domingo, 30 de octubre de 2022

FOTOGRAFÍAS, por Tomás Sánchez Rubio.

 


 

Ando viendo álbumes viejos

de descoloridas cubiertas ajadas,

hojas pegajosas

como la resina untuosa del tiempo,

y olor a sepulcros blanqueados

con el almidón de diversas

escasamente ejemplares

historias incompletas.

 

Son testimonios acurrucados

en eterna posición de defensa

que observan a la prole de su prole

desde los rincones

de las casas grandes, pequeñas

o de mediana edad.

Se han ganado el título

de supervivientes de mareas

y de épocas siempre mejorables,

o quizá no. Quizá sí.

 

Con sabor a estantería abandonada

a su suerte, a papel mojado

y a marcapáginas en forma

de rosas marchitas,

les hacen hueco a vidas

que caducaron hace demasiado,

como delicados paños de hilo

enterrados en la memoria.

 

En cuadrados desvaídos se reviven

pequeños dramas que juegan al escondite

con los abrigos de cheviot,

los jerséis de cuello alto 

y los pantalones anchos

que asoman bajo trencas

no aptas para la lluvia

del otoño de las cosas.

 

Resultan tan sumisas las fotos antiguas…

Fríamente dóciles como felinos

que admiten mirarte

a los ojos a cambio del cotidiano

pan y de tus abrazos.

 

Me he llevado toda la tarde

borrando las caras

de los protagonistas

a golpe de recuerdo,

con la muda banda sonora

del pasado martilleando

las sienes como una triste pérfida

canción de verano.

 

Los ancianos escupen refranes

cuando de nuevo miran al objetivo,

mientras ríen amargamente

con sus bocas desdentadas y sabias.

 

Los niños me disparan balas de corcho

con sus escopetas de plástico marrón y negro

y las niñas sonríen tímidas, casi en secreto.

Me enseñan sus vestidos

y sus muñecas nuevas,

náufragos insomnes

en todo un solemne océano de lágrimas.

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