La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 14 de octubre de 2014

Sutemi, por JULIA GARCÍA NAVARRO.


Desde que había llegado de Toronto, los días se habían llenado de presagio. Cada mañana, al entrar a una tienda, seguía el mismo ritual. Se perdía entre los pasillos llenos de objetos bellos e inútiles, pagaba el precio de su capricho con una tarjeta de crédito que leía Isabel Moyano, y la vista de su propio nombre la hacía sonreír. Al salir, a menudo creía percibir un olor familiar, pero sin alcanzar nunca a ver a su dueño. Por las tardes, Penélope recorría el bulevar interminable de Midosuji sin saber quién seguía a quién.

El metro de Osaka, con su carga nocturna de hombres ebrios y cansados, le había exigido cautela al entrar al vagón. Penélope rechazó discretamente el primer asiento libre que se le ofreció y terminó por acomodarse al lado de una mujer que hablaba por teléfono con tono solemne. Enfrente, dos estudiantes ponían texto en sus móviles con la ferocidad concentrada que sólo las adolescentes japonesas parecen capaces de mantener.

"Qué cosas tan extrañas son las manos", pensó como había pensado tantas otras veces mientras miraba a las chicas teclear. Tan comunes como insólitas, las manos le cautivaban. Manos con dedos que tan pronto forman un mágico alfabeto como, de repente, se transforman en las patas de un insecto grotesco. Manos grandes, manos toscas que matan; manos bellas que asisten al deseo. Penélope las había visto brevemente en el manillar de la bicicleta que la había rozado durante unos segundos en el bulevar. Reconocer sus manos y distinguir su olor le habían hecho acelerar el paso hacia la estación de Namba. Ahora, en cambio, el recuerdo del incidente le produjo alivio.

La ciudad se sofocaba en un verano prematuro. En su diminuto estudio en Minami, el calor húmedo la había castigado con dos noches de sueños como de fiebre de los que se despertaba ahogándose en sábanas encharcadas en sudor. A veces, sin poder dormir, en esas dos escasas horas en que los sonidos de esta ciudad se apagan y el silencio se adueña de la noche, Penélope había apoyado su mejilla en el suelo y había creído identificar ciertos pasos sobre la tierra.

El tren emergió de los túneles y las ventanillas se llenaron con las luces de la bahía. La mujer a su lado volvía a hablar por teléfono. Penélope sintió que su cuerpo temblaba ligeramente mientras admiraba una vez más a la ciudad que había elegido como trampa y como cebo. Y las luces de Osaka se reflejaron en sus ojos mientras sus labios se movían formando una sola palabra.

Encuéntrame.
La flama de julio deshacía la arcilla de los cerros. El sol la machacaba y la convertía en polvo amarillo; como harina sucia que se esparcía a espasmos, arrastrada por el viento que azotaba la ciudad.
El joven agente pensó que moriría asfixiado, y que el polvo de Guadix se mezclaría con el sudor de su cuerpo, convirtiéndolo en una escultura de barro, que quedaría hueca y ligera cuando sus restos se hicieran cenizas. Supo con certeza que nunca se acostumbraría a este primer destino.
Aquella macabra visión le hizo acelerar el paso, hasta que tuvo a la vista la vivienda que buscaba. La solitaria morera que presidía la placeta de entrada, le ofreció una sombra misericordiosa. Se tomó su tiempo para vencer la vergüenza de novato que le atenazaba siempre que tenía que llamar a una puerta y aprovechó para revisar la nota que le había dejado su superior.
“Venegas, vete a la dirección que figura en el expediente AGDT2876-HJ. Ha desaparecido una joven, una tal Isabel Moyano. Su familia es medio gitana, pero ha denunciado. No saben nada hace semanas. No sé si abrir instrucción o archivar, me da en la nariz que la chica se ha ido voluntariamente; Vete a su casa y tráete el ordenador que hay en su cuarto. Que te firmen la entrega y les dejas copia. Fisgonea y me cuentas.”
La fachada era una mancha blanca en el imponente cerro, con dos bocas cuadradas que se abrían hambrientas para dar luz y ventilación a la vivienda. No había ninguna señal de las subvenciones que habían asolado el barrio con cocinas y baños adosados a las cuevas. Aquella se había salvado. Evocaba un mundo troglodita, perdido en la memoria.
Era hermosa, digna en su pobreza. Manuel sintió la curiosidad de la primera vez. Nunca había entrado en una cueva. No localizó timbre ni aldaba y decidió golpear la puerta.
Sintió arcadas, presintiendo olor a espacio cerrado. 
La puerta se abrió y un chiquillo escuálido, de apenas once o doce años, le regaló una sonrisa. Su pelo era blanco.
Penetró en el zaguán de techo abovedado, dejando atrás el calor. El frescor de aquella cueva le hizo estremecer, le golpeo inesperadamente. La visión de un pasillo, cuyo final no podía verse, le dejó estupefacto.
—Venga. Le enseñaré la habitación de mi hermana. Le gustará, a todo el mundo le gusta. Se la regaló mi padre cuando terminó el instituto.
—¿Se la regaló tu padre?
—Sí, la picaron a mano, él y Juan Ranas. Sacaron más de ocho mil sacas de tierra para que Isabel pudiera tener vistas a la catedral y la sierra, en la parte alta del cerro. Ya nadie lo hace así, pero mi padre dijo que allí no se podía meter la máquina.
—Está bien, enséñamela. Por cierto ¿Cómo te llamas?
— A nadie le gusta mi nombre. Cada uno me llama como puede. Tú, llámame como quieras.

