No sabía si reír
o si llorar. Ahora era tarde. Ya estaba hecho. La había cagado pero bien. ¿Qué
tendrá lo prohibido que nos atrae como boñiga a los moscones? Advertido estaba,
desde luego. No sería por ignorancia. Ella lo había dejado bien clarito desde
el principio. Fue lo único que le pidió antes de casarse. Una sola condición
que a él le pareció una tontería; un caprichito femenino. Un secretillo
pasajero, acaso para hacerse la interesante. Pero no. Pasó el tiempo y ella prosiguió
con su costumbre (para él manía) a rajatabla: los sábados, indefectiblemente,
dormían por separado. Ella se iba a otro cuarto donde él tenía prohibido
entrar. Alcoba que además tenía cerrojo.
El resto de los
días, salvo los sextos, cohabitaban sin problema, como cualquier otra pareja.
Ella no quiso
dar detalles. Él aceptó las condiciones. Antes o después se cansará, pensaba él.
Pues no. Todo siguió inamovible. Sábado tras sábado, aquel ritual se reprodujo como
el ciclo de la luna y las mareas.
El problema fue
que a él le dio no por pensar, sino por malpensar. Por recelar y por buscar
tres pies al gato. Ahí se estancó su pensamiento. Entró en un bucle como el
burro que mueve la noria. Venga a dar vueltas y más vueltas.
Al principio se
limitó a tentativas de espionaje, pegando la oreja a la puerta. Pero el
silencio le ponía más taquicárdico. Entonces llegaron los celos y, con los
celos, la paranoia, y con la paranoia, la gran cagada. En ese preciso instante,
se jodió el reino. De tal infortunio, aprovechando la ausencia de su cónyuge
(salió de compras regias a la plaza), citó al cerrajero. Violento y brusco, éste
hizo palanca e introdujo toda clase de objetos punzantes en el ojo de la
cerradura. No parecía un cerrajero pues sudaba, temiendo quedar huérfano de
sueldo, algo que nunca ha sucedido en el oficio. Aterrado, en suma, por
convertirse en el hazmerreír del gremio, tiró de arrestos y de copias. Al fin,
a pique del infarto, forjó una llave para el cuarto clausurado.
Llave en mano,
él aguardó la llegada del sábado como el diabético su dosis de insulina. No
podía más: o saciaba su curiosidad o reventaba. Que poca contención.
Total, que el
rey se fue por lana y salió trasquilado.
Y es que la vida
de palacio tiene eso. Que al final te cansas de todo. Te aburres y lo mismo te
da por abatir unicornios que por yacer con mandrágoras.
Último sábado de
marzo. La reina se encerró en sus aposentos, a cal y canto. No habían pasado ni
diez minutos y el monarca ya enfrascado con llave cerrajera.
Hurga que te
hurga hasta que abrió.
Y entró en la
alcoba iluminada por velorios. De pronto escuchó un ruido sospechoso. Temió
pillarla in fraganti con amantes
palaciegos. Mas lo que vio no puede describirse con palabras. O tal vez sí. Voy
a probar.
Dentro del
cuarto se agitaba un ser monstruoso, horripilante, un gran dragón.
—Anda que no lo
sabía —dijo el reptil con lengua bífida.
—Mujer, yo…
—Hala, pues ya
lo has estropeado todo. ¿Qué? ¿Estás ya satisfecho?
—Bueno, no creo
que sea para tanto. Si luego vuelves a tu forma humana, tampoco pasa nada, ¿no?
—¡Ahora no puedo
detener la maldición, tonto del culo! ¡Tendré que convertirte en carbonilla!
—¡Pero, mujer, no
te sulfures, a lo mejor el mago tiene algún…!
Ya no acabó la
frase.
La llamarada
virulenta calcinó estancias, tapices, almohadas, ujieres, cocinas, lacayos,
sirvientas, jardines, sillares, gallardetes, banderolas…
Balance del
incendio: ochenta hectáreas arrasadas. Seres torrados que se cuentan por
centenas.
La curiosidad
mató al gato y al monarca y a todo bicho viviente.
Moraleja de este
cuento: si no te dejan entrar, será por algo.
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