La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

viernes, 30 de abril de 2021

LA BELLA SIMONETTA, por Carmen Hernández Montalbán.


Ella era la musa deseada. Los pinceles de toda Florencia soñaban con acariciar en el lienzo su perfil. Los hijos de las familias más acaudaladas celebraban justas y la nombraban dama de su corazón, ensartando sus cintas en las lanzas. Esta joven había hechizado a la ciudad sin levantar el mínimo atisbo de celos en su imberbe esposo. Ambos, marido y mujer, correteaban como niños los jardines del Palacio Vespucci, distraídos en juegos inocentes.

Simonetta…, la perla de Portovenere. Su dulce rostro  me arrebató el corazón sin saberlo. Ella era para mí la rosa núbil, la hermosura candorosa que conmueve, el amor prohibido e inaccesible. Sin embargo, el corazón es desobediente, difícilmente atiende a la razón o a las convecciones. Fue tan secreto mi amor que me turba confesarlo, Piero, aun al borde de la muerte. Sí, la quise, su alma comprendió a la mía desde el primer retrato. Recuerdo con viveza su asombro al contemplarse por primera vez en una de mis pinturas. Juraría que su admiración no se debía a la fidelidad con que su imagen quedó plasmada en el cuadro. Pues era ella, sin duda, las mismas hebras de cabello dorado e indómito de diosa enmarcando graciosamente su semblante; la delicadeza nacarada de su tez; la pulpa fresca y sonrosada de sus labios; el abismo turquesa de su mirada…, pero era también la soledad, la añoranza de su familia y su pueblo natal; el desarraigo al que la había condenado un pacto matrimonial basado en intereses; el vértigo ante la posibilidad de un amor prohibido.  Por eso, la bella, clavó su mirada en la mía, buscando al hechicero de los pinceles que había logrado desenmascarar su inquietud y desazón. Primero vino el sonrojo, azorada, su rostro se tiñó de rubor y bajó la mirada, después esbozó una sonrisa. Creí adivinar en ella un acuerdo tácito de amistad, el preludio de un sentimiento amoroso donde la admiración se hace patente. Aunque, tal vez, pensé entonces, fuera la misma proyección de mis deseos y esperanzas la que me hacía fabular hasta caer en las redes de mis propios espejismos.

Sea como fuere, ella supo que yo la había comprendido. Ambos hablábamos sin hablar en cada encuentro casual o concertado. Los encargos de la familia Vespucci para retratar a Simonetta aumentaron, por expreso deseo de la joven. Cuando no, era yo quien la reclamaba como modelo en cualquier proyecto. Ella encarnaba todos los personajes femeninos de mis cuadros. Las largas ausencias de Marco, su esposo, en Génova, para aprender el oficio de banquero, propiciaban más, si cabe, nuestros encuentros. A veces yo detenía mi trabajo tan sólo para contemplarla y ella ya no apartaba la mirada. Nuestros rostros llegaron a estar tan cerca que podía respirar su aliento, era el astro alrededor del que giraba mi alma, fascinada por el resplandor de su belleza. Pero nunca me atrevía a tocarla, Piero, qué cobarde fui. Tuve miedo de romper la magia de aquel hechizo, de aquella complicidad muda que unía nuestros corazones.

Entonces llegó el terrible día. Ella acudió al taller ubicado en su propio palacio, para posar como de costumbre. Yo bosquejaba un nacimiento de la diosa Venus en las profundidades del mar, emergida de una concha gigante. Le explicaba el simbolismo de la diosa pagana, protectora de los idilios, la hermosura y la fertilidad, cuando ella se despojó de su vestido dejando desnudo su cuerpo de ninfa ante mí. ¡Oh Dios! ¿Quién hubiera resistido tamaña prueba? Pues no hallé frivolidad alguna en su gesto, sino la determinación deliberada de una ofrenda. Simonetta Vespucci no sólo desnudaba su cuerpo, sino que dejaba al descubierto sus sentimientos más profundos, sus anhelos de amar y ser amada. Corrí a estrecharla entre mis brazos con ternura y cuidado, como quien abraza a un lirio que en cualquier momento pudiera quebrarse. De pronto comenzó a toser, una tos persistente la hizo encogerse. Buscó en su cartera bordada un pañuelo blanco que al retirar de su boca quedó manchado por un esputo sanguinolento. ¡Ay de mí! la ayudé a vestirse, temblando de pavor, y alzándola en brazos la llevé a su alcoba. Allí me fue arrebatada por los criados y familiares, que se apresuraban en avisar a los médicos, en mandar un emisario a Génova. La perdí de vista enterrada entre almohadas y cojines, oculta entre cortinas, flanqueada por boticarios y galenos. Sólo me fue permitido acompañar a distancia al cortejo fúnebre, que cargaba el suntuoso féretro donde quedó sepultado para siempre mi corazón.

Por eso ahora, Piero de Cosimo, no tengo miedo a la muerte, la ansío como el amante desea el encuentro con su amada. Recibe esta carta, como testimonio de mi última voluntad. Quiero ser enterrado en la Iglesia de San Salvatore in Ognisanti, junto a la bella. A ti encomiendo mi obra más secreta, donde Simonetta vuelve a nacer, al igual que Venus, para la eternidad.

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