Nadie la vio abrir la puerta corrediza. En el descuidado callejón donde había alquilado su estudio no había más luz que una pequeña farola que se encendía al atardecer y titilaba toda la noche. En el interior, una única habitación rectangular. “Roku-jo no heya”, la dueña le había dicho orgullosa: seis tatami.
Penélope prendió el ventilador y abrió su única ventana. Nada podía verse desde ella, pero la luz del callejón le bastaba para distinguir los escasos objetos a su alrededor. Se quitó la blusa. En el lavabo desencajado refrescó su cuello y lavó sus pechos pequeños. En el espejo, su imagen parpadeaba al ritmo de la farola.
El rostro de su última existencia le cautivaba. Más que ningún otro cuerpo que hubiera habitado, la piel oscura y los ojos descomunales de Isabel Moyano, le recordaban a quién ella fue un día. Penélope sabía que ser capaz de recordar era el signo de nacer de nuevo. Sin vacilar, entró otra vez en el laberinto de la memoria que los dioses le habían alzado como castigo.
¿Cuántas veces había existido desde la noche en que abandonó Ítaca? ¿Cuántas mujeres había sido? Recordó bien la primera vez que despertó del dulce sueño de la inexistencia. Fue la hija de un mercader de vino en la ribera del mar Negro donde Jasón navegó en el Argos buscando el vellocino del oro. Después, también fue un jinete que en las llanuras de Mongolia domaba caballos de patas cortas y corazón inquieto. Antes de ser la niña que despertó en Guadix y la miraba ahora desde el espejo, Penélope fue otras muchas; también una mujer menuda que vendía pasteles en una confitería de Japón.
En su continua transformación, el amor por las ciudades había terminado apoderándose de su espíritu. Las hermosas vistas de la Vega de Guadix y las cumbres de Sierra Nevada calmaron su deseo un tiempo, pero Penélope ya no sabía soñar sino de las luces de la noche, el aroma del gentío, el sonido de miles de corazones latiendo en los bulevares de Osaka.
¿Había amado a Ítaca realmente alguna vez? Hacía siglos que había comprendido la respuesta. Quizá había amado su propia imagen como la esposa irreprochable de la que todo se esperaba. Pero no a Ítaca, no a esta isla que la ahogaba lentamente dentro de sus estrechos confines. La noche llegó en que no pudo continuar trabajando en su madeja. Sus manos ya no eran sus manos, sino dos arañas que tejían la misma red que la aprisionaba.
Soñó con el mundo extraordinario que se adivinaba a través de las aguas, con gentes feroces y bellas, de costumbres terribles y exquisita hospitalidad; con mapas que llenar con su propia geografía.
Esa misma noche, hacía miles de años, había caminado al puerto para embarcarse en un pequeño velero. Aunque no sabía aún de la crueldad de su venganza final, ya sentía cómo los dioses urdían su desquite. Comprendió que los viejos dioses griegos no permitirían a los poetas relatar su abandono de mujer y madre; que la historia de Ulises se escribiría para asegurar el deleite de generaciones futuras, relatando el regreso feliz del héroe a los brazos de su esposa amante.
Ulises…
Mientras miraba a Ítaca por última vez, Penélope había pensado en él. “A ti sí te he amado siempre. Búscame tú ahora, Ulises. Yo también necesito mi odisea.”
En el diminuto estudio del barrio de Minami, la muchacha de Guadix se sentó a esperar.
Manuel Venegas avanzaba, de la mano del niño, por el gigantesco pasillo que ascendía a través del corazón del cerro. Un olor a verbena en primavera se percibía cada vez con mayor intensidad. Cuando se abrió la puerta que daba acceso a la habitación de Isabel Moyano, Manuel creyó que se ahogaría con aquel perfume tan intenso. El pequeño leyó sus pensamientos. Corrió raudo a abrir los postigos de las dos ventanas, que presidian la habitación, precipitándose a vistas imposibles de creer.
Se trataba de un hueco casi natural, en el que todo era curvo. Se percibían las irregularidades del picado a mano, embellecido por el blanco deslumbrante de la cal viva. El techo era una bóveda, abierta al sol por una chimenea cenital, cegada en cristal. Un cañón de luz penetraba por ella, y se estrellaba contra el suelo blanco de cemento pulido.
 En aquel lugar no había absolutamente nada, salvo una cama, un ordenador y un libro mil veces leído. Manuel Venegas lo dejó abrirse solo. Leyó el párrafo subrayado:
He amado a cada mujer que me trajera un recuerdo de ella; por la bondad inteligente a unas; por la mezcla de madurez y alegres chiquilladas a otras; por la voz y la risa escandalosa, a alguna más. Hubo una vez en que creí amar a una mujer recién salida del mar, confundido por el olor a verbena de su bronceador. Pero nunca he vuelto a amar para siempre. Nunca he encontrado todo lo que ella era, en una sola mujer.
Si ella volviera a existir, jugaríamos de nuevo al juego de nuestra infancia. He soñado mil veces que se esconde en una ciudad lejana y desconocida. Es un lugar con mil olores, en el que es difícil seguir el rastro del perfume que desprende.”
Manuel miró la portada del libro. El último best seller de Fabián Flint. Manuel no lo había leído, y asumió que no tendría más remedio que hacerlo.
—Dime una cosa pequeño. ¿Tú hermana hacia algo especial últimamente?
—Sí, le dio por leer este libro.
—¿Algo más?
—Visitaba a menudo la tumba de una señora que murió hace mucho tiempo y que no conocemos de nada.

