sábado, 30 de octubre de 2021
ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 59, 30 de octubre de 2021 "Peligro".
A LA INMENSA MAYORÍA, por José Luis Raya.
EL ÚLTIMO GOLPE, por Cristina Zarca Pérez.
Pintura de Carmen Alonso Álvarez |
En un pueblo tranquilo, la corriente
del río transcurre por debajo del viejo puente de piedra y arena; un niño
solitario juega a las canicas; el pueblo duerme la resaca de la noche anterior;
las empedradas calles denotan un vacío silencioso, solo roto por los golpes de
las canicas. El niño, ajeno a todo, sigue solo y únicamente se oyen levemente
sus golpes contra un enemigo invisible.
Hasta que una conocida voz le llama:
¡Voy mamá! ¡Déjame que dé este último golpe! Y…, efectivamente, fue su último
golpe. Un coche extranjero de alta gama apareció de pronto de la nada; sin
percatarse el conductor de que en la calzada había un niño que jugando.
SOLA CON EL PELIGRO, por Pepe Velasco Romero.
Jamás, ni en sus peores pesadillas,
hubiera imaginado el grado de fanatismo y crueldad que podía llegar a alcanzar el ser
humano. Ella, que desde que tenía memoria había tenido alma de artista, y como poeta siempre le
había cantado al amor y gustaba de ensalzar la belleza y los más altos valores del género humano. No,
no podía dar crédito a lo que estaban viviendo en esos instantes. Desde que
aquellos fanáticos desalmados la aprehendieron, no sabía bien el tiempo que
había transcurrido; se sentía estar mecida por el constante y persistente
riesgo, como un muñeco desmadejado e inerme, y tenía la sensación continua de
tener en su boca un puñado de arena que hubiera de masticar sin parar y sin la
más remota posibilidad de deshacerse de él o de deglutirlo de forma alguna.
Aquella sensación tan desagradable y la vez rara ella la achacaba sin ningún
atisbo de duda a la persistente angustia
y desasosiego que se había instalado en ella desde que sus captores la
sacaran de su casa para arrastrarla hasta aquel lugar inmundo. Si Nadia hubiera
de definir aquella sensación, no le cabria duda de cómo habría de hacerlo: era
como si allí se mascase el peligro.
Tenía la desagradable impresión de que
el peligro era algo físico, tangible, que parecía culebrear a través de su
espina dorsal por entre la tela de aquella, para ella, absurda y anacrónica
especie de saya que le habían hecho vestir. La sensación era como si una
sabandija repugnante le subiera desde el coxis hasta el occipital en la misma
base de su cráneo, en un zigzagueo que parecía premeditado e inteligente. Como
si se comportara así exprofeso para
causarle un terror a la vez que soterrado, persistente y demoledor. Para
inocularle en sus carnes aquella angustia atroz y más que real que flotaba por
cada rincón de la estancia como niebla espesa y fantasmagórica. Cada detonación
seca; cada rasgar el aire de un acero; cada puerta cerrada con violencia u órdenes
vociferadas con premura; cada resonar de pasos en tropel a través de los angostos
corredores. Todo ello producía en ella una sensación de ansiedad e indefensión
tal que erizaba todos y cada uno de los vellos de su cuerpo.
Y a ella, Nadia Sayeed, artista
de las palabras, creadora de belleza con el lenguaje, cantadora del amor desde
que apenas hubo aprendido a hilvanar las palabras, se le hacía muy difícil
aceptar aquella situación a todas luces brutal e irracional. Una brutalidad que
en un principio supuso gratuita, pero que conforme se fueron sucediendo los
acontecimientos y entrando personajes en escena, concluyó, no sin razón, que
toda aquella escenificación tenía un fin muy bien planificado y definido. Tenía
como objetivo máximo conculcar en ella el miedo. Hacerla conscientes del
peligro que la circundaba. Allí estaba ella en aquel lugar donde vehementes
fanáticos intentaban matar sus palabras.
