jueves, 14 de noviembre de 2019
ESCAPAR, por Isabel Pérez Aranda
Tuve miedo de caer en
el aura de calma que lo invadía todo.
Miedo de perturbar el canto de cigarra,
de perder de vista este mar de almas caminantes,
e incitar a que todo
discurriera a destiempo,
de salir sin encontrar al creador de los olvidos.
Tuve miedo de caer y no saber
atrapar los matices verdaderos.
Y todo por anticipar
cambios que siembren la idea,
que inconclusa,
se
filtrara dentro y culmina fuera.
Ese propósito ensordecedor por el
que estar.
UN NUEVO AMANECER, por Marisol Ruiz Tomás
Tuve miedo de caer en las tinieblas que se esconden en la
oscuridad otra vez, pensaba la luna mientras dormía. Ese lugar donde sólo ves
tu dolor, donde no existe nada más y ya nada importa, y lo único que deseas es
no volver a despertar. El cielo se había nublado tan rápido que apenas pudo
darse cuenta de que ya se estaba dirigiendo hacia ese abismo.
Pero
cuando estaba abriendo los ojos y perdiendo el miedo, entre aquellas nubes
negras pudo ver un poco de luz, y su instinto impulsivo le hizo girar hacia
ella ignorando el destino que marcaría el rumbo de su elección. De
repente, el cielo se cerró por completo, y la explosión de un rayo cayó, que
con la fuerza de su temblor la empujó al lado más doloroso de ella que a veces,
le complica tanto estar donde siempre. Acomplejada por su oscuridad, y las
gotas de esa lluvia tan fría, le hicieron sentir más sola que nunca, envuelta
en el centro de aquella de tormenta. Pero la luna, con todas sus fuerzas, pidió
ayuda al viento para que alejara de allí aquella catástrofe que no quería
sentir, negándose a que todo tomase de nuevo ese tono gris, donde no puede ver
los colores de la vida y lo bonito que puede ser estar donde está, deseando
experimentar de nuevo la libertad que siente cuando existe la paz en lo más
profundo de su alma y su corazón late fuerte porque se siente a salvo.
En
esos momentos tenebrosos que acompañaban aquella noche de frío, hasta la gota
más insignificante le pesaba tanto que la inercia le estaba arrastrando hacia
ese típico pozo sin fondo donde caer y caer parece no tener fin. Pero no pasa
nada, porque ella, la luna, tiene el suficiente coraje para negarse a darle
ventaja a la muerte que estaba empeñada en no dejar que su luz brillara como
llena que estaba. Cabizbaja, mirando al suelo desde tan lejos, entre las zarzas
de las sombras observó que había una pequeña flor de color rojo, igual que el
de la sangre de sus lágrimas, mientras iba cayendo en su agujero negro. En esa
flor, vio la vida de nuevo, porque solo existía dentro de su corazón. Entonces,
miró hacia arriba, y volvió a sonreír, más radiante que ayer. Y volvió a sentir,
con más intensidad de la que antes podía. Y el viento, que la vio brillar de
nuevo, decidió acompañar su valor y sopló con todas sus fuerzas para poder
pelear junto a ella esa batalla a la que vio lidiar con tanto coraje para que
no le ganara. Y una vez más, lo consiguió.
- Tuve miedo de caer en las tinieblas
que se esconden en las oscuridad otra vez.- Contaba la Luna a Marte. - Pero no.
No volveré a ese lugar nunca más. Porque aunque la vida me arrastre hacia sus
puertas, ya me sé el camino de vuelta. Ahora en la oscuridad, brillo junto a
las estrellas, iluminando esas noches negras y peleando porque no me escondan
las tormentas, porque no me siento sola. Así que, si tengo que elegir entre la
pena y la verdad, lo que es coherente o lo que no, la tristeza o el valor… Yo,
ya he decidido. Me quedo conmigo, así, tal y como soy.
Y
de esa forma la luna consiguió sentirse llena, en esa noche de fantasmas, donde
el ruido escalofriante de aquella tormenta, insistía en apagar su luz. Y feliz
de ser quien era, dejó paso al sol, y dio lugar a un nuevo amanecer. Y ese día,
nació una nueva flor, agarrándose fuertemente a la tierra y alimentándose con
el agua de aquella fuerte lluvia que había caído, consiguiendo así resplandecer
con sus colores, mas vivos y radiantes, que las del día anterior.
TUVE MIEDO DE CAER EN EL AMOR, por Esneyder Álvarez.
