La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

jueves, 14 de marzo de 2019

MUSARAÑA, por Pedro Pastor Sánchez.


           

       No sabía si reír o llorar. Una tímida gota de sangre asomaba por la herida en su epidermis, resultado de rasgar el sobre con brío. Ya era hora de recibir noticias de la editorial. Pero la decepción fue grande al comprobar que el importe del cheque apenas podía cubrir las deudas que había acumulado en los últimos meses. Veinte mil miseras pesetas, y una advertencia: no habría más dinero hasta la recepción del borrador de la siguiente novela; y una fecha límite, tres meses, o se verían obligados a rescindir el contrato, con la consiguiente devolución de los importes adelantados. «Cabrones», masculló dejándose caer sobre un sofá atiborrado de ropa usada. Levantó y agitó varios botellines de cerveza que rodaban por la mesa, de ninguno pudo extraer jugo alguno. A su mente vino la imagen de Amanda, y sus últimas palabras antes de marcharse: «Ya no eres el de antes, Gustavo».
            Y tenía razón. Cuando por fin su sueño se cumplió, no tardó en mandarlo todo a la mierda. Aquel premio con su primera novela, el éxito llamando a su puerta por sorpresa, las entrevistas, los reconocimientos de crítica y público, incluso de sus propios colegas de profesión, un auténtico torbellino de nuevas experiencias entró en su vida. No supo asimilarlo. Se rodeó de gente interesada, moscones de distinto pelaje que se bebían su dinero sin escrúpulos. Luego vinieron las mujeres, tantas y tan fáciles, se convirtió en un auténtico crápula. Demasiado aguantó Amanda esa vida de excesos. Pero cuando el capital se fue acabando, después de casi un año, llegó también el olvido. La emergente figura de las letras tenía un contrato que cumplir, pero la vorágine se comió al genio, y éste, sin lámpara que frotar, se ahogaba en la botella.
            En aquella pocilga en la que se había convertido su céntrico piso era imposible dar un paso sin tropezar, ni mucho menos, pensar de forma ordenada entre tanto caos. En un momento de lucidez, se decidió a dar aviso a la portera para que le ayudara a limpiar y adecentarlo, ya se había encargado alguna que otra vez tras fiestas sin fin. Se aseó, tras muchos días de incuria. En el lavabo dejó los restos de una descuidada barba, y salió a la calle; al principió deambuló sin rumbo, luego sus pasos le llevaron a la puerta de la Real Academia de la Lengua. Quién sabe si, de forma inconsciente, se aproximó a la “casa de la palabras” buscando la inspiración en “los inmortales”, sillones ocupados por figuras veneradas de la literatura patria. En el pasado pensó que alguna de esas poltronas, algún día, sería suya, que se codearía con los maestros de la prosa y la poesía. Ingenuo. Del estrellato al “estrellado” solo había un paso. Era necesario que volviese la magia, que las palabras se combinasen en su cabeza de esa forma que ni él mismo entendía, que las frases brotaran como si de un manantial se tratase, a borbotones, ordenadas y melódicas.
            Cuando regresó al piso, parecía otro. Al menos, mobiliario y suelo volvían a estar a la vista, la cocina sin un solo cacharro. Jacinta todavía estaba allí, se afanaba en dejar expedita la mesa del despacho, sobre la cual su “Remington” esperaba ansiosa ser de nuevo aporreada, exprimidas sus teclas hasta la extenuación de las falanges. La papelera acumulaba hojas apenas mancilladas, arrugadas y arrojadas con desdén, fruto de la frustración. Esta circunstancia no pasó desapercibida para la mujer, que ya no cumplía los sesenta, y que, en un aparente acto filantrópico, se ofreció a ayudarle.
            —Perdón por meterme donde no me llaman, Don Gustavo— se dirigió al joven con extremada educación— pero a la vista de este montón de papeles, me da la sensación de que está pasando por un “bache creativo” —apostilló el final de la frase acompañándola de una mueca y un vaivén de cabeza.