—Esa información es confidencial. Lo único que puedo decirle es que el señor Flint fue dado de alta recientemente.
—Gracias.
Penélope salió de la clínica en la avenida de Spadina. Aunque la breve conversación la había desanimado, el trasiego de la calle en un día tan hermoso levantó su espíritu de inmediato.
Pensó que Toronto es una ciudad que engaña los sentidos. Una ciudad gris con un corazón en llamas. En invierno, el viento gélido del Ontario asola la ciudad y todos sus seres vivos parecen descender bajo la tierra. La ciudad no los ve en meses, pero los intuye en sus entrañas, fundidos en un abrazo, soñando con esta primavera de espléndida promiscuidad.
Deleitándose en la temperatura perfecta, dejó atrás los edificios de la universidad y caminó hacia Chinatown. Al llegar cerca de Kensington Market, disfrutó del delicioso aroma de aceites y especias. Paró en seco porque recordó algo de importancia. Flint había escrito en sus libros sobre varios encuentros en un restaurante, Ka Chi, en Dundas Street. Valía la pena comprobarlo así que se encaminó hacia allí. No le sorprendió en absoluto encontrar el restaurante con facilidad. Hacía ya mucho que no era el escondite el juego al que se entregaban.
Eran sólo las cinco. Decidió esperar fuera a cierta distancia. Penélope hubiera esperado días, pero Flint apareció en menos de tres horas.
Ka Chi la recibió con un punzante aroma de ajo y hojuelas de pimiento. Era un lugar adorable con la mitad de las mesas ocupadas por familias coreanas que brindaban y reían comiendo carne picante.
Flint estaba sentando en una esquina, cerca de la ventana, sin perder de vista la puerta de entrada. Penélope no se alarmó. Flint no podía reconocer su rostro y los olores del restaurante mantenían el de ella a distancia. Se sentó en una mesa desde donde podía verlo claramente y pidió pasteles de kimchi y un vaso de soju a un camarero muy guapo.
Flint estaba ya comiendo. Adivinó que había pedido bibimbap por el gran cuenco en frente de él y sus movimientos tratando de mezclar el arroz con los otros ingredientes. Flint recorría el restaurante con su mirada ansiosa y parecía tener dificultades con los palillos. Miró hacia sus manos. No podía usar los palillos bien, porque temblaban sin control.
Penélope se compadeció. Había visto cómo esas manos le quitaban la vida, pero no pudo evitar conmoverse. Este escritor quebrantado, incapaz de capturar arroz, albergaba al héroe cuyas hazañas los hombres habían cantado siglo tras siglo.
Flint se rindió, puso los palillos en la mesa y se tapó el rostro. Penélope notó que intentaba calmar su respiración. Entonces abrió una bolsa de plástico que tenía bajo el asiento. Sacó un juego de agujas y lo que parecía ser la manga de un jersey a rayas. Lentamente, se puso a tejer. Al principio, con torpeza, pero cada vez con más fluidez. Penélope comprendió que, probablemente, le habían enseñado a hacer punto en la clínica.  