Tuve miedo
de caer en el amor,
tuve miedo
de sufrir nuevamente
tuve miedo
de soñar por un sentimiento que luego se volviera en una pesadilla.,
tuve miedo
de no ser correspondido y marcharme al lado de la soledad.
Pero tú:
cogiste mi
mano y no la soltaste,
poco a poco
sembraste semillas en mi corazón,
acariciaste
mi alma y la llenaste de ternura,
lograste
renacer la sonrisa en mi vida.
Nos
besamos,
nos
enamoramos,
nos
llenamos vida,
nos
acobijamos en el amor.
Tuve miedo
de caer en el amor,
pero tú
rompiste la barrera,
llenaste el
vacío
me diste tu
corazón.
TUVE MIEDO DE CAER, por José Luis Centurión
Tuve miedo de caer en tus sueños
y aun así me arrojé entre tus brazos,
Ahora con arrojo me dices
que decidí vivir en el recuerdo,
Has tomado tú la decisión...
ésa, la cual yo solo respeté,
Sentí no debía poner resistencia,
Te oías decidida queriendo
todo del revés, hoy desconcertada
tal vez tú pienses en mí, o te encuentres
andando caminos enredada en otros
brazos con frenesí, ¡que así sea!.
No quiero presumir indiferencia,
Tampoco olvido, no entorpecer
tu camino si te ha alcanzado cupido,
Ése es mi propósito más sincero,
Siempre he pretendido ser austero
tratando de dar lo mejor de mí.
Fuiste blanco capullo en mi nube gris
al cual me aferré, aunque hoy siento no ha sido
suficientemente fuerte para ti,
Tuve miedo de caer en tus redes
Y caí, pero no me arrepiento
resultaste mi más bonita historia.
EL LADO TENTADOR, por Pedro Pastor Sánchez.
Tuve miedo
de caer en la tentación. Ese brillo, ese tono sonrosado, ese frescor, ¿cómo
resistirse? Su mera visión me hacía estremecer, me entraban sudores solo de
pensar rozarla con mis labios. El verano, recién estrenado, con el consiguiente
aumento de las temperaturas, había contribuido a que mi búsqueda de algo
refrescante no fuese una mera anécdota en mi vida. Cuanto más la miraba, más la
deseaba. Y sabía que no debía. Tanto tiempo esforzándome, conteniéndome para no
sucumbir a los placeres prohibidos…
Mi mujer
decía que era por mi bien, que no podía seguir así, no era procedente, iba a
acabar con mi salud. ¿Qué diría ahora si me viera asomarme sigiloso a través
del cristal? Seguro que me soltaba la perorata de siempre. No, no se lo podía
contar, no lo entendería. Es tan inflexible, tan estricta. Pero digo yo que,
por una vez, no pasa nada. Es cuestión de ponderar bien las cosas. Decidido:
mejor no decirle nada. Pero, ¿y si se entera? ¿Y si alguien le cuenta que me ha
visto? ¿Cómo explicarle que he roto mi promesa?
Tengo que atreverme, es inútil
luchar contra esta angustiosa sensación. Esperaré a que termine su conversación
con esa señora y entraré. Si sigo dándole vueltas, sé que voy a arrepentirme,
que una vez más la conciencia me dictará que sea sensato, que no puedo sacar
nada positivo de todo esto, que más pronto que tarde terminaré lamentándolo.
El corazón se convulsiona desbocado
dentro de mi pecho. La sombra de este toldo no consigue aplacar el infierno
desatado en mi boca. El umbral se me hace más angosto que de costumbre. Está
sola. Es ahora o nunca…
«Señorita, por favor, una bola
grande de helado de frambuesa, por favor».
A tomar por saco el régimen. Prometo
volver andando a casa, para compensar.
TUVE MIEDO DE CAER…, por Josefina Martos Peregrín.
Tuve miedo de caer en el hastío
y cansarme de ver lo nunca visto,
de repetir el sueño que fue hermoso
hasta el aburrimiento
o el rechazo.
Lo peor de la vejez: la no sorpresa,
encajar cada golpe con aplomo,
no cegarse en las luces
ni en las sombras,
soportar las traiciones sin tristeza.
Obligarse al orden por higiene,
y al poner naftalina en los armarios
dar vuelta a los bolsillos del recuerdo,
comprobarlos vacíos,
acribillados de agujeros
por donde el tiempo,
grano a grano, se fugó.