            El joven no se tomó a mal este acto de intrusión en su intimidad. Muy al contrario, estaba cansado de contemplar las musarañas desde su silla, esperando que las musas preñaran su mente, así que cualquier ayuda, del tipo que fuese, sería bienvenida, tal era su desesperación. Le instó a seguir hablando.
            —Pues verá, yo conozco a una persona, es de por allí de mi tierra leonesa, que ha ayudado a otros como usted, que por lo que sea se han atascado y no se les ocurre de qué escribir. ¿Conoce usted a un tal José María Merino? Pues este señor, que me dijo mi amiga que tenía mucho talento, un día acudió a ella porque no sabía de donde sacar ideas para su nuevo libro. Pues fíjese que a otro año le dieron un premio importantísimo, por lo visto.
            Así, en una primera impresión, todo aquello le pareció a Gustavo un cuento chino, pero claro, aquella inculta estaba hablando del maestro Merino. ¿Y si la patraña ocultase algo de verdad? Inquirió:
            —Pero esa amiga suya, ¿tiene estudios? ¿A qué se dedica? ¿Y qué pide a cambio de “sus consejos”?
            La otra, sin dejar de menear el plumero, le respondió con desgana.
            —Ah, yo de eso no tengo ni idea. Si quiere, yo le doy su dirección, y va usted y le pregunta, y si se apañan, pues bien. Ya le digo que no será ni el primero ni el último que pasa por allí pidiendo ayuda.
            Esa noche, sobre sábanas limpias, estuvo sopesando la propuesta que le lanzó la portera. Seguro que aquello era una tontería, alguna aprovechada que quería sacar tajada de incautos con necesidades. Pero, por otra parte, ¿qué podía perder? Estaba totalmente bloqueado desde que se marchó Amanda, era ella su fuente de inspiración, la que corregía y releía sus escritos hasta que tomaban la forma definitiva.
            Al día siguiente, cansado ya de ver el folio en blanco, tomó la decisión. Buscó el trozo de papel con las señas que le garabateó Jacinta. No estaba lejos de allí. Se enfundó la gabardina y, viendo que empezaban a golpear unas gotas en las cristaleras, empuñó su paraguas verde aceituna, lanzándose escaleras abajo. En apenas quince minutos, bajo la pertinaz lluvia de otoño, llegó a las proximidades de un caserón decimonónico del barrio burgués. Comprobó de nuevo la dirección mientras la tinta se desleía en el papel bajo el impacto del agua. Debía de tratarse de una broma de Jacinta, aquel parecía ser el hogar de algún descendiente de la decadente nobleza palaciega. Le extrañó que tuviese una relación, ni siquiera remota, con alguien de su condición.
            A pesar de las dudas, ya que estaba allí, se propuso despejarlas. Tras la recargada reja, un amplio parterre algo descuidado, con buganvilla marchita, y un poliédrico entramado de yedra de diferentes tonos, desde el ambarino hasta el sinople, ascendiendo por el costado del inmueble. Una pequeña escalinata blanquecina le condujo a la puerta. No halló timbre, así que hizo uso de la aldaba en forma de lagartija de hierro. Al poco, una rendija se abrió en el umbral, y una joven con aspecto oriental le preguntó qué deseaba. Preguntó si era esa la vivienda de Doña Calíope, y al obtener respuesta afirmativa, se presentó y solicitó audiencia con su señora. Tras atravesar el recargado zaguán, ascendieron por peldaños de pulido alabastro hasta el piso superior, donde le conminó a que aguardara sentado junto a una ventana. El nublado dio una tregua y la luz inundó la estancia, por lo que pudo recorrerla con la mirada. Parecía que el tiempo se había detenido hacía décadas en aquel lugar. En derredor, una inmensa colección de objetos variopintos, relojes de pared y de mesa, jarrones y cerámicas, mobiliario de roble, una gran lámpara de araña colgando de un techo que ofrecía una composición al estilo renacentista pintada al fresco. La espera fue breve. De una puerta, a su frente, una sombra emergió sigilosa, tan solo acompañada por el repiqueteo de su bastón en el solado. La encorvada figura se aproximó y tomó asiento no sin dificultad en un sillón orejero anexo a una mesa camilla, a un par de metros escasos de donde él se encontraba.