Cercenarlas para que no pudieran cumplir su objetivo último de gritar libertad.
Allí contempló horrorizada, en una
ocasión que pudo vislumbrar el exterior a través de la exigua rendija de una
enrejado pero a la vez maltrecho
ventanuco, al que pareció ser un buen hombre, indefenso y resignado, con el
desamparo dibujado en su rostro desvaído, siendo decapitado de un solo tajo de
irracional acero. Su cabeza rodó por el pavimento sucio de tierra reseca que no
tardó en beber su sangre con ansia y sed de tiempo. En ese instante, Nadia
comprendió que su libertad y la poesía que con tanto mimo desde siempre había
cultivado, incluso su vida, habrían de ocultarse en profundas cloacas de miedo
y de silencio. Porque el peligro estaba a la acechanza constante. En su febril
imaginación, a ella se le aparecía como
un nocivo magma que le rondara de continuo, enmudeciéndola y paralizándola, y
aquel efluvio parecía actuar como una entidad adiestrada para tal menester.
Nadia se retrotrajo en el tiempo y
a su mente vino el recuerdo de momentos felices de días sin más preocupación
que la de intentar ser feliz junto a los suyo. Días de preocupaciones
cotidianas y cuestiones triviales que
ahora le hacían sentirse ridícula por aquellas pretéritas y poco acuciantes
preocupaciones. Ahora lo que posiblemente estaba en juego era su propia vida, y
la ensoñación duró poco. El sentimiento de peligro continuaba ahí, corroyendo su ánimo como un gusano “barrenador”
perforaría la carne en la que fuera depositado en estado larvario para, así,
sin prisa pero sin pausa, poder desarrollarse,
destruir y a la vez alimentarse de la carne en la que fue depositado.
-¡Tengo miedo, mucho miedo! –confesó
Nadia aterrorizada a su compañera de cautiverio.
-¡De eso se trata, de someternos a
través del miedo! En un principio nos exponen a una situación de peligro real o
ficticio a través de la cual nos inoculan el miedo y a partir de ahí nos
convertimos en auténticos zombis. En fieles y leales servidores de nuestros
propios verdugos.
Nadia se quedo mirando expectante y un
tanto admirada a su compañera de
suplicio. No se había fijado en ella antes. Pensaba que la constate y
expeditiva sensación de peligro en la que la habían mantenido durante todo el tiempo que la
tenían retenida había atrofiado casi por completo todos sus sentidos.
-Tú no eres del país, eres extranjera,
¿verdad? –preguntó Nadia intentando fijarse mejor en ella pese a la lobreguez
de la estancia.
La otra la miró a su vez, pero nada
contestó.
-¡Dime algo, o me volveré loca! –pidió
Nadia en tono de suplica.
-¿Cómo te sientes? –le preguntó la compañera
de cautiverio. Hablaba en su propia lengua con un acento más que aceptable.
-¡Siento como si una mano gigantesca me
estuviera oprimiendo el estómago sin parar a la vez que me lo arañara con saña!
–contestó Nadia con franqueza.
Volvió
a mirar al rincón donde casi podía adivinar que se encontraba su extraña compañera,
porque apenas podía verla, solo llegaba a escuchar su respiración entrecortada
y, creía, podía adivinar su silueta recortada contra la exigua claridad que se
filtraba a través de alguna rendija errática. Pero al centrar su mirada con más
atención en el lugar donde le había parecido verla, comprobó, confusa y
estremecida, que allí no había nadie.
Aquel rincón estaba vacío.
