso. Una grieta vertical abría el peñasco en dos mitades. Amoscado, el joven se acercó hasta el borde de la cueva. Echó un vistazo dentro. Por delante, largo y sombrío, la insinuación de un pasadizo.
Se adentró un poquito más, algunos pasos.
Como por arte de encantamiento, en la gruta se filtraron los fulgores moribundos de la tarde, los rayos últimos del sol. Haces de cobre que, al fondo, revelaron una reja de hierro y, tras ella, una muchacha prisionera. La chica estiró los brazos hacia él. Con lágrimas suplicantes, le rogó que buscase la llave de piedra que abría la celda. «Pero ¿cómo es posible? ¿Quién te ha encerrado?».
—Una maga me apresó hace ya tiempo. Tanta es su envidia que arrojó la llave al fondo del lago para que nadie pudiese encontrarla. ¡Ayúdame, por favor, no queda mucho tiempo! ¡A la puesta de sol la cueva volverá a cerrarse! ¡Y no volverá a abrirse hasta dentro de diez años! ¡Aprisa, por favor!
Y el muchacho se lanzó buscando el fondo, buceando en busca de la llave. Descendió a lo más profundo: era como estar dentro de una campana de cristal. Defendido del mundo por una barrera líquida. Lo externo amortiguado, desleído. Afuera el lago, y arriba el cielo, lejano tras espejo de fría plata.
El lecho estaba turbio, y apenas había luz. Manoteó el lodo desesperadamente, pero sus manos tropezaban con guijarros y con líquenes. Ni rastro de la llave. Necesitaba aire. Más aire. Subía, inflaba sus pulmones y tornaba a sumergirse, una y otra vez. Las fuerzas se agotaban. El fango removido, la creciente oscuridad, la urgencia, todo jugaba en contra suya. La llave seguía sin aparecer. Amortiguados, llegaban a su oído los chillidos de la joven. Sollozantes. Desesperados.
El corazón le daba coces en el pecho. Le costaba mantenerse bajo el agua, a causa del esfuerzo repetido. El sol ya se ponía. El tiempo se agotaba. El joven tomó aire y buscó el fondo como un pez. Palpó de nuevo… y algo tocó. Parcialmente sepultada, creyó ver la gran llave. Hundió la mano y, aferrándola con fuerza, braceó con rapidez. Mas apenas tenía fuerzas para izarse. Arriba, la superficie se pintaba de morado. Apretó el puño e hizo un esfuerzo sobrehumano. Pero el aire se escapaba poco a poco por su boca. Se ahogaba. Con todo, no renunció. Siguió ascendiendo lentamente como un peso muerto. Nada oía salvo el pálpito en su pecho.
Cuando daba todo por perdido, dos luces blancas emergieron desde el lecho. Las luces le tomaron de los brazos impulsándole y sacándole del agua. Tendido sobre el barro, respirando agitadamente, logró recuperarse. Oyó los gritos angustiados de la joven, y el estruendo de las rocas que empezaban a sellar la gruta. No llegaría a tiempo.
Entonces las dos luces se trocaron dos figuras luminosas de indescriptible belleza. Ambas volaron a la boca de la cueva y, con sus manos refulgentes, etéreas, impidieron que la gruta se cerrase.
El muchacho se abrió paso hasta la celda. Abrió el candado con la llave y liberó a la prisionera.
Los dos abandonaron la caverna. Desde la orilla del lago contemplaron el ascenso de los seres luminosos hacia el cielo, como estelas de meteoros. Sus rastros se fundieron con la noche y las estrellas.
Para los jóvenes fue el comienzo de un amor que los unió ya para siempre.
Desde aquel lejano día, el paraje es conocido como la Cueva de los Ángeles. Son muchas las parejas que se bañan en sus aguas. Cuentan que en el lago hay energías amorosas que bendicen el cariño más sincero.
Y que, a veces, en las noches de verano, se ven luces.
Luces del alma. Así las llaman en el pueblo.

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