La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 29 de mayo de 2022

LA PINTORA MARIANA DE LA CUEVA, por Carmen Hernández Montalbán



CUADRO I

 

 

Mariana de la Cueva, ya en la madurez y viuda, pinta un lienzo sobre el caballete, frente a la luz natural de una ventana del Palacio de los olvidados  de Granada. De fondo se escucha rumor del río y pájaros.

 

 

MARIANA: Me gusta esta luz matutina para pintar. Con ella, todos los colores pueden apreciarse con igual intensidad, por eso madrugo. Me place abrir las hojas de esta balconada, escuchar el rumor del agua discurriendo por el Darro y este jolgorio de pájaros que pernoctan en los cármenes aledaños a la cuesta de Santa Inés. Necesito la luz para llenar este lienzo. Necesito pintar para llenar esta vida (pausa). Desde la muerte de mi esposo, don Pedro, hace ahora tres años, abracé esta soledad con la pasión de quien por una vez es dueña de su tiempo. Casé con don Pedro por poderes; como muchas mujeres de mi casa. No fue un matrimonio por amor. Si algo envidio de las mujeres humildes es esto: que ellas, no teniendo ni linaje ni hacienda que emparentar, puedan casar por amor. Hubiera preferido correr la suerte de mi hermana Catalina, ser monja profesa en el monasterio de Santiago de  Guadix. Pero a mí, por ser la hija mayor y dueña del mayorazgo de mi padre, no se me permitió. Catalina hubiera gozado de una vida fuera del claustro. Aun recuerdo la congoja con la que ambas recibimos la noticia de mi inminente casamiento, siendo yo doncella de dieciséis años no cumplidos. Ella bordaba una sábana de nuestro ajuar mientras yo me aplicaba en esbozar un retrato de su rostro… La madre abadesa entró de pronto y me entregó aquella carta de nuestra madre.


CUADRO II

 

 

Claustro del convento de Santiago de Guadix. Mariana dibuja a su hermana de perfil mientras esta borda una sábana. Ambas muchachas muestran un talante alegre. La Abadesa entrega una carta a Mariana, quien al leer quien la envía, duda si abrirla o no.

 

 

ABADESA: Vamos, doña Mariana, ¿no pensáis leer la carta de vuestra madre, doña Juana?

Mariana dubitativa, finalmente se levanta y se la entrega a la abadesa.

MARIANA JOVEN: Dispensad madre abadesa, ¿tendríais la bondad de leérnosla? Vos tenéis más soltura en la lectura y, ya sabéis que ni Catalina ni yo guardamos secretos con esta comunidad que tan bien nos acoge.

ABADESA: Si así lo queréis… (abre el lacre y lee):

“Hijas amadísimas: ruego a Dios que os halléis buenas de salud, mi esposo, don Juan y yo gozamos de la misma al presente. Mariana, ya estás en edad de tomar estado y, convendrás conmigo en que, siendo mujer y dueña de un mayorazgo, serían muchos los inconvenientes que podrían dificultar su administración. Un marido siempre es una columna sólida en la que apoyarse, un timón seguro para el gobierno de una hacienda. Don Pedro Ostos de Zayas, Caballero de Calatrava, es de linaje noble y de familia piadosísima, muy cristiana y respetada en la ciudad de Granada. Posee casa principal en el Albaicín con vistas al simpar palacio de la Alhambra. Es apuesto y de condición amable y juiciosa. Muy amigo de tu tío Fernando, mi hermano. No te arrepentirás de dar este paso que, a buen seguro, te conviene. Tu hermana Catalina puede permanecer en Guadix, donde seguirá siendo instruida conforme a su calidad, en tanto no cumpla la edad para tomar esposo o entrar en religión, si esa fuera su inclinación. Ella, a diferencia contigo no tiene nada que pudiera estorbárselo. Rezo cada día por vosotras y ardo en deseos de veros muy pronto.

Vuestra madre:

 

 

Doña Juana de Barradas.”


Concluida la lectura de la carta se produce un silencio tenso en el que las hermanas se miran acongojadas, al borde de las lágrimas.

 

 

ABADESA: ¡Vamos queridas niñas! ¿Qué son esos “pucheros” y ese gesto compungido? Tenéis el deber de obedecer a vuestra madre, ella sabe lo que mejor os conviene. Mariana, el matrimonio es un sacramento hermoso…, en cuanto a vos, Catalina, si decidís con el tiempo abrazar la vida religiosa, ya sabéis que las puertas de esta casa siempre estarán abiertas para recibir las visitas de vuestra madre y hermana.

 

 

Cuando la madre abadesa abandona el claustro, catalina saca un pañuelo para secarse las lágrimas que han comenzado a aparecer. Mariana se dirige a ella y la abraza por la espalda.