Estaba sola en aquel cuchitril inmundo. Estaba
sola. Sola con su delirios, sola con sus miedos, sola con sus congojas… sola… Quizá, todo fuera producto de su imaginación
calenturienta y delirante. Estado al que la había llevado la percepción de
constante peligro y del miedo exacerbado nacido de este irracional contexto. Tenía que ser fuerte y
sobreponerse, ser capaz de soportar la constante zozobra por la que le hacían
pasar en todo momento para que esta no terminase por minar su razón y la
hiciera olvidar hasta su identidad real. Pero el ambiente de exacerbado peligro
persistía, y Nadia concluyó desalentada que la Nadia que saldría de allí, si es
que lo lograba algún día, nunca volvería a ser la misma Nadia que entró. Y se
sentía indignada a la vez que afligida. Enfurecida con la situación y a la vez
con ella misma, por no creerse capaz de vencer con la tenacidad de sus convicciones
la sinrazón ciega de aquellos fanáticos. No se sentía con fuerzas ni se creía
con el suficiente valor para hacer frente a aquel estado de cosas y, por ello,
se abandonó a su suerte.
LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL, por Tomás Sánchez Rubio.
Pintura de Mustafa Yüce |
Los alumnos y las alumnas
salieron cabizbajos, en una apretada fila, del gran edificio escolar en
dirección al autobús que aguardaba en la puerta exterior. Cruzaban el patio
tensos, esforzándose por disimular su miedo e inquietud. A algunos se les
secaba la boca, si bien aparentaban un ánimo sosegado, manteniendo la mirada
fija en un punto lejano; otros, por el contrario, temblaban de forma
involuntaria pero perceptible.
El profesor de matemáticas,
Arístides Gamboa, cruzados los brazos en actitud desafiante, escupió
ruidosamente en el suelo al paso del grupo. El de filosofía, el señor Krupp,
con una brillante chupa de cuero negro que contrastaba con la enfermiza palidez
de su rostro, blandía una cadena de grandes dimensiones con la que golpeaba la
sucia pared, ennegrecida por la persistente humedad... Horacio Manuel, el
maestro de letras latinas, con un cigarrillo mal envuelto en los labios y aquella gran cicatriz cruzándole el rostro,
arrojó contra el frontal de una papelera la lata de cerveza formando un gran
alboroto. Un sonoro eructo salió de su garganta encallecida por el tabaco y el
alcohol barato. Junto a él, con ojos desquiciados y enrojecidos, la profesora
de música, Eileen Moldova, rio con una estridente carcajada, más parecida al
graznido de un cuervo atrapado en una zarza que al sonido emitido por una garganta humana.
La fila de chicos y chicas,
todos uniformados, llegó por fin al autobús. No podían dejarse llevar por las
provocaciones...
Carla, la delegada de su
clase, sin levantar la vista, tomó asiento detrás del conductor. Éste, con
expresión entre preocupada e irónica, sentenció: ─Todos
los viernes igual; en cuanto terminan las clases... No sé cómo los soportáis.
Pobres muchachos.
Carla sonrió y dijo en voz
baja, más para sí, que para él: ─Bueno, una se
acostumbra a todo. En el fondo no son peligrosos…
Mientras
pronunciaba estas palabras, Carla acariciaba el colt 45 que llevaba oculto en
la mochila: todo un clásico que le habían regalado sus padres en su último
cumpleaños.
AMÍGDALA EN BUCLE, por Pedro Pastor Sánchez.
«¿Quieres morir?».
La
frase percutió con fuerza en su tímpano. Notaba cómo el filo del mugriento
cuchillo se hundía un milímetro en su gaznate. La pestilencia de su agresor, la
hediondez de aquel aliento le saturaba la pituitaria, hasta el punto de provocarle
arcadas.
«¿Es
que estás sordo, panoli?», vociferó de nuevo.
Trataba
de sujetar el amenazante brazo mientras pensaba en cómo había llegado hasta
esta situación límite, cómo se había dejado arrastrar hasta el nauseabundo
callejón por una figura tan desalmada y grotesca.
La
intimidación se repitió cual truculento eco, sacudiendo las telarañas de su
memoria. No era la primera vez que le amenazaban, que mascaba el peligro. El
patio del colegio se convirtió, en más de una ocasión, en territorio hostil, donde
bajar la guardia por un momento significaba convertirse en una presa fácil.