AL FINAL DE TODO, por Eduardo Moreno Alarcón
Tuve miedo de
caer en el pánico más atroz, como la niña que un día fui, en otro tiempo
diferente. Tanto que no me reconozco en la mirada que devuelven estas fotos
amarillas. «Tal vez el viento», me dije. Pero no. No podía ser. Yo misma fui al
balcón a comprobarlo. Me supuso un gran esfuerzo, pero lo hice. Nada. Ni un
rastro de vida. Vacío absoluto. Me quedé quieta, esperando en el pasillo. No
quise moverme. No me atreví. Tal vez los nervios hacían bromas a mi costa.
Quizá mi mente zozobraba ya senil. Tanta soledad pesa más que mis muchos años.
Antes, al menos, mis piernas respondían. Podía siquiera caminar.
Ahora ya no.
Las horas y los
días son eternos, sin otra compañía que yo misma y mi reflejo en el espejo. No
hay nadie más. Cada minuto es un terrible consumirse en agonía silenciosa, reloj
de arena menguante, hasta que no pueda valerme por mí misma. Sin nadie que me
escuche, sin almas que me puedan socorrer.
No logro
recordar cómo pasó. Mi memoria es un pantano de lagunas muy brumosas. Conservo
algún retal de mi pasado: me acuerdo del sonido de otras voces, del tacto de
otras pieles y el sabor de las verduras.
Apelo a la
muerte. Pienso a menudo en el suicidio y, sin embargo, me aferro a esta vida
solitaria como el último animal de su especie. Pero las fuerzas me abandonan. Ya
no me sirve aquel bastón que tallé a mano. Mis huesos se resienten. Y mis
nervios. Sobre todo mis nervios.
Conozco hasta el último sonido de la casa.
Este refugio que es mi celda. Fuera no hay nada. Absolutamente nada. Ninguna
criatura con vida. Sólo la niebla anaranjada cubre todo en derredor. El mundo,
o lo que antaño fue el mundo.
En otras
circunstancias, en otro tiempo, habría razones que aclarasen los motivos de
este miedo a la locura. Pero ahora no.
Aunque inválida
y anciana, sigo cuerda. Acaso es mi condena.
Ignoro por qué
sigo con vida. Por qué no fui con los demás. Si alguna vez lo supe lo he
olvidado.
Estoy sola. Completamente
sola. No sé ni cuánto tiempo ni me importa. Soy la última. Afuera no hay nada
salvo niebla y un desierto sepulcral. Ningún signo de flora ni de fauna. Niebla
naranja y nada más. Ni plantas ni animales ni personas. Ni bacterias siquiera.
No existe nada fuera de estos muros. No hay nadie más.
Y ahora de nuevo
esas llamadas en la puerta.
Estoy sola e
impedida. El último ser vivo en el planeta.
Hay alguien
dentro de la casa.
TUVE MIEDO, por Consuelo Jimenez.
Tuve miedo de caer en la oquedad de su mirada,
amalgama de olas, sal y espuma,
mar enfermo,
oasis en una caracola
dueña del eco inalienable de los instantes.
Tuve miedo de su belleza desvanecida en mis manos,
de crepúsculos y amaneceres vanos,
de nuestra casa estéril,
de puertas y ventanas,
de la certeza y el delirio,
de ese nadie en el lugar.
Tuve miedo de mí, inerme guarida sin centinela,
del tragaluz cementado en la médula.
Hoy puse flores frescas en el umbral del frío,
besé la estela del mar que me llama,
aposté por escribir en el pliego garabateado del viento.
Sentir, sentirse.
Escribir.
Espero no haber escrito tonterías.
MOHO, Isabel Rezmo.
Tuve miedo de caer
en el interior de una amapola.
Se creía dueña de mis manos y de mi tacto,
baluarte eterno que
riega las olas,
mientras el alba,
aturde la armonía.
Tuve miedo de caer en el sopor
de las estrellas.
Cautivan
la desesperación, arropándote
en el interior de un sendero.
¿Quién no lo tiene?
¿Quién no lo abraza?
No inventemos excusas.
Vendrá la desazón a consumirlas.
Vendrán las hojas de papel
a inventar el soporte.
lunes, 4 de noviembre de 2019
TRIBULACIONES, por Tomás Sánchez Rubio.
Tuve miedo de caer en las mismas tontas excusas en las que
caía cada vez que mis padres me pillaban haciendo algo que no debía; como
cuando descubrieron que, con tal de librarme del colegio, bebía varios sorbos
del vinagre de la despensa algún domingo por la noche, y a escondidas, hasta
sentirme realmente fatal, con la palidez de un cadáver y temblores de
muerte... Me pasaba lo mismo cuando
llegaba tarde porque me hubiera entretenido más tiempo de la cuenta con la
pandilla del barrio. Unas veces me regañaban; en otras ocasiones, su silencio
tenso y acusador hacía que me sintiera aún más culpable. Me miraba los zapatos
con la cabeza gacha, decía alguna tontería entre dientes, y aguantaba el
explícito o implícito chaparrón.