Sin poder apartar la mirada de él, Penélope contuvo las lágrimas y se tapó la boca con una mano.
—Aquí no nos reímos del señor Flint. No está bien. Es un amigo de esta casa y un hombre bueno. —La voz del camarero la sobresaltó.
Penélope no se molestó en aclarar la confusión.
—Tiene usted razón. ¿Podría hacerme un favor? Dele esta nota al señor Flint de mi parte.
Tomó una de las servilletas de papel y escribió “Perdóname” en grandes letras. Entonces cerró la mano y mantuvo el papel en contacto con su piel, por unos segundos, antes de dárselo al camarero.
Dejó la cuenta en la mesa y salió con rapidez. Desde el exterior, vio a Flint hablando con el camarero. Apuntaba con el dedo hacia dónde ella se había sentado. Entonces el camarero la vio por la ventana y la señaló. Flint la miró confuso un momento y entonces bajó su mirada a la servilleta en su mano.
Cuando alzó los ojos, vio la espalda de una mujer alejándose por Dundas Street.
Entre los papeles arramblados en un cajón de la cueva, Manuel localizó el justificante de compra de un billete de avión a Toronto, con salida desde Madrid, Barajas. Allí no había caso. Todo indicaba que la joven había abandonado su tierra natal voluntariamente.
A pesar de todo, Manuel sintió una mezcla de curiosidad y sentido del deber. Pidió al niño que le acompañara a visitar la tumba, de la que le había hablado.
Llegaron al cementerio, apenas unos minutos antes del cierre. Un monje anciano descendía por un camino escoltado de cipreses. Se dirigía hacia la puerta de entrada. Sus manos se ocultaban en las amplias mangas del hábito franciscano de arpillera. Los Hermanos Fosores del cementerio de Guadix, sumaban a los votos habituales, la promesa de dedicar su vida al cuidado de los muertos. Aquel hombre parecía llegado de otro tiempo.
—¿Chiquillo, cómo está tu hermana? ¿La habéis localizado ya? – la voz del monje lleno de ecos el camposanto.
—Aún no. He venido con un policía. Me ayuda a buscarla. No es de aquí. Se llama Manuel Venegas y quiere ver la tumba.
—Permítame cerrar la cancela, y les acompaño.
—No hace falta, podemos volver otro día. — Replicó Manuel.
—Insisto, lo hare encantado. Le gustará la visita, con todo el cementerio para usted solo.
Caminaron juntos hacia el tercer patio. El monje se retrasaba mientras el rapaz zigzagueaba sin parar entre las tumbas, hasta detenerse en una hermosa sepultura. La lápida era una inmensa losa de mármol. No había ninguna cruz, solo el nombre, Elvira Expósito, y un texto:
“Si verdaderamente es Ulises 