«Bernardo,
no te metas en líos», le decía su madre a su hermano mayor. Pero Bernardo no
hizo caso. Se le podía encontrar en medio del tumulto, en las tanganas,
rifirrafes, peleas y escaramuzas de toda índole. Había nacido para pelearse con
el mundo. Leandro era su antítesis. Seguramente porque su madre lo reprendía
para no seguir los pasos de su hermano. Consiguió convertirlo en un niño
apocado y temeroso, sin iniciativa, sin espíritu de lucha. Y más después de
aquel aciago día. Bernardo, en una de sus locas carreras evitando ser cazado
por las hordas infantiles que querían vengarse de sus bromas pesadas, se cruzó
en el camino de una Vespa a toda pastilla. Muerto en el acto.
«Hazme
caso o acabarás como él», le repetía su madre a Leandro cada mañana con tono
amargo. No levantó cabeza desde entonces, los ansiolíticos fueron su refugio.
Nacho,
repetidor infatigable, antagonista perpetuo de Bernardo en sus trifulcas de
recreo, encontró, de la noche a la mañana, el camino expedito para imponer su
ley en el patio. No había alumno que opusiera resistencia, ya fuesen menores o mayores
que él. La arrogancia e intimidación del mastuerzo le servían para salirse con
la suya, fuese cromo, bocadillo o bolígrafo multicolor su objetivo y botín.
Ese
curso transcurrió para Leandro sin pena ni gloria, como siempre, apartado en
una esquina, consumiendo su bollito y zumo de piña con pajita rayada. Hasta que
esa mañana infausta, el desvencijado balón llegó rodando hasta sus pies. Nacho,
que capitaneaba uno de los equipos, se lo reclamó a voz en grito desde la
banda. Con el nerviosismo y su total impericia en el arte balompédico, trató de
hacérselo llegar de un puntapié, pero fue tal la fuerza que le impelió al
cuero, que cruzó medio campo, cayendo a los pies de la delantera rival, que no
dudó en fusilar al portero sin miramientos. Hete aquí que sonó el timbre,
reclamo para volver a las aulas, por lo que el encuentro se dio por concluido,
perdiendo por la mínima el bando de Nacho. Error imperdonable y que le acarreó
no pocos problemas a corto plazo.
En
mala hora se le ocurrió patear aquel balón. Desde entonces, Nacho le cogió
manía. No había día que no se hiciera el encontradizo. Primero fueron los chistes
a su costa, poniendo de relieve su escasa masculinidad.
Luego, frases gruesas que le ridiculizaban en público. Ante la actitud pasiva
de Leandro, subió el tono y pasó de empujones y encontronazos a zancadillas en
aulas y pasillos, cuando no terminaba el día calzándole una hostia sin venir a
cuento. Más de un moratón tuvo que ocultarle a su madre, que seguía aferrada a
la botella y las pastillas desde la desgracia de Bernardo.
Cada mañana el
despertador era su condena. El pánico se aferraba a sus tripas, a sus neuronas,
a cada paso que daba en dirección al colegio. ¿A qué nuevos peligros tendría
que enfrentarse ese día? ¿Qué nueva trastada le tendría preparada su verdugo? A
veces se lamentaba de no haber heredado el gen reaccionario de su hermano. A
pesar de que, en sus juegos fraternales, le chinchaba y se burlaba de él, Bernardo
tenía un alma noble. Y ahora le echaba de menos, seguro que no hubiese
permitido que esa bestia le hubiese puesto la mano encima.
«¡Gusano
de mierda!, ¿dónde te escondes?».
El
vozarrón de Nacho retumbó cual trueno, todo el mundo de la tercera planta lo
pudo escuchar. Era él el aludido, sin duda. Leandro vaciló un segundo en si
agacharse bajo el pupitre, rezando para que no lo viera, o salir huyendo del
aula, escaleras abajo, y al menos lidiar con el peligro en campo abierto, donde
algún profesor pudiese salir en su auxilio. No hubo opción, el mostrenco fue
más rápido que sus pensamientos, y entró en el aula dando tal patada a la
puerta que casi la descabalga de sus goznes.
