El bosque era un tapiz de musgos
irisados bajo el vaporoso rocío que las primeras horas esparcía, liviano, sutil
y resbaladizo entre la savia. El viento agitaba las ramas de laureles y
brezos enredando en su baile a
las yedras que abrazaban los troncos. Un
explosión de davalias horadaban las cortezas. Cientos de ramas nuevas se
soldaban entre sí cercando los troncos viejos que subsistían imponentes a esta
fiesta verde y milenaria.La umbría cobijaba al misterio.
Tras un recodo, el sendero del
Lomo de la Jara se retuerce. La humedad de la lluvia horizontal lo vuelve
resbaladizo. Y de repente, al fondo, entre los Guardianes Centenarios que
vigilan las cuevas de Toledo, el milagro navideño no sorprende a nuestra
protagonista. Mercedes sabía que el
viñátigo milenario florecería a destiempo, cumpliéndose así la profecía familiar,
trayendo a su memoria las palabras que su madre repetía. El árbol, majestuoso
pese a su corteza agrietada por los años, regalaba hojas nuevas desnudando las
viejas que dormían su sueño carmesí. Allí, en las axilas de las hojas
superiores, brotaban en inflorescencia de sus pedúnculos las diminutas flores
amarillentas que iluminaron los ojos maduros de Mercedes.
—Madre, cuánta razón tenías.
La vuelta fue una remembranza,
una sucesión de vivencias infantiles, historias de mujeres vecinas de los
valles de Aguere, que anduvieron por caminos de lecheras huyendo de los
fielatos hasta llegar a la Recova Vieja. Su madre y antes su abuela, aún sin
cantar el gallo, salían en comitiva desde la Cruz de los Álamos sin derramar
una gota de los cántaros que guarecían la leche en equilibro sobre sus sombreros
de paja. Un desfile de blusas blancas, largas enaguas, faldas negras y lonas de
caminar, a ratos cantando y a ratos en silencio, temerosas, espantando con
rezos sus miedos de brujas que acechaban por las enriscadas cumbres en busca de caminantes a quienes maleficiar. Luego, los
cazos, algunos con más agua que leche,
llamaban de puerta en puerta en la
ciudad desperezada.
La joven Candelaria acariciaba su
vientre redondo, henchido el delantal. “Será una niña”. Cuatro meses después, a
la vuelta del camino, en una cuneta, parió a Mercedes.
—Madre, en la plaza dicen que
eres bruja.
Candelaria hace una cruz en el
aire y sonríe a su hija que no para de bostezar.
—¿Qué te corto Mercedes?
—El mal de ojo.
—Yo te corto el mal de ojo, susto
o disgusto, pero no te lo corto con cuchillo ni con hierro martillado, sino con
la palabra De Dios y el Espíritu Santo.
—Madre, dicen que la abuela iba
en las noches de aquelarre al Bailadero de Anaga y que luego bajaba a bañarse
desnuda a la playa.
—Si te entró por la cabeza, Santa
Teresa. Por la frente, San Vicente. Por la nariz, San Luis.
Luego, Candelaria bostezaba y se
santiguaba.
—Diles que bruja no sea si en
Navidad florea.
Mercedes apresuró el paso. El
tiempo se había enredado entre los árboles y el sol del invierno se dejaba caer
tímido y placentero. Sus hijos habrían llegado ya. Debía prepararse para el
entierro.
—¿Qué dijo el viñátigo mamá?
Mercedes sonríe.
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