Una reflexión
La pandemia nos
ha cambiado. Es algo que se nos revela como verdad indiscutible hasta en el detalle
más insignificante. ¡Ay, esos detalles insignificantes! Que le hablen sobre
variaciones mínimas al protagonista de “El ruido de un trueno” de Ray Bradbury,
cuando, tras pisar sin querer una mariposa prehistórica, la vuelta al futuro no
va como esperaba y comprueba cómo el mundo que había dejado cuando emprendió su
viaje al pasado resulta ser desconcertantemente distinto en determinados
aspectos que luego resultan decisivos. Un sinfín de pequeñas discordancias en
su regreso le advierten de las fatales consecuencias del atrevimiento de haber
trastocado las reglas del espacio y del tiempo. Nosotros no motivamos la
pandemia. Tampoco es la nuestra una realidad de proporciones tan pequeñas como
una mariposa. Pero el relato de Bradbury sí tiene en común con el relato de
nuestro presente lo relativo a las muchas mínimas variaciones de muy diverso
tipo que la pandemia y sus derivadas han provocado en nuestras vidas y que nos
llevan a esa frase con la que arrancaba: la pandemia nos ha cambiado.
Aquellos meses
de encierro, de inquietud y desesperanza alteraron nuestra idea del paso del
tiempo y la del valor del espacio. El primero perdía sentido, pues que fueran
las diez de la mañana o las cuatro de la tarde, en una agenda embargada, era
intrascendente. Además, ante un virus de comportamiento imprevisible en el que
quién vivía y quién se infectaba o moría se escapaba de cualquier lógica médica
y humana, convivían en nuestro ánimo el carpe diem y el memento mori.
Exprimir con entusiasmo cada instante o resignarse ante nuestra efímera existencia,
ante nuestra inexorable caducidad eran posturas que adoptábamos indistintamente
y sin pestañear. Por otro lado, el espacio, al asumir tan múltiples usos,
desvirtuaba el significado que le teníamos reservado. La pandemia, por tanto,
hizo saltar por los aires nuestras coordenadas de espacio y tiempo y nuestro
ser y estar en el mundo quedaba en suspensión. Fue un momento propicio para las
distopías, no ya las literarias, las cinematográficas, sino las que le oíamos
al vecino de balcón, las que leíamos de este y aquella que comentaban en redes
sociales, lo que veíamos en nuestro reflejo en el espejo.
Ahora que
estamos retomando viejas rutinas, que estamos volviendo a antiguas costumbres,
comprobamos que una parte nuestra sigue perdida en aquella falta de ejes a los
que asirse y suena en ese ingrávido espacio un eco: la más que sospecha,
certidumbre, de que no seremos nunca más los que éramos antes de febrero de
2020.
Antes de que
todo empezara y nos cambiara para siempre, yo encontraba paz visitando
cementerios. Templos de calma a una y otra orilla. Y sí, si la pandemia ha modificado
algo en especial, ha sido nuestra percepción de la muerte y el sonido del
silencio.
En mi reciente
visita al cementerio donde descansan mis seres queridos salieron a mi encuentro
sensaciones nuevas. Naturalmente pensé en los muertos no llorados, los
familiares no abrazados, los duelos no cerrados por las restricciones impuestas
por las circunstancias pandémicas. Pero hubo algo, mucho más. Me iba deteniendo
ante las tumbas de mis abuelos, de tíos, de parientes, de amigos, de conocidos.
Junto a mi madre, que me acompañaba, intentábamos comentar algo sobre ellos a
modo de flores que dejar para honrar su memoria. Entonces me di cuenta de algo.
De que no caben en el nicho ni en unos pocos minutos todas las vivencias que
nos unen a ellos. El peso del silencio, el calibre de lo que la muerte terrenal
significa, que cristalizan en la tristeza, la ausencia, la nostalgia vienen por
ese enorme, insalvable desajuste entre el espacio y el tiempo.
Es tiempo. Nos
falta tiempo para recuperar todo lo que fueron, para hacer un retrato fiel de
ellos con palabras.
Es tiempo. El
que pedimos, inútilmente, para esa última conversación pendiente.
En el cementerio
el tiempo se ensancha hasta la eternidad. Nosotros, con relojes asidos a
nuestras muñecas, con campanas que dan la hora, nos movemos en otra esfera
temporal. Nos separa de quienes ya partieron el tiempo, aunque compartamos
espacio en nuestras visitas al cementerio. Y ello nos obliga a reencontrarnos
con nuestros muertos en una dimensión ajena al paso del tiempo: el recuerdo. El
recuerdo es un presente continuo. No hay pasados, perfectos ni imperfectos. No
hay futuros, simples ni compuestos. Solo cabe conjugarlo en presente simple -y
llanamente. Residir en los recuerdos es la manera en la que todos, vivos y
muertos, seguimos formando parte de un todo que nos define más allá del espacio
y del tiempo.
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