El
resto de alumnos salieron pies en polvorosa, no querían ser testigos de la
escabechina. Lo agarró como un guiñapo y lo estampó contra la pizarra,
provocando una nube de tiza que envolvió a ambos.
«Así
que has ido con el cuento de nuestros encuentros
a mi padre, pedazo de mierda». Negó con la cabeza el aturdido infante. «¿Cómo
que no? El hijo de la Toñi, bien claro me lo ha dejado mi padre mientras me sacudía
con el cinto».
Leandro
comprendió que no serviría de nada, que cualquier respuesta sería errónea, así
que se resignó a su suerte. El bruto lo agarró por la cartera, que llevaba
colgando de sus hombros, y a empujones lo llevó hasta una de las ventanas
abiertas. Lo subió al alféizar, sujetándolo inclinado cual mástil de bandera, su
pecho más allá de la vertical de la fachada. Abajo, el conserje hacía
aspavientos mientras cruzaba el patio como un relámpago. Le temblaron las
rodillas, el vértigo le nubló la vista y por un momento creyó estar suspendido
en el éter. Un nuevo graznido de Nacho le estremeció: «¿Quieres morir?».
Frente a
frente, treinta años después. Toda una vida de pesadillas, de terapeutas, de
miedo a las alturas. De nuevo tenía que enfrentarse al peligro, ahora por un
puñado de billetes.
Sintió
otra vez la presencia. Un súbito frío le erizó la piel, como aquel día en la
ventana. Frente a ellos, surgiendo de las sombras, unos refulgentes ojos
reflejaron el brillo de la hoja asesina. Una risotada infantil recorrió el
callejón. Sintió flaquear el brazo opresor, lo que aprovechó para zafarse. El
miedo cambió de bando. Con aplomo, Leandro conminó al espectro: «Todo tuyo,
hermano».
VISITA, por Yuleisy Cruz Lezcano
El peligro vino a conversar
con tu mirada perdida,
con la necesidad de tu cuerpo
de adornar los cementerios,
de alimentar tus sueños muertos
con el cemento que lleva las huellas
de epitafios obligados a vivir
cuando se consuma la carne
de las últimas palabras
que pueden soportar la atención
por un momento.
El peligro te oyó llorar de miedo
contra el muro
y él que es cazador de valles
donde el miedo florece
está empujando insomnios
donde el tuyo crece
para robarte los sueños
y echarse a reír.
Yuleisy Cruz Lezcano – Scritti & Poesie
LA PROEZA DE EDUARDO MORENO ALARCÓN, por Primitivo Fajardo.
Mi ilustre amigo el
escritor Eduardo Moreno Alarcón, al que venero como a un druida medieval porque
va por el mundo animando al prójimo con la flauta travesera de su alegre
carácter y su zurrón cargado de humildad, sapiencia y pócimas literarias con
las que dulcificar la dura existencia humana, firmó en la pasada Feria del
Libro de Madrid ejemplares de su última novela, «La proeza de los
insignificantes», galardonada merecidamente con el XIV Premio de Novela Corta
«Encina de Plata», el certamen nacional más prestigioso de esta modalidad, que
cuenta con un jurado fortificado por la editorial Premium con plumas de la
talla moái de Luis Mateo Díez, José María Merino, Luis Landero y Gonzalo
Hidalgo Bayal, de quienes Moreno Alarcón recogió orgulloso la distinción el año
pasado porque el premio se otorga seis meses antes de la publicación del libro.
Hace poco ha vuelto a reunirse con ellos para la entrega de la edición de 2021.