que vuelve a su casa, nos reconoceremos mutuamente; 
pues tenemos señales secretas para los demás

que sólo nosotros dos conocemos."

Manuel miro al chiquillo, buscando respuestas.
—Mi hermana decía que rezaba porque Elvira había muerto al mismo tiempo en que ella nacía. Yo la creía porque esa fecha de la tumba es la de su cumpleaños y nunca le pregunte nada.
—Y quién era esta mujer, ¿tú lo sabes?
—No tengo ni idea.
Manuel miró al monje.
—¿Y esta inscripción?
—Algunos versos de La Odisea.
—Lo sé. Pero poner esta inscripción en una sepultura. No parece algo común.
—Elvira Expósito no era lo que se llama una joven muy común.
—Así que usted la conoció. ¿Le importaría…
—¿Contarle de ella? —el monje lo interrumpió—. No en absoluto. Sentémonos, por favor. Tú también, criatura.
Tomaron asiento y Manuel ofreció al anciano un cigarrillo, que este rechazó amable.
—Sí conocí a Elvira. Vivía en una casa de color rosado en la puerta alta. Una niña simpática y aventurera a la que le gustaba correr por todas partes con un niño que se hizo su mejor amigo, Fabián Flint.
—Ese no es un nombre corriente. ¿No me irá a decir que era el escritor?.
—Sí. Solo que entonces era solo un niño más de la plaza de las Palomas. Era el hijo único de un canadiense que trabajó en las minas de Alquife y acabó instalado aquí. Eran muy buenos chicos los dos; el estudiaba en la Escolanía y ella en las monjas de la Presentación. —El monje cerró los ojos, buscando en la memoria. —Eran los mejores amigos. Cuando no estaban en la escuela, se pasaban las horas jugando. Lo que más les gustaba era el escondite. Hacían del pueblo su territorio. A menudo, hasta venían al cementerio. Elvira se escondía detrás de las lápidas, pero él la encontraba siempre. Se supone que los debía echar por respeto a esta tierra sagrada, pero me daba alegría escucharlos reír.
—Sin embargo, cuenta todo esto con tristeza…
—Porque para sorpresa de todos, su historia terminó muy mal. Cuando estaban por terminar la secundaria, él le quitó la vida.
—¿El chico la mató? 
—Nadie lo pudo entender. Una locura. Asfixia y varias costillas rotas. La abrazó hasta matarla.
—¿Qué pasó con Flint?
—Homicidio con la atenuante de trastorno mental. Pasó unos años en el Hospital Psiquiátrico de Granada, y al parecer fue allí donde empezó a escribir. Más tarde, se trasladó a Toronto de donde era su familia. Sabemos de él por sus libros, pero nadie lo ha vuelto a ver. Esto es todo lo que le puedo contar.
—Ha sido usted muy amable.
Manuel se levantó. El niño se quedó sentado. No había dicho palabra durante la narración. El monje le tocó la cabeza y revolvió su pelo en un gesto de cariño.
Manuel miraba ahora a la tumba. Era difícil no captar su confusión. ¿En qué cuento de hadas se había metido? ¿Quiénes eran estos fantasmas de Guadix? Y este olor, este olor que mareaba, en la cueva, alrededor de esta tumba…
El monje comprendió.
—Usted también lo siente. Es el aroma de Elvira.
—¿De Elvira? No. Está en todas partes. En la casa de este chico, en el chico mismo, aquí. ¿Qué es este olor?
—Es el olor a verbena. ¿Qué más podría ser?
                             …
 
Flint permaneció en Toronto muchos días más. 
 
Se abandonó a su locura. Cada mañana peregrinaba al restaurante y ocupaba la misma mesa; temblaba cada minuto de la jornada. No podía comer y le resultaba imposible tejer. Cada hora en punto solicitaba consumiciones que no consumía. Pensó que era la única forma de pagar un precio justo por habitar aquel espacio en el que esperaba.
 
Cuando llegaba la noche, regresaba a la casa de ladrillo inglés, que había detrás del mercado. Ocupaba el lecho; insomne y loco, hasta el alba. 
 
Con los primeros rayos de luz, abría el viejo libro en cuyas páginas atesoraba la servilleta de papel, mientras sus labios murmuraban: Elvira. La música de las sílabas regalaba recuerdos a Flint; los sonidos de las campanas ahogados por carcajadas de juegos infantiles; la intensa emoción al encontrarla agazapada en una esquina de Guadix; el sabor a fruta de sus besos adolescentes; la sed inexplicable… 
 
Algunas veces su memoria le castigaba con el sonido de los huesos, quebrándose en un abrazo mortal. Ni una sola gota de sangre manchó la mortaja de algodón celeste que ella estrenaba.
 
Al décimo día, a punto ya de cerrarse las puertas de Ka-chi, Flint contempló la idea de ingresar en la clínica de nuevo.
 
