La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 20 de octubre de 2020

DRACULA SIMIA, por Alejandro Rodríguez Tárraga.

 


-¿Y bien, chaval? ¿Te gusta o qué? -preguntó mi tío, cruzando los brazos y sacando pecho frente al resto de la familia- Es chula, ¿a que sí?

-Es… Interesante -dije, mirando, todavía sorprendido, la planta que tenía delante-. Parece que tenga…

-¡Si! ¡Tiene cara de mono! ¡Es la monda! -gritó mi tío, estallando en carcajadas- ¡Y aún no has oído cómo se llama!

-Ah, ¿que tiene nombre? -pregunté, incapaz de quitar los ojos de encima de aquella orquídea tan extraña. Tenía un agradable aroma, como a naranja, y los tres pétalos que formaban la flor, que colgaba de un largo y estrecho tallo, ocultaban en su interior una unión de hojas y más cosas que no supe nombrar en aquel momento que le daban el aspecto exacto del rostro de un simio. En aquel momento la planta tenía solamente una flor, y por el resto, lo único más resaltable del regalo era la maceta, una rejilla metálica cuadrada, por la que se asomaban raíces y tierra.

-¡Sí! Me lo dijo el de la tienda. Se llama, atención, familia… Dracula Simia. ¡Como el vampiro! ¿Lo pillais?


El resto de la familia apenas aportó una sonrisa nerviosa ante aquella gracia. Lo de vampiro era una gracieta que no me había terminado de gustar nunca. A los veintiséis años sufrí un accidente de coche. Pasé un par de semanas en coma y al despertar me di cuenta de que era incapaz de salir a la calle. En los tres años que han pasado desde entonces, algunos miembros de mi familia lo han sabido aceptar, pero otros, como el tío Alfonso, no. Creen que con un par de bromas y un sal, que no pasa nada, hombre, si quieres voy yo contigo, que no te va a pasar nada se soluciona el tema. El pináculo del humor llegó el día que me nombró Drácula, por no poder salir a la calle ni ver la luz del Sol.

-Hilarante, Alfonso -respondí en voz seca y cortante-. ¿Qué hace falta para cuidarla? ¿Te han dicho cada cuánto tiempo hay que regarla?

-Pues por lo visto es muy señorita, la Draculina. Si le da la luz mucho rato se muere, no puede pasar ni mucho frío ni mucho calor, y si no la riegas dos veces al día, puede morirse en un par de horas.

-Joder -dije-. Además de la planta, me has regalado una responsabilidad de tres pares de cojones.

-Ea. ¿Es que tienes algo más que hacer aquí dentro? -rió de nuevo, golpeando con el codo a mi tía, que se lo quitó de encima de un empujón.

Nos comimos la tarta y poco a poco, mis familiares se marcharon. Me disculparon que no les acompañase hasta la calle, cosa que Alfonso no desperdició en resaltar, de nuevo entre risas. Apagué las luces, e iluminado únicamente por la pantalla del ordenador, investigué sobre la Dracula Simia. Me abrumó la cantidad de cuidados que requería, pero sus flores me habían resultado tan interesantes que me decidí a cuidarla. Pedí por internet un humidificador y le busqué un hueco en el sótano de la casa, como recomendaba la web. Aquella noche la aguantó sin el humidificador, pero la flor parecía haberse marchitado un poco. La cara del simio parecía, incluso, estar triste.

Pedí también una maceta más grande, y un dispensador para regarla bien. Varias veces al día me sorprendía bajando al sótano a verla y cuidarla. La web recomendaba que no hubiese mucho movimiento cerca de la planta, puesto que era capaz de sentirlo y eso la marchitaba. Pero no podía evitarlo, era algo hipnótico. Como el mismo Béla Lugosi en aquella película, la Dracula Simia me atraía a ella, y me obligaba a proveerla de líquido vital.

Al menos, era amante generosa. Poco tardó en florecer de nuevo, y seis nuevas cabezas se sumaron a la primera. Ocultas entre las hojas alargadas de la planta, la imagen que ofrecía bien parecía la de una selva de primates, que asomaban entre las ramas.


Dos alarmas tenía puestas en el reloj despertador de la mesilla de mi cuarto, para avisarme de su hora de beber. No las necesitaba, en realidad, pues el cuerpo ya, a fuerza de la costumbre, me lo pedía. Minutos antes de oírla sonar, ya me ponía en pie y preparaba el agua desmineralizada. Las únicas excepciones a esta regla eran las noches que me tocaba trabajar. Por culpa de mi enfermedad, teletrabajaba desde casa, brindando asistencia informática a empresas. Terminaba mi jornada a las seis de la mañana, dormía tres horas y entonces bajaba a regarla, solo para esperar de nuevo a la llegada de la tarde en que pudiera bajar de nuevo.

La desgracia ocurrió hace una semana. Terminada mi jornada nocturna, había entrado en la cama pensando en mi Dracula Simia. Deseaba poder bajar en aquel mismo momento y regarla, pero tenía miedo de ahogarla y agobiarla- Y así, pensando en ella, logré conciliar el sueño.

Cuando volví a abrir los ojos, no había tanta luz como esperaba de las nueve de la mañana en aquella época del año. Me incorporé, corazón en el puño, y miré el despertador de la mesilla. Apagado. Salté de la cama, iluminado solo por las oscuras sombras de bien entrada la tarde.

Toqué todos los interruptores que encontré de camino al sótano, y ninguno de ellos mostró luz ninguna. El humidificador y el aparato con el que regulaba la temperatura también debían haberse apagado. Se trataba de una urgencia, así que abrí la puerta y corrí completamente a oscuras escalera abajo, tropezando en el primer tramo. Mi cuerpo cayó golpeando con violencia el resto de escalones hasta llegar al suelo. Creo recordar que en algún momento incluso escuché algo crujir, pero no supe si se trataba de un escalón o de mí mismo.

Completamente dolorido, tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para ponerme en pie. Agarré la pesada maceta, que encontré palpando a oscuras, y la arrastré pese al dolor que notaba en el costado, bajo la ventanita del sótano, por la que entraba algo de luz. Bajo aquella relativa penumbra encontré, marchitas, las cabezas de simio de mi Dracula.

Abracé la maceta, lloré sobre ella, deseando que mis lágrimas fueran suficiente para calmar su sed. Pero, por más que me esforcé, no pude llorar suficiente.

El agua desmineralizada estaba escaleras arriba, y en la situación que me encontraba, tardaría demasiado en traerla. Así que, sangrando como estaba, hice lo más lógico que cabía esperar. Sangré sobre mi Dracula Simia, sabiendo que aceptaría mi tributo, y me quedé abrazado a ella durante, lo que creo, fueron horas.


Cuando desperté, escuché el familiar sonido del humidificador. Había vuelto la luz. Prendí la lamparita de mi pequeño invernadero (una bombilla que producía menos de mil quinientos lumens) y observé las flores. Estaban hermosas, grandes y llenas de vida.

Estoy dispuesto a creer que la oscuridad y el dolor me jugaron una mala pasada, haciéndome creer que mi Dracula Simia había muerto. Pero me inclino más a pensar que fue mi sangre quien la hizo volver.

Puede sonar a locura, lo sé. Mi tío haría millones de chascarrillos sobre el tema si lo supiera. Pero desde aquel día he diluido algo de mi sangre entre las dosis de agua con que riego las plantas. Y el resultado no da lugar a error.

En lugar de cabezas de simio, últimamente mi Dracula ha sacado nuevas flores. Unas que ofrecen un excelente parecido a mí. Las he llamado Dracula Aitor.

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