Como dicen los cazadores de codornices en los
llanos de Albacete: el que la sigue, la mata, y el que no, la desbarata. Eduardo
ya había sido finalista de este galardón en 2014 con su primera novela,
«Entrevista con el fantasma». Se ve que es mal perdedor y que la espinita ponzoñosa
del segundo puesto de entonces se le clavó bien hondo en la epidermis y ya iba
siendo hora de sacársela con las aceradas pinzas del premio gordo.
No es la primera vez que el albacetense
–de La Roda para más señas– logra un galardón, ni la vez primera que exhibe
palmito en la importante cita literaria madrileña. Ya firmó en la edición de 2015,
precisamente cuando se publicó «Entrevista con el fantasma». Si es un hito que
colma de alegría a cualquier autor firmar en la feria dejándose la muñeca en sentidas
jaculatorias a lectores próximos y anónimos, repetir es todo un récord del que
mostrarse orgulloso porque refuerza su solidez, su templanza y su calidad como
autor. No será la última porque aún quedan caudales ilimitados de narrativa por
extraer de tanta capacidad creativa como almacena Eduardo en su rubicunda molondra,
hipertrofiada hasta la última dendrita de lecturas, conocimientos e
imaginación.
De hecho, cuando nos vimos el pasado mes
de septiembre en la caseta de la feria, le pregunté por sus proyectos futuros.
«Me apostaría el herraje, las orejeras y hasta la mielga a que ya tienes otro
libro en puertas», le dije. Efectivamente, me confesó que se ha lanzado por fin
a escribir la gran novela que todo literato sueña y anhelan con impaciencia sus
fieles lectores (esto no lo dijo él, que es pura modestia, esto lo digo yo).
También le recordé que tiene otro asunto
importante pendiente de publicar, que esperemos vea pronto la luz en formato papel,
pues lo leí por entregas hace tiempo en el periódico digital «Crónica de La
Roda»: «Los Paragnostas», un relato viscoso, surrealista, alienígena, que
podría servir como guión para una serie de irse de vareta en Netflix. Está
redactado a cuatro manos con su amigo y también escritor albacetense Pedro
Pastor Sánchez, otro crack de la truculencia fantástica con quien Moreno
Alarcón ha escrito además «Visionarios», un relato que engancha desde el título
combinando las vicisitudes de Von Braun y su cohete V2 durante la II Guerra
Mundial, las intrigas rusas y americanas en torno a la conquista espacial y las
aventuras de la NASA y los astronautas del Apolo XI en su periplo lunar. Esta extraordinaria
invención, de la que ambos firmaron ejemplares en la pasada feria, forma parte de
«Efeméride», obra editada también por Premium que recopila ocho relatos de
ciencia ficción de diferentes autores para conmemorar el 50º aniversario de la
llegada del hombre a la luna.
«La proeza de los insignificantes»
Fruto de la inquietud de Moreno Alarcón por
explorar nuevos horizontes narrativos surge «La proeza de los insignificantes»,
que fue publicada en abril de este año y obtuvo excelentes críticas. Al poco de
ser alumbrada, el autor, emocionado con la llegada del nuevo retoño literario,
que traía ese primer premio bajo el brazo, me confesó: «Personalmente, escribir
esta novela fue una experiencia maravillosa, liberadora y divertida... Ojalá
pueda llegar a los lectores con la intensidad que disfruté al escribirla».
Que está llegando a los lectores es
notorio porque en seis meses ha cosechado un meritorio éxito de ventas, y que
es gozosa su lectura lo aseguro yo que la he leído tres veces y he disfrutado
como un gorrino hozando salvaje en un edén patatal. Bien es verdad que tiene
poco mérito la crítica por mi parte porque soy un adicto confeso a los textos
de Eduardo y me declaro adorador circunspecto y mitómano de su narrativa, lo
que me hace poco imparcial a la hora de juzgar su obra.