—Perdóneme Señor Flint, en diez minutos cerramos. 
—Diez minutos serán suficientes, gracias. 
 
Sacó la manga inacabada del jersey a rayas. Comenzó a deshacerlo lentamente. Desgranaba los puntos y amontonaba hebras, de la lana rizada que iba liberando. 
 
Cada vuelta de labor deshecha, provocó un relámpago en la memoria perdida de Flint; se abrió una rendija en las puertas cerradas de su delirio: los altos edificios de Toronto se arrugaron, mutando en casas curvas de fachadas encaladas. Su casa de ladrillo inglés se convirtió en una de fachada rosada donde Isabel lo esperaba; escuchó su adiós y volvió a maldecirla. Comprendió que había un rincón oscuro en su alma. Un dolor tan inmenso como el océano, nacido en otra vida. 
 
La tristeza de Flint no se podía medir. 
 
El apuesto camarero que le velaba, en el local ya cerrado, se acercó:
 
—Perdone señor Flint, solo quedamos usted y yo. Tengo que cerrar. Debo decirle algo.
 
—Perdóneme usted. He perdido la noción del tiempo.
 
—Esa mujer morena me dijo una cosa cuando me dio la servilleta. Me pareció algo sin importancia y, en el momento, lo olvidé. Lo siento mucho. Creo que debe usted saberlo. 
 
—Se lo ruego.
 
—Me dijo que le preguntara si querría usted jugar otra vez al escondite. ¿Tiene algún sentido para usted?
 
                             …

Penélope sintió su presencia en las sombras y le habló desde la ventana.


—¿Eras tú en la bicicleta?
—Sí. Estaba peinando la zona de Namba y tropecé con tu perfume. No quise sobresaltarte. Echaste a correr.
—Entra, por favor. 

Abrió la puerta. El hombre cruzó el umbral y ella le invitó a sentarse en el tatami.

—Corrí por instinto. No siempre eres un ser pacífico. Y también porque quería que vinieras aquí. 
—¿Qué estamos haciendo aquí, Penélope?
—Dijiste mi nombre. 
—¿Qué otro nombre iba a decir? Tu rostro es diferente, pero sé quién eres. ¿Por qué ríes?
—Porque soy feliz. Yo también sé quién eres tú. ¿Cuándo te diste cuenta? ¿Cuándo despertaste, Ulises?
—Quizá comenzó antes, pero el viaje me despertó. Cruzar los mares por el cielo, para llegar aquí, me hizo recordar. Al bajar del avión, me escuché a mí mismo pronunciar un nombre a un oficial de aduanas, pero entendí perfectamente que Flint no era yo.
—¿Cuál es tu último recuerdo real de mí?
—Decirte adiós para marchar a Troya. 
—¿Y a tu regreso? 
—A mi regreso, no estabas. Te maldije.
—Y los dioses te escucharon, Ulises. Me condenaron a vivir desde entonces, saltando de cuerpo a cuerpo por la eternidad.
—¡Ah! Qué terrible condena, tu inmortalidad. Ocupar cuerpos hermosos, recorrer este mundo y contemplar las maravillas que los hombres han creado durante épocas...
—No te burles. No fue todo. También hicieron de ti el instrumento de mi castigo. Cada vez que nací, tú naciste conmigo. Para sentirme y buscarme desde Colchis a Guadix, para encontrarme sin reconocerme. 
—Penélope, no entiendo tus palabras y este lugar me aterra. ¿Qué estamos haciendo aquí?
—¿No reconoces este estudio? No, claro que no. Ese fue el precio eterno de mi odisea: saber quién eras tú, sin tú saber de mí.
—¿Hemos estado aquí antes?
—Sí, muchas noches. En 1961.
—1961 es tan sólo un número sin sentido para mí. No puedo recordar. 
— Al igual que no recuerdas cada vez que nos encontramos. En ciertas vidas, fuiste un pariente lejano, en otras un desconocido que se cruzó brevemente en mi laberinto. Varias veces, me quitaste la vida en un arrebato. Una vez, hasta fuiste mi hermano. Casi siempre, fuiste un amigo.
—¿Y no te reconocía? 
—Nunca. En ocasiones, me sorprendías con saber algo muy íntimo de mí. O te sorprendías tú de qué te conociera tan bien. Y nos reíamos juntos de estos misterios y yo te convencía de que sólo eran coincidencias. Tú reías más que yo.
—¿Quiénes fuimos aquí, Penélope?
—Aquí fuimos los amantes más tristes. Nada puede satisfacerme si tus ojos no saben quién soy.
—¿Fuimos amantes otras veces?
—Muchas veces. Siempre fue parecido; como tener sed y beber agua salada.
—Nunca fue así entre nosotros cuando éramos nosotros mismos, Penélope.
—¿Cómo era entonces?
—Como sumergirse en un río y nadar. Así era tener tu cuerpo en Ítaca.
—Así era.


