La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 24 de octubre de 2020

LAS SEÑORITAS DEL BALCÓN, por Alicia María Expósito.

 



Creo que ya lo he referido en varias ocasiones: los primeros años de mi infancia fueron muy solitarios. Mi madre, que ya había perdido tres hijos, nos sobreprotegía a mi hermano y a mí, presa de un miedo constante a que cualquier día pudiese ocurrirnos alguna desgracia . Hasta los cinco años,  cuando inicié mis días escolares, yo apenas tenía ocasión de jugar con niños de mi edad. No por eso fueron años tristes. De hecho, en aquel tiempo se forjaron los mejores recuerdos de mi vida. Crecí rodeada de mimos, abrazos cálidos, nanas, coplas, cuentos a la hora de dormir, los libros de la habitación de mi hermano y las historias de guerra y martinicos que el abuelo me contaba, cuando venía a visitarnos los domingos después de misa de once.

Supongo que sin saberlo aún, por aquellos días empezaron a despertarse en mí el gusto por los libros y mi afición a inventar historias y versos.

Fui una niña con una imaginación prodigiosa y la falta de compañeros de juegos la suplía inventando escenarios dentro de mi casa, en los que bien podrían transcurrir aquellas historias que me contaban los mayores y que tanto me gustaban.

Mi lugar favorito, sin duda, era el desván. Los días nublados o lluviosos se convertía en la cueva de una bruja; con su enorme nariz, su verruga, su vestido negro y su escoba siempre detrás de la puerta. Por suerte, cada vez que subía a su cueva, ya me había ocupado de que la susodicha  hubiese salido al bosque en busca de hierbas y sapos. No me gustaba nada la idea de poder encontrarla, “por si acaso”  más que nada. Los días soleados, el desván se convertía en el torreón de una princesa que vivía rodeada de tules golosinas y tiovivos.  Pero la mayor parte de las veces, aquel desván, era la guarida de unos feroces piratas, escondite seguro para sus tesoros  conquistados a lo largo y ancho de los siete mares. Yo disfrutaba buscando por todos los rincones de aquella guarida lo que imaginaba monedas de oro:  y que no eran sino los botones de mis tías,  costurares en su juventud y que estaban esparcidos por todas partes. Pero lo que más me gustaba eran las fotos antiguas en blanco y negro de personas desconocidas para mí y a las que, inventándoles nombres y vidas, les convertía en protagonistas de mis historias increíbles.

La casa tenía un patio de luces, muy pequeño,  donde estaban todas las macetas de “pilistras”. En verano, a la hora de la siesta, el patio se convertía en una colina llena de pastos verdes, pastos que alimentarían al mejor rebaño de ovejas. Y …¿quiénes asumieron ese papel?...los caracoles. Pues si. Me convertí en la mejor pastora de caracoles. Los recogía las pocas veces que salía al campo con mi padre o mi abuelo. Recuerdo que una vez traje a casa unos cuantos que debían ser muy católicos, pues se tomaron al pie de la letra aquello de “creced  y multiplicaos”. A las pocas semanas el patio se llenó de caracoles que devoraban las hojas de las macetas en menos tiempo que decir amén. Mi madre, muy enfadada, recolectaba mis pequeños inquilinos, e incapaz de matarlos, los soltaba callejón abajo abandonándolos a su suerte. Pero poco les duraba la escapada, pues yo, al primer descuido,  los devolvía a sus soleadas praderas, dando gracias a Dios o a quien fuera  que mis pequeños amigos no tuvieran condición de galgos, pues no hubiese sido posible devolver a su lugar a mis “inquilinos forzosos”. Entre idas y venidas, erradicar aquella “invasión caracoril”  le llevó a mi pobre madre bastante tiempo, casi tanto como el que llevó acabar con  aquellas famosas plagas de Egipto.

Otro de mis lugares favoritos de la casa era el balcón, habitado por geranios de varios tipos y colores, además de una enorme hortensia y una pequeña maceta de claveles rojos. Los domingos de invierno, solo los que hacía sol, cuando mi madre  lo dejaba abierto por la mañana, el balcón ya no era  el balcón y se convertía, por arte de birlibirloque, en un hermoso salón de té. Allí acudían las señoritas más distinguidas del pueblo. Efectivamente, el geranio de color rosa era la señorita Isabel; el rojo, la señorita Paquita y así hasta tres o cuatro señoritas más cuyo nombre no alcanzo a recordar. Todas ellas muy distinguidas y de muy buena familia,  se presentaban ataviadas con pamela,  sombrilla y preciosos guantes de encaje. Siempre las acompañaba doña Hortensia, tía de la señorita Paquita, a la que por cierto, el chocolate con bizcochos había “estropeado” visiblemente su figura. Yo, como buena anfitriona, las recibía también con un hermoso vestido de domingo ( que no era sino el delantal de mi madre que por aquellos días me llegaba a los tobillos). . Pasábamos el rato conversando de cosas muy elegantes y muy finas. Llegada la hora de comer el encantamiento se esfumaba, como aquel del cuento de Cenicienta, y todo volvía a ser lo que realmente era.

A los cinco años, cuando empecé a ir al colegio, mis entrañables amigos se fueron quedando atrás , mezclados con innumerables recuerdos infantiles. Aunque es cierto que de vez en cuando, vuelvo a encontrarme, por casualidad, a la señorita Paquita o a doña Hortensia, a quienes  siempre dedico un afectuoso saludo impregnado de sol de domingo.

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