 

 

CATALINA: ¿Por qué tenemos que crecer Mariana? Yo hubiera querido que siempre fuéramos niñas. Me parece tan cruel que tengamos que separarnos… ¿No ha sido suficiente con la muerte de nuestro padre que en Gloria esté y después que nuestra madre contrajera matrimonio con don Juan, un hombre tan joven que casi podría ser su hijo…? Y ahora tú, hermana, el único consuelo que me queda, también quieren apartarte de mí… (llora).

MARIANA JÓVEN: Pierde cuidado, Catalina, seca esas lágrimas, pues no me apartarán de tu lado si no es a rastras. Escaparemos juntas a nuestro cortijo en Sillar Baja o al de Monforte. Mandaré una misiva a Lorenzo, el mozo de cuadra, para que, una de estas noches, nos tenga preparada una montura en la puerta trasera del convento, la que da al huerto. Le mandaré razón con Acisclo, el jardinero de las monjas, que es de la villa de Diezma, le pagaré bien el recado. Viviremos allí las dos, en el campo, respirando el aire limpio de la Sierra. Lorenzo nos enseñará a cabalgar y daremos largos paseos por las dehesas y alcornocales de nuestros pagos. Si yo soy la dueña legítima de las tierras, ¿quién impide que podamos vivir en ellas? ¿Quién dice que una mujer no puede gobernar su heredad? No me casaré si no es por amor. Y tu no te verás obligada a profesar si no es tu deseo. Y ahora, sigue bordando tranquila, tengo que terminar tu retrato, sonríe…


CUADRO III

 

 

De nuevo, se oscurece la parte del escenario donde antes aparecía el claustro y se ilumina la otra donde aparece Marina pintando en su casa de Granada.

MARIANA: La juventud es osada, no entiende de reglas establecidas ni de convenciones sociales, de ahí que los grandes cambios hayan de venir de manos de los jóvenes. No fue ese nuestro caso, pues ni catalina ni yo logramos romper, entonces, ese techo invisible que establece los preceptos de la sociedad de una época. Nuestro tío Fernando fue nuestro tutor, hasta que no alcanzamos la mayoría de edad. Él propuso y dispuso. Las mujeres Barradas, ya fueran legítimas o no, hubieron de librar su batalla dentro o fuera del claustro conventual. Me viene a la memoria lo relatado por la criada de mi madre, Jacinta: mi tío bisabuelo, el Maestre de Campo don Lope de Figueroa, hubo una hija, Jerónima, con la esclava Isabelilla. Mi bisabuelo, don Fernando, la obligó a profesar después que don Lope muriera, en el convento de la Concepción. Jerónima adoptó el nombre religioso de María de San Torcuato…

 

 

CUADRO IV

 

 

MARÍA DE SAN TORCUATO: Don Cristóbal, tome tinta y papel y tome nota de mi declaración en la que prometo decir verdad: Yo, María de San Torcuato, monja en el monasterio de la Limpia Concepción, siendo niña de poca edad, que aún no tenía diez años, don Fernando de Barradas y Figueroa, patrono del convento, me obligó a ingresar para sargenta en el mismo contra mi voluntad y consentimiento, que aun podía tener ni uso de razón. Y aunque llegado el tiempo de mi profesión, la reclamé contra el dicho don Fernando, este me forzó con grandes amenazas diciendo que, por haber yo nacido de una esclava morisca de su casa, si no ingresaba en el convento habría de volverme a la misma y encerrarme como esclava suya, y servirse de mí…


DON CRISTOBAL: Harto es sabido, sor María, que don Fernando de Barradas fue caballero de los más poderosos que se hallaron en aquel tiempo en esta ciudad y de terrible condición…

MARÍA DE SAN TORCUATO: Y con este justo miedo que podía mover cualquier mujer constante, profesé en el convento sin ser esta mi voluntad, reclamando varias veces y descubriendo mi ánimo que era el de no hacerlo. Y así que, una vez muerto don Fernando, pido y suplico a vuestra señoría que, siendo cierta mi declaración, me haga entero cumplimiento de la justicia, dando por nula mi profesión y me declare por mujer libre y no sujeta a religión; condenando a la abadesa y monjas del convento a dejarme salir libremente, y me vuelvan y restituyan los bienes que traje por ser míos.

