La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 14 de octubre de 2014

Cartas que nunca escribí, por ANTONIO MEDINA GUEVARA.


   A don Pedro Antonio de Alarcón y sus pasos.

Hace poco que pasé por una calle de Badalona, donde resido, y me fijé en el rótulo que le da nombre: Pedro Antonio de Alarcón, mi paisano que igual escribía una historia fantástica donde la muerte andaba comprando almas, que en unos poemas que hacen sueños de los sueños:

He dicho que dormías;
y dormías tan muda y mansamente,
que una rosa cerrada parecías.
Dormías... y, aunque amante desdeñado,
próximo alguna vez a aborrecerte,
te admiré en aquel sueño sosegado...
sin desear que fuera el de la muerte.

Pocos días después llegué a donde siempre acaban mis pasos: a Zújar, mi pueblo, que es donde mejor entiendo los pensamientos que tenía don Pedro Antonio, y me puse a mirar lo primero que vieron mis ojos cuando se abrieron a la vida y observé que allí apenas faltaba algo, pero sí alguien; ¡muchos…!
     Después seguí andando por las veredas que ahora son carriles, pasé por albercas que ya no están o que duermen su eterno sueño convertidas en escombros y lugares de zarzales, y me vi en ellas desnudo gritando al viento, remojando la fruta robada, o navegando por unos palmos de agua cristalina que entonces eran océanos. Como en un sueño… Pero desperté y estaba solo.
     Luego, después de andar lentamente por los bancales y de seguir el murmullo de una acequia que me conoce desde niño durante largo trecho, cuando llegué a uno de aquellos árboles que mis manos plantaron cuando apenas tenían fuerza, lo miré y pensé en aquél día en que mi padre me enseñó a plantar... ¡Cómo mis manos crearon algo tan hermoso y necesario....! Y creo que, al ver mi cara, tal vez ese árbol me reconoció y sus ramas intentaron tocarme el hombro, pero ya estaban viejas y no podían agacharse tanto. Entonces, para ayudarle y a pesar de que a mí ya me cuesta trepar, me subí a su tronco y acaricié sus cimbreantes ramas que intentaban mostrarme el cielo... Y con una voz muy baja, me dio las gracias por regarlo, podarlo y darle abono a sus raíces.... Susurrando a mis orejas... Creo.
     Creo que perdí por momentos la razón, pues a los susurros de la vega se unieron unas voces que hace ya muchos años no están por aquí y que llegaban a mis oídos tan cercanas que pensé estar en otro tiempo. Cerré los ojos y no quería abrirlos, pues pensaba que al abrirlos desaparecería todo lo que oía y veía con ellos cerrados.
     Todo eso lo vi y lo escuché… Creo.
     Después (como siempre que vuelvo a mi sitio), seguí bordeando el Jabalcón y llegué a la Granja o a lo que usted llamó “La Casa de la Pródiga” y pensé en un tiempo que todavía recuerdan mis ojos cuando lo que la rodea era un serpenteante y frondoso río donde legiones de chopos se mecían al viento (en vez del Mar del Negratín), y me imaginé su figura bajo unos de aquellos inmensos tilos escribiendo cosas que ya me gustaría a mí poder hacer, pero me conformé al pensar que esos lugares que tanto quiero ya están escritos en la historia de la literatura por una de las mejores plumas granadinas.   
     Le diré, maestro, que con su manera de ver las cosas nos enseñó a muchos a intentar escribir en nuestras páginas con cariño y dedicación: como usted. A querer lo nuestro, a soñar con los sueños y a no despegarnos de nuestras raíces, en definitiva: a intentar ser un poco parecidos a usted. 
     Ahora, para seguir sus pasos, salgo a veces a pasear  por esos sitios donde otros pasos conocidos antes pasaron. La lluvia y el tiempo parece que los borraron…, pero  no,  no  los pueden borrar de mi memoria. Ahí están, yo los veo a veces por otros que ya no pueden con mis ojos abiertos y también cerrados, porque, como bien sabe, maestro, para ver algo no hace falta tener los ojos abiertos.
     Cada día que pasa intento parecerme a los que dejan en el aire un hueco que nadie puede ocupar, de arregostarme por lo nuestro y las cosas sencillas. Esas cosas aparentemente iguales, pero que a la vez son siempre tan diferentes, y que usted nos enseñó a comprender que no hay que irse muy lejos de aquí para ver y sentir la belleza, y que el cielo a veces lo tenemos a los pies…, aunque a veces también lo pisoteamos.
     Tengo que decirle, don Pedro Antonio,  que algunos días, esos que parece que los sueños hacen sueños de los sueños, me pongo a pensar en la cantidad de personas que imprimieron de poesía y leyendas nuestra tierra y que están tan olvidados, pero me contento al pensar que más tarde que temprano serán reconocidas y admiradas… No puede ser de otra manera.
     Y aquí acabo, maestro. Para despedirme le diré lo que usted decía al acabar sus cuentos y que, con su permiso, yo copié en alguno de los míos:

En las largas noches seguimos hablando de cuentos antiguos, de moros, doncellas y anécdotas pasadas. De historias estúpidas, tontas, que seguramente nunca pasaron, pero que da gusto escucharlas porque hay tantas historias como personas… y hasta más.
Por los demás  y  como escribió mi paisano, don Pedro Antonio de Alarcón —que parece ser, también  dialogó alguna vez con la muerte—, solamente puedo deciros que yo puedo terminar este cuento (carta) del propio modo que terminan las viejas todos los suyos: diciendo que fui, la vi, me enamoré de estos lugares, vine…, y no me dieron nada.
…¡O todo…!

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