            —Buenas tardes, Gustavo— le saludó la anciana con voz chillona. —Gracias por venir a visitarme, hace tiempo que no tengo una conversación interesante con nadie, espero que usted también obtenga lo que ha venido a buscar.
            Este recibimiento le pareció intrigante al joven escritor. ¿Acaso le había reconocido o intuía cual era su propósito?
            —Porque ha venido a lo que vienen todos, ¿no es cierto? Creo que podré ayudarle, no se preocupe, solo tiene que prestar algo de atención, el resto tendrá que hacerlo usted solo, pero confío plenamente en sus habilidades.
            Buscaba en su cabeza las palabras adecuadas para responder a la mujer, al tiempo que observaba su fisonomía. Los ojos hundidos y pequeños hacían resaltar aún más su prominente nariz. Su pelo corto y pardo y su escasa envergadura le conferían similitud con una musaraña campestre.
            —Buenas tardes, Doña Calíope— comenzó su alocución—. Antes que nada quería agradecerle que me haya atendido tan amablemente sin haber mediado cita previa. Efectivamente, tengo entendido que usted ofrece determinada “ayuda” a escritores que en algunos momentos encontramos dificultades para proseguir con nuestra carrera, ya sabe que las musas suelen ser esquivas en ocasiones. Ese es mi caso a día de hoy.
            —Entiendo— le respondió la septuagenaria—, ya le he dicho que no tiene de qué preocuparse, mis “niños” me avalan, y a poco que ponga en práctica su talento, el éxito no tardará en volver.
            Y mientras decía esto, señalaba con su artrítico dedo a la estantería que tenía tras de sí. Plagada de decenas de volúmenes, en sus lomos Gustavo pudo leer títulos de los más consagrados talentos de la literatura hispana de los últimos cuarenta años.
            —¿Quiere decir que conoce a todos esos autores?
            —Todos ellos se han sentado donde usted está ahora mismo, alguno de ellos en más de una ocasión. Pero sepa que solo estaré dispuesta a ayudarle, como a ellos, si acepta el pacto que le voy a proponer.
            «Ahora es cuando seguramente me pedirá dinero a cambio de contarme alguna manida historia, que habrá sacado de algún viejo libro olvidado, para que trague el anzuelo», pensó el autor.
            —Usted dirá, le escucho con atención—le contestó, a pesar de su incredulidad.
            —Es muy sencillo, joven, es una fórmula que será beneficiosa para ambos, ya lo verá. Si acepta la propuesta, mantendremos una larga charla en la que yo le relataré una historia. Si quiere, puede indicarme una temática que sea de su interés, intentaré adaptarme a sus necesidades. Podrá tomar las notas que considere oportunas. Cuando salga de aquí, la historia será suya, y le aseguro que es genuina, nadie podrá acusarle de plagio, en eso, permítame, tendrá que confiar en mí, aunque podrá hacer, obviamente, cuantas averiguaciones crea oportunas. A partir de ahí, como antes le decía, confío plenamente en sus facultades narrativas para darle forma a la historia. A poco afán que ponga, seguro que alguna editorial la encontrará suficientemente atractiva para su publicación.
            —¿Y dónde está su beneficio entonces?
            —Esta es la parte del pacto que tendrá que valorar antes de continuar. Confío tanto en sus capacidades literarias que estoy segura de que la obra será merecedora, antes o después, de algún premio en metálico. Pues bien, la mitad de ese premio, el primero que reciba la novela, tendrá que ingresarlo, digamos en un mes, en mi cuenta corriente. Pero hay un segundo requisito. Como ve, soy una persona con una movilidad reducida, no puedo valerme por mi misma, y preciso de la ayuda de otros para casi cualquier cosa. Pues bien, en algún momento, podré solicitar de usted que me haga un “favor”.