Sin embargo, esto es distinto...
Ayer, al hablar con ellos en la
distancia, desde mi nuevo piso, como he referido antes, tuve miedo de
confesarles la verdad: que no me veo capaz, que esto no es para mí. Casi me
puse a llorar de angustia e iba incluso a decirles que hoy me volvía a casa.
Que ya me las arreglaría...
El caso es que en el fondo siempre
fui una persona de carácter, decidida. Con frecuencia, me viene a la cabeza el
hecho de que, mientras los niños y niñas de mi edad no pagaban el autobús, yo
le pedía a mi madre que, aparte del suyo, me comprara un billete para mí. Lo
sujetaba con fuerza durante todo el trayecto. Era como si necesitara afirmar mi
lugar en el mundo, en la vida. Un día una señora quiso apearme del asiento, y
yo, con cara de rabia y a la vez de suficiencia, le mostré la bolita arrugada e
irreconocible en que se había convertido el papelito en mi mano. Así pues, ella
calló impresionada y no volvió a rezongar ni a molestarme en todo el viaje. Mi
madre sonreía sin haber querido intervenir en la escena.
Lo cierto es que aquí estoy ahora;
no hay excusas que valgan. Las almas grandes se envilecen solicitando excesiva
indulgencia y condescendencia. Es la fuerza del Destino la que se impone, ante
la que ningún ser humano puede doblegarse...
Efectivamente, ningún libro de
autoayuda, personas tóxicas o zonas erróneas podría seguramente servirme en
estos momentos. Tampoco las frases lapidarias o las citas imposibles que tanto
abundan, pero que nadie en el fondo las pone en práctica- te preparan realmente
para situaciones excepcionales como esta. Aquí me encuentro, sin poder dormir,
varado como barca en la arena, como alma en el purgatorio de las almas... Qué
vida esta. Quién me iba a decir a mí que iba a ser este mi futuro. Y mis
padres, encima, orgullosos...
Se supone que me he estado
preparando durante años para esto.
Decía mi profesor de latín, a quien
tanto admiraba, que era la profesión más bonita del mundo, y que yo valía para
esta como nadie. ¿Y si fuera verdad?
En fin, mañana a primera hora me
enfrentaré a "ellos"... Comenzaré con mi clase de educación
infantil... No hay vuelta atrás. Allá voy.
Papá, mamá, don Salvador... ¡Por
vosotros!
TESTIMONIO, por Pepi Bobis Reinoso
Tuve
miedo de caer en aquel agujero acuchillado de agua y fango que tantas veces nos
habían anunciado y que ahora se hacía realidad.
Y vino el lobo, feroz y encarcelado en su venganza, rompiendo las
paredes que le humillaban. Mordió,
mordió con furia la tierra y la garganta de quienes en su cuento no creían,
porque nunca, nunca pasaba nada.
Aquellos
vasos elegantes que no se estrenaron jamás.
El libro de Santos de mi abuela.
La foto de bodas de mis padres.
Los juguetes de mis hermanos. Mis
zapatos gorila. Todo. Recuerdos y pequeños tesoros sucumbieron a la
lengua de barro y agua que, tristemente, anegó nuestras vidas.
Amainó
el viento y cayó la noche. El cielo
había contenido su derrame y el agua se cansó de subir peldaños, dejando un
escrutador silencio entre miradas a oscuras.
Teníamos los pies secos y estábamos a salvo. Solo cabía esperar.
Manuel,
un bebé de diez meses, lloraba. Tenía hambre y para él no había comida. Su mamá –nuestra madre– no estaba. La riada le había impedido llegar hasta donde
estaba el resto de la familia. Un
milagro la trajo a eso de media noche sobre una barca con una cruz roja. Manuel bebió, plácidamente, de la fuente de
su mamá, mientras ella, muy callada, se desbordaba en sal.
Pareció
que la vida volvía a la normalidad, pero un día se despertó el animal que todos
creímos dormido. Cayó en la cuenta de
que tanto no era suficiente, y quiso más; quiso que esta vez, en lugar de agua,
recibiéramos desde allá arriba, la muerte en forma de alas. Y tuve miedo, sí. Tuve miedo de caer en
aquella escombrera de fuego y almas petrificadas.
Esa
tarde, Caronte remó con furia y volvió a ganar otra batalla…