 

 

CUADRO V

 

 

MARIANA DE LA CUEVA: No menos insólitos fueron los oscuros acontecimientos que sucedieron a la muerte de mi padre, don Pedro de la Cueva. Mi madre, doña Juana, según me relató también la criada Jacinta, nunca fue gustosa con el matrimonio que su familia había concertado con la de mi padre, pero mi tío, don Fernando, heredero del mayorazgo de los Barradas se cuidó muy bien de que el trato se cerrara a la muerte de mis abuelos. Casáronse mis padres un año antes de yo nacer, y hasta echáronme el agua del bautismo ese mismo día en mi propia casa, por ser escasa mi salud y estar mi vida en peligro. Nació mi hermana después y a los doce años de la boda, murió mi padre en extrañas circunstancias en las que se vio mi madre encausada. Atendiendo a la voluntad de las mandas testamentarias, nos retiramos las tres al convento de Santiago, donde tuvo lugar un episodio de gran nota y escándalo…

 

 

CUADRO VI

 

 

Convento de Santiago de Guadix. Se escucha gran ruido de voces, suena la campanilla y sale la Abadesa. Entran tres caballeros, el Gobernador eclesiástico del Cabildo acompañado del Notario eclesiástico y don Pedro Ordoñez, Juez de la Chancillería de Granada.


ABADESA: ¡Ave María Purísima! (saluda).

“Sin Pecado concebida” responden los tres al unísono.

ABADESA: ¿A qué viene ese escándalo a las puertas del convento?

GOBERNADOR ECLESIÁSTICO: Reverendísima Madre Sor Beatriz, esta mañana, nos ha llegado noticia de que las puertas de esta casa han sido violentadas por jueces y oidores de la Real Chancillería de Granada. En ellas hemos hallado, en efecto, a don Pedro Ordoñez aquí presente junto a otros caballeros, con la pretensión de sacar del convento a doña Juana de Barradas, encausada en un pleito por la muerte de su esposo, don Pedro de la Cueva.

ABADESA: Así es. Ya he informado a don Pedro de que doña Juana no puede salir de aquí, ni yo lo permitiré, pues la dama goza de inmunidad eclesiástica.

DON PEDRO ORDÓÑEZ: Dispense Madre Abadesa, pero vos no nos habéis informado con anterioridad de que la encausada gozaba de la dicha inmunidad. Queda bajo su responsabilidad y la de la audiencia eclesiástica si doña Juana ha mentido sobre el particular… ruego nos permita entrevistarnos con la dama, pues son muy graves las acusaciones que contra ella se vierten.

ABADESA: Vuelvo a decirle que no está en mi mano permitir tal entrevista. Don Pedro, contrariado, se inquieta. El Gobernador interviene entonces:

GOBERNADOR: He venido acompañado del notario eclesiástico, para tomar declaración a doña Juana. Váyanse tranquilos y en buena hora para Granada, don Pedro, y dejen todo en manos de nuestra audiencia, no se inquiete, que de todo serán informados a su debido tiempo. Vaya con Dios. (Dirigiéndose ahora a la abadesa) Reverenda madre ¿tendría la bondad de avisar a doña Juana de que el notario de la curia está aquí y desea tomarle declaración?

Sale don Pedro de escena, acompañado del Gobernador eclesiástico por una parte del escenario. Sale la abadesa quedando sólo el juez eclesiástico en escena. Doña Juana de Barradas entra y comienza la declaración, el notario toma asiento junto a una mesa donde hay dispuesta pluma y tintero:


NOTARIO ECLESIÁSTICO: Yo, el infrascrito notario, en virtud de mi comisión, recibí juramento en forma de doña Juana María de Barradas al tenor de la causa que se le sigue. Señora, se os acusa de haber causado la muerte de vuestro esposo, don Pedro de la Cueva por medio de hechizos y envenenamiento.

JUANA DE BARRADAS: yo, doña Juana María de Barradas, viuda que soy de don Pedro de la Cueva, a quien Dios fue servido de llevarse de esta presente vida, juro ante Dios y hago una cruz que son falsas las querellas que contra mí se hacen. Soy cristiana vieja, de linaje noble y de limpia sangre, sin mancha de moros, judíos o penitenciados por el Santo Oficio de la Inquisición, ajena a prácticas de hechicería o brujería contrarias a mi fe. Puedo atestiguar que mi esposo comenzó sufrir temblores, sequedad de boca, vómitos y gran debilidad la noche del 4 al 5 de octubre del pasado año y que fue atendido por dos galenos, ambos pueden declarar que mi marido murió a causa de una alferecía…

 

 

CUADRO VII

 

 

MARIANA: La noticia de aquellos sucesos dejaron honda señal en mí. Aunque pude, nunca quise saber el fundamento real de aquellas acusaciones; ni pregunté entonces a Jacinta, ni después he removido nada. Es cierto que la relación con mi madre no fue nunca muy cercana, yo adoraba a mi padre y no entendí por qué ella resolvió casarse tan pronto con aquel Juan de Çafra y Arostegui, nueve años más joven sin guardar el luto a su marido. Me pregunto ¿qué hubiera sido de todas nosotras si hubiéramos podido elegir libremente nuestro camino? Seguramente un destino muy diferente al que nos tocó vivir. Tampoco este lienzo en el que ahora me afano sería el mismo de no ser yo quien escoge los colores, si no fuera mi mano la que guiara el pincel que da vida a este cuadro.


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