            Si ya la primera parte del pacto le parecía, cuanto menos, peculiar, este otro aspecto hizo que Gustavo dejara escapar una mueca mientra repetía las últimas palabras de su interlocutora.
            —¿Un favor, dice?
            —Por favor, no piense mal, no tiene nada que ver con la carnalidad, si es eso lo que le preocupa— y se rió a carcajadas como una chiquilla—. No, se trata de algo asequible para usted, no puedo ser más concreta ahora, dependerá de mis necesidades en un momento dado, pero llamémosle mejor un encargo, un recado, algo que hará usted en mi nombre, simplemente. A cambio, todo lo que estamos hablando aquí y ahora, será totalmente confidencial, nadie sabrá nunca nada sobre su fuente de inspiración.
            Si todo lo que decía la mujer era verdad, en ese momento entendió cómo podía permitirse ese nivel de vida, en esa estantería había visto más de un premio Cervantes, Planeta, Alfaguara o Café Gijón. 
            —Hay una cosa, en realidad varias, que me sorprenden de este “negocio” suyo. La primera es que, si tanto confía en la calidad de sus historias, no entiendo cómo no se dedica usted misma a escribirlas, así no tendría la necesidad de recurrir a nadie, podría obtener fama y fortuna propias. Y también me sorprende que confíe tanto en los que acudimos aquí. ¿Cómo sabe usted que, en el hipotético caso de que ganara un premio, le daría la mitad pactada?
            La señora esbozó una sonrisa antes de contestar al ingenuo que tenía delante.
            —Respondiendo a su primera pregunta, de entre las pocas virtudes que tengo, una no es precisamente la paciencia, ni tampoco poseo la habilidad para darle forma artística a mis pensamientos, creo que es mejor que sean los auténticos profesionales los que pongan su talento al servicio del noble arte de la escritura. Y sobre el otro tema, desde que entró aquí he tenido el presentimiento de que podía confiar en usted, parece una buena persona y no creo que fuese capaz de engañar a una anciana, ¿verdad? Y en cualquier caso, sabría donde encontrarle, sé donde vive...
            Gustavo cayó entonces en la cuenta. Jacinta se había encargado de ponerla en antecedentes, tanto de sus dificultades económicas como de la necesidad de entregar material a la editorial.
            —¿Alguna otra pregunta antes de que tome una decisión?—inquirió la añosa mujer.
            —Solo una más. Aparte de estos libros, de los que dice ser, de alguna forma, coautora, supongo que tendrá una amplia biblioteca, o habrá leído mucho a lo largo de su vida, o es que su imaginación es muy fértil y es capaz de ver una historia en una simple anécdota. Con esto quiero decir, en resumidas cuentas, que si a la mayoría de los mortales nos cuesta horrores encontrar un tema para que, a base de esfuerzo, lo convirtamos en una novela, ¿de dónde saca usted las historias?
            —Joven, eso sería entregarle la gallina en lugar de venderle los huevos, ¿no le parece? Sí le diré que normalmente se menosprecia la sabiduría popular, y no necesariamente los más leídos son los que conocen historias más interesantes, hay otros mundos y otras formas de contar que pasan inadvertidos para la mayoría. No se imagina la cantidad de cosas que se pueden aprender en cabañas de pastores, o a la lumbre de un filandón...
            Por un momento se hizo el silencio. Efectivamente, era una pregunta absurda, sería como pedirle a un mago que desvelase el truco.
            Gustavo pensó de nuevo en las veinte mil pesetas y en lo poco que le iban a cundir, y sobre todo, pensó en esa cuartilla que no terminaba de manchar con la cinta de su vieja Remington, suspiró profundamente y finalmente verbalizó su pensamiento:
            —Acepto el trato.
            —Bien, sabía que lo haría. No se arrepentirá, ya lo verá. Pero antes de empezar, deje que le ofrezca algo, un café, o tal vez prefiera un refresco. Y no rechace los frijuelos, están exquisitos...
