La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 14 de enero de 2020

NAVIDAD AL FILO DE LA POSIBILIDAD, por Gloria Acosta






El bosque era un tapiz de musgos irisados bajo el vaporoso rocío que las primeras horas esparcía, liviano, sutil y resbaladizo entre la savia. El viento agitaba las ramas de  laureles y  brezos enredando en su  baile a las yedras que abrazaban  los troncos. Un explosión de davalias horadaban las cortezas. Cientos de ramas nuevas se soldaban entre sí cercando los troncos viejos que subsistían imponentes a esta fiesta verde y milenaria.La umbría cobijaba al misterio.

Tras un recodo, el sendero del Lomo de la Jara se retuerce. La humedad de la lluvia horizontal lo vuelve resbaladizo. Y de repente, al fondo, entre los Guardianes Centenarios que vigilan las cuevas de Toledo, el milagro navideño no sorprende a nuestra protagonista. Mercedes sabía que  el viñátigo milenario florecería a destiempo, cumpliéndose así la profecía familiar, trayendo a su memoria las palabras que su madre repetía. El árbol, majestuoso pese a su corteza agrietada por los años, regalaba hojas nuevas desnudando las viejas que dormían su sueño carmesí. Allí, en las axilas de las hojas superiores, brotaban en inflorescencia de sus pedúnculos las diminutas flores amarillentas que iluminaron los ojos maduros de Mercedes.

—Madre, cuánta razón tenías.



La vuelta fue una remembranza, una sucesión de vivencias infantiles, historias de mujeres vecinas de los valles de Aguere, que anduvieron por caminos de lecheras huyendo de los fielatos hasta llegar a la Recova Vieja. Su madre y antes su abuela, aún sin cantar el gallo, salían en comitiva desde la Cruz de los Álamos sin derramar una gota de los cántaros que guarecían la leche en equilibro sobre sus sombreros de paja. Un desfile de blusas blancas, largas enaguas, faldas negras y lonas de caminar, a ratos cantando y a ratos en silencio, temerosas, espantando con rezos sus miedos de brujas que acechaban por las enriscadas cumbres en busca de  caminantes a quienes maleficiar. Luego, los cazos, algunos con más agua que  leche, llamaban  de puerta en puerta en la ciudad desperezada.

La joven Candelaria acariciaba su vientre redondo, henchido el delantal. “Será una niña”. Cuatro meses después, a la vuelta del camino, en una cuneta, parió a Mercedes.

—Madre, en la plaza dicen que eres bruja.

Candelaria hace una cruz en el aire y sonríe a su hija que no para de bostezar.

—¿Qué te corto Mercedes?

—El mal de ojo.

—Yo te corto el mal de ojo, susto o disgusto, pero no te lo corto con cuchillo ni con hierro martillado, sino con la palabra De Dios y el Espíritu Santo.

—Madre, dicen que la abuela iba en las noches de aquelarre al Bailadero de Anaga y que luego bajaba a bañarse desnuda a la playa.

—Si te entró por la cabeza, Santa Teresa. Por la frente, San Vicente. Por la nariz, San Luis.

Luego, Candelaria bostezaba y se santiguaba.

—Diles que bruja no sea si en Navidad florea.



Mercedes apresuró el paso. El tiempo se había enredado entre los árboles y el sol del invierno se dejaba caer tímido y placentero. Sus hijos habrían llegado ya. Debía prepararse para el entierro.

—¿Qué dijo el viñátigo mamá?

Mercedes sonríe.


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