La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

jueves, 14 de marzo de 2019

DÉJAME ENTRAR, por Eduardo Moreno Alarcón.




 No sabía si reír o si llorar. Ahora era tarde. Ya estaba hecho. La había cagado pero bien. ¿Qué tendrá lo prohibido que nos atrae como boñiga a los moscones? Advertido estaba, desde luego. No sería por ignorancia. Ella lo había dejado bien clarito desde el principio. Fue lo único que le pidió antes de casarse. Una sola condición que a él le pareció una tontería; un caprichito femenino. Un secretillo pasajero, acaso para hacerse la interesante. Pero no. Pasó el tiempo y ella prosiguió con su costumbre (para él manía) a rajatabla: los sábados, indefectiblemente, dormían por separado. Ella se iba a otro cuarto donde él tenía prohibido entrar. Alcoba que además tenía cerrojo.

El resto de los días, salvo los sextos, cohabitaban sin problema, como cualquier otra pareja.

Ella no quiso dar detalles. Él aceptó las condiciones. Antes o después se cansará, pensaba él. Pues no. Todo siguió inamovible. Sábado tras sábado, aquel ritual se reprodujo como el ciclo de la luna y las mareas.

El problema fue que a él le dio no por pensar, sino por malpensar. Por recelar y por buscar tres pies al gato. Ahí se estancó su pensamiento. Entró en un bucle como el burro que mueve la noria. Venga a dar vueltas y más vueltas.

Al principio se limitó a tentativas de espionaje, pegando la oreja a la puerta. Pero el silencio le ponía más taquicárdico. Entonces llegaron los celos y, con los celos, la paranoia, y con la paranoia, la gran cagada. En ese preciso instante, se jodió el reino. De tal infortunio, aprovechando la ausencia de su cónyuge (salió de compras regias a la plaza), citó al cerrajero. Violento y brusco, éste hizo palanca e introdujo toda clase de objetos punzantes en el ojo de la cerradura. No parecía un cerrajero pues sudaba, temiendo quedar huérfano de sueldo, algo que nunca ha sucedido en el oficio. Aterrado, en suma, por convertirse en el hazmerreír del gremio, tiró de arrestos y de copias. Al fin, a pique del infarto, forjó una llave para el cuarto clausurado.

Llave en mano, él aguardó la llegada del sábado como el diabético su dosis de insulina. No podía más: o saciaba su curiosidad o reventaba. Que poca contención.

Total, que el rey se fue por lana y salió trasquilado.

Y es que la vida de palacio tiene eso. Que al final te cansas de todo. Te aburres y lo mismo te da por abatir unicornios que por yacer con mandrágoras.

Último sábado de marzo. La reina se encerró en sus aposentos, a cal y canto. No habían pasado ni diez minutos y el monarca ya enfrascado con llave cerrajera.

Hurga que te hurga hasta que abrió.

Y entró en la alcoba iluminada por velorios. De pronto escuchó un ruido sospechoso. Temió pillarla in fraganti con amantes palaciegos. Mas lo que vio no puede describirse con palabras. O tal vez sí. Voy a probar.

Dentro del cuarto se agitaba un ser monstruoso, horripilante, un gran dragón.

—Anda que no lo sabía —dijo el reptil con lengua bífida.

—Mujer, yo…

—Hala, pues ya lo has estropeado todo. ¿Qué? ¿Estás ya satisfecho?

—Bueno, no creo que sea para tanto. Si luego vuelves a tu forma humana, tampoco pasa nada, ¿no?

—¡Ahora no puedo detener la maldición, tonto del culo! ¡Tendré que convertirte en carbonilla!

—¡Pero, mujer, no te sulfures, a lo mejor el mago tiene algún…!

Ya no acabó la frase.

La llamarada virulenta calcinó estancias, tapices, almohadas, ujieres, cocinas, lacayos, sirvientas, jardines, sillares, gallardetes, banderolas…

  

Balance del incendio: ochenta hectáreas arrasadas. Seres torrados que se cuentan por centenas.

La curiosidad mató al gato y al monarca y a todo bicho viviente.

Moraleja de este cuento: si no te dejan entrar, será por algo.

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