            La tarde se prolongó por más de dos horas. Tiempo durante el cual, absorto, Gustavo escuchaba cómo le relataba una suerte de historias entrelazadas, perfectamente hilvanadas, como tejidas por una meticulosa araña, y que terminaban en un final impactante. A pesar de la tosquedad formal y del lenguaje sencillo de la dama, le pareció que los personajes estaban perfectamente dibujados, dotados de gran fuerza y dinamismo. Desde un primer momento, vio que con este material había posibilidades de construir una narración que pudiera ser atractiva para un amplio público.
            Terminada la velada, se despidieron afectuosamente, indicándole Doña Calíope que, con un poco de suerte, volverían a verse de nuevo para celebrar su éxito compartido.
            Las siguientes semanas fueron frenéticas de trabajo. El constante martilleo de las teclas sobre el papel, a todas las horas del día, resultaban un calvario para sus vecinos, pero no disponía de mucho tiempo, y la verdad es que Gustavo estaba disfrutando dándole forma a aquella historia tan compleja, viendo nuevos matices en los personajes y tramas que enriquecían el relato primigenio. El estro había vuelto a su lado, las palabras volvían a entrelazarse con suavidad, abrazadas unas a otras, formando una cadena armoniosa.
            Antes de cumplirse el plazo marcado por la editorial, les remitió su borrador. Sabía que lo que acaba de escribir era bueno, pero no imaginaba hasta que punto. Inmediatamente le remitieron un segundo cheque, y le felicitaron por el texto, indicándole que, antes de publicarlo, lo mandarían a uno de los más prestigiosos premios literarios, confiaban plenamente en su calidad.
            Llegó la primavera, y con el fallo, se cumplieron los pronósticos, pasando de besar la lona a encumbrarse a uno de los más altos pedestales. Los titulares y reseñas eran constantes en todos los medios: «La promesa es ya una realidad». La publicación de la novela premiada empezó a agotarse al poco de llegar a las librerías, siendo necesario preparar una segunda edición.
            Entre presentaciones y reconocimientos, Gustavo perdió la noción del tiempo. Habían pasado dos meses desde que recibió el afamado galardón. Tenía ya apalabradas un montón de visitas por toda la geografía nacional para firmar ejemplares de su obra cumbre. Y además estaba ocupado con el traslado a su nueva residencia, un coqueto chalecito cerca de la sierra en el que poder concentrarse en sus nuevos proyectos.
            Aquella mañana del recién estrenado estío, como cualquier otra mañana, subió a su coche con la intención  de acercarse al pueblo serrano, comprar una viandas y departir con los paisanos, había encontrado un placer especial en escuchar a los más ancianos contando viejas historias, le resultaban interesantes. No había advertido que estaba siendo seguido por otro automóvil a una distancia prudencial, la suficiente como para que, entre curva y curva, no pudiera verlo en su espejo retrovisor. Al llegar al regato aminoró la marcha, allí el puente era estrecho y había que fijarse por si algún vehículo venía de frente. Al atravesarlo, de improviso, perdió el control al sentir un impacto por la parte trasera. Trató de controlarlo pero el último volantazo le llevó a colisionar lateralmente contra el quitamiedos, saliendo rebotado hacia el otro lado de la calzada, hasta que el coche quedó parado, humeante, en el carril contrario.
            En el hospital le trataron de sus heridas. Allí pasó una buena temporada, aparte del fuerte golpe en la cabeza y magulladuras, tenía una costilla fracturada. Desde el principio dijo que había sido embestido por otro vehículo, que no fue un accidente, sino algo premeditado, y pidió a las autoridades que investigaran el asunto. Pero no encontraron ni huellas en la calzada, ni restos de faros o pintura, ni testigos que dieran fe de aquella versión, por más que Gustavo sostenía que alguien se acercó a su ventanilla para decirle algo.
            Lo que no les contó es que lo que creyó entender de aquel mensaje era: “Paga tu deuda, compañero”. Ni que pensaba que conocía a su agresor. Podría jurar que aquel rostro era el de el último ganador del Premio Nacional de Poesía. La musa-araña había movido los hilos necesarios para que su presa no se escapara.

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