Mas esa debilidad no me impide resaltar
con justicia sus variopintos méritos, aunque suene a nenia lastimera. Si bien
no voy a cometer la imprudencia de calar el melón de su argumento, pues cada
palabra de lo escrito cuenta y está estudiada para sorprender al lector, diré que
el narrador de la historia es un escritor que no quiere publicar la que será su
última novela pero se empeña su editora. Los hechos comienzan en el bucólico
paisaje del Maestrazgo turolense cuando una bola luminosa se desploma del cielo
sobre los huertos de la localidad de Tronchón. La investigación del meteorito
atraerá a un geólogo planetario del CSIC y asesor de la NASA y a una
catedrática de cristalografía y mineralogía de la Complutense. Las vidas de los
protagonistas y de los habitantes del pueblo se verá afectada por este suceso,
pues deberán afrontar la proeza de seguir adelante con su vida asumiendo los
cambios acaecidos.
Sí puedo afirmar sin temor y sin ambages que
se trata de una metanovela original en su concepción, divertida en su argumento,
de tinte costumbrista y fantasía desbordada y cargada de recursos narrativos. Literatura
pura trazada con desparpajo y maestría épica y una imaginación fuera de lo
común. En su línea y con todas las características del estilo personal al que
ya nos tiene acostumbrados el escritor rodense, cuya obra, desde el primer
cuento a la última novela, es reconocida por una prosa rica en epítetos, denso
vocabulario y aroma poético, rebosante de simbología, con imágenes grotescas,
delirantes, bañadas de expresividad y complejidad psicológica, con párrafos
cortos, precisos y armados de ritmo musical, golpes efectistas y metáforas
medidas que son certeros trallazos a la conciencia del lector.
Sus geniales creaciones, fruto de la
investigación, de la intuición y del conocimiento exhaustivo y extremo de un lenguaje
que domina a la perfección y las más variadas técnicas expositivas, que domina
con soltura como escalpelos forenses y sin constreñirse a un único género,
invitan a la reflexión y despiertan el ansia por la lectura porque desarrollan
con intensidad tramas, ora complejas, ora hilarantes, ora tremendistas,
cuajadas de sorpresas y trampas para osos. El autor sabe recrear ambientes con una
singular tensión poética en las anécdotas, en las situaciones y en los
personajes que saprofitan la atención del lector y actúan sobre su ánimo como
ondas expansivas… como si este tuviera el cerebro embutido en una campana de
bronce de iglesia gótica repicando a medianoche o a la sagrada hora del
Ángelus.
De casta le viene al galgo
Eduardo Moreno Alarcón puede escribir
sobre lo que quiera porque sabe, se esfuerza y se divierte. Y escribe
divinamente, escribe como los ángeles. O mejor dicho, como si fueran los mensajeros
del cielo quienes le dictaran las divinidades que escribe, como cuando a San
Isidro le cultivaban la besana los rollizos y alados angelotes mientras se
echaba la siesta. Una vez, disertando sobre la profesión de escritor, dije de
él que era un erudito de raza y bajo su apariencia de geniecillo informático,
de científico despistado, de famélico y menesteroso monje del Himalaya, o de
perito con mesiánica vocación política de redentor de pueblos, se escondía una
mente cartesiana, lúcida, analítica, creativa, ingeniosa y trufada de proyectos
y delirios literarios. Todo eso desbocado no hay barrera material que lo frene.
Si a las pruebas nos remitimos, poco me
equivocaba. Destacan en la poliédrica capacidad creativa de Moreno Alarcón las
facetas de músico (pertenece a la banda de música Virgen de los Remedios, de La
Roda), actor de teatro y autor de piezas teatrales y, sobre todo, la de escritor
pertinaz, prolífico y aficionado a coleccionar triunfos, que a su producción
novelística añade la de guionista de proyectos artísticos, prologuista de poemarios
y novelas ajenas, jurado de premios literarios, analista de opúsculos, coordinador
del club de lectura de literatura fantástica en la Casa del Libro de Albacete y
la colaboración asidua en brillantísimas publicaciones literarias electrónicas como
«Absolem», y portales digitales relevantes tal que «CosmoVersus».