Más tarde, mientras reposaba en sus brazos, él contempló la silueta de su cadera contra la frágil pared del estudio. Al levantar la vista, vio que Penélope tenía los ojos abiertos.


—¿Qué miras?— Preguntó ella
—El mapa más precioso.


Penélope rio y él la abrazó muy fuerte porque no había nada que hubiera echado de menos tanto como su risa.


—¿Por qué soy capaz de reconocerte ahora?
—No lo sé. Quizá los dioses se han cansado de mi agonía. O quizá ya se han muerto todos los dioses griegos. No importa. Ya no quiero pensar.
—¿Penélope no quiere pensar? Esto sí es nuevo. Tú siempre pensaste por los dos.
—Sutemi. 
—¿Qué es Sutemi? 
—Una palabra en Japonés. 
—¿Qué significa?
—Abandonarse, dejar de pensar, poner tus sentidos en el momento. Por eso, a veces se traduce como sacrificio, pero es más que eso.
—¿Dónde la aprendiste?
—Me la explicaste tú en esta habitación hace cincuenta y tres años, cuando fuiste Hiroki, el contable de Chiba Bank que se relajaba por las tardes practicando esgrima.
—Tienes tanto que contarme. 
—Ahora no. Estás hambriento. Te compraré pasteles y té.
—No te vayas. Escucha.
—Estoy aquí.

—Nunca debí maldecirte. Perdóname tú ahora, Penélope.
—Perdonar qué.
—Que no supiera ver que tú también tenías el corazón de un viajero.
—Duerme, Ulises.

                                                     

El murmullo de Osaka al despertar se hizo eco en el callejón. En el futón desmadejado sobre el tatami, Ulises emergió de su sueño con angustia. Recordó “Te compraré pasteles y té” y se serenó. Mientras terminaba de despertar, escuchó los pasos menudos y apresurados. Qué importa el cuerpo que habite; esos pasos siempre serán los de Penélope.
Se levantó para recibirla mientras ella deslizaba la puerta. La vio en el umbral, una bolsa en cada mano, el pelo cayendo sobre su cara, y se abandonó a un momento de ternura casi insoportable.
Y entonces ella le vio. Sus ojos se abrieron desmesurados y a Ulises se le paró el corazón.
Con abatida resignación leyó el mensaje de sus ojos. Comprendió que los crueles dioses griegos no habían muerto. No podían morir porque nada muere nunca, porque todo permanece en el tejido de este mundo. No mueren el sueño o la vigilia, no mueren la ausencia o el reencuentro, no mueren la dicha o la desdicha, y tampoco mueren nunca ni el deseo ni el dolor.
Ulises cerró sus ojos. El hombre que había mirado sin pestañear a los ejércitos griegos pintar con sangre las murallas de una ciudad asediada hacía tres mil años, era ahora un niño aterrado, con los ojos cerrados como única arma con que espantar monstruos en una noche oscura.
En su impuesta oscuridad, escuchó las bolsas cayendo al suelo mientras Penélope le gritaba:
—¿Quién eres y qué haces aquí?


La sombra de una estatua, cobijaba al niño de pelo blanco y al monje vestido de arpillera.
El parque era un desierto silencioso. La ciudad sesteaba.
El Talgo a Madrid ya había salido, a las cinco en punto; Manuel Venegas iba en el.
—¿Será capaz de encontrarla?
—Lo hará. La traerá de vuelta.
— ¿Qué haremos con Penélope, ahora que ha olvidado?
—Seguro que él nos regala ideas. —Dijo el niño, mirando la pétrea figura.
Los dos dioses griegos rieron juntos. Tomaron el libro de piedra de las manos de Alarcón, y se sentaron a leer; tranquilamente.  


FIN

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