Coronada por su más reciente actividad de
dramaturgo, que le ha llevado a estrenar el 21 de octubre de 2021 en el Teatro
de la Paz, en Albacete, la obra «Esconde la mano», producida por Teatro Thales
e incluida en la red de artes escénicas de Castilla-La Mancha, la andadura de
Eduardo Moreno Alarcón en el mundo de las letras se remonta a su infancia, allá
por los primeros años ochenta en los talleres de la «Imprenta Samuel», perteneciente
a su familia, impresores de La Roda de toda la vida, donde el chaval creció viendo
a su padre trasegar entre minervas, legajos almacenados en anaqueles y manipulando
cubos de tinta y resmas de papel, lo que un día no muy lejano habría de orientar
definitivamente su irrenunciable vocación hacia la escritura.
Podríamos decir, por tanto, que juega con
ventaja y que de casta le viene al galgo, pues generosa es su herencia de larga
estirpe rodeña emparentada con la cultura local. Sin restar un adarme de mérito
a su currículum, Eduardo lleva en el genoma la profesión de escritor, igual que
se transporta en el ácido desoxirribonucleico el color de los ojos, la forma de
andar, la pulsión suicida, el instinto asesino o el afán depredador de libros.
Por parte de padre, Eduardo es nieto de
Samuel Moreno Romero, impresor e intelectual de la época del Ateneo rodense, en
los primeros tiempos del siglo XX; e hijo de Eduardo Moreno Martínez, que regentó
el taller tipográfico durante buena parte del siglo pasado. Por si fuera poco, en
el lado materno es bisnieto de Arturo Alarcón Santón, autor del Himno a La
Roda, gran músico y pianista, compositor de zarzuelas que se estrenaron con
éxito en los años veinte. Su hermano, y tío bisabuelo de Eduardo, fue el
catedrático y arabista Maximiliano Agustín Alarcón Santón, una de las figuras
más destacadas de la sociedad rodense de principios del XX y el mejor amigo,
compañero de juegos, de lecturas y de estudios que tuvo el gran filólogo
rodense Tomás Navarro Tomás, miembro de la Real Academia Española y una de las
luces incandescentes que ha tenido nuestra lengua en toda su historia.
Una fulgurante carrera
Los primeros poemas de los años mozos dieron
paso en la adolescencia de Eduardo a la creación de comics emulando los tebeos
de la época, con los que se fue forjando en su mollera, en la imprenta sita al
pie del «Faro de La Mancha», la torre de la iglesia de El Salvador de La Roda, la
más alta de la provincia de Albacete, la tramazón de su incipiente vocación de
juntaletras. Sin embargo, contra todo pronóstico, su subconsciente –podríamos
pensar que manifiestamente mejorable en aquella época– le llevaría a Madrid a licenciarse
en Psicología en vez de en Filosofía y Letras. Aunque, cuidado, porque viendo
ahora los resultados pienso que pudo ser un error premeditado.
Sabiéndose los principios regidores de
nuestra lengua y grabado a fuego el impulso guerrero de las letras en lo más
profundo de sus islotes de Langerhans, seguramente era más práctico para él de
cara al futuro entender los problemas psicológicos del ser humano y el alcance
de los esguinces neuronales de las mentes criminales. Así ha podido extraer de
sí mismo las abundantes dosis de jugo literario con que ha creado personajes
tan inquietantes como magnéticos con los que salpicar sus truculentas historias.
Prosigo. Con la pluma al ralentí y la
carrera liquidada, fue dando tumbos desorientado ganándose la vida como técnico
en Prevención de Riesgos Laborales y Medio Ambiente, hasta que el grisú estalló
en su conciencia y obró la criatura en consecuencia. Despuntó en 2008 llevándose
de calle el concurso de relatos de terror «Nexus Outsiders», que volvió a ganar
en 2009, quedando al descubierto su «yo» de narrador omnisciente.
Numerosos artículos publicados y dos primeros
libros, compendio de relatos breves de misterio y ciencia ficción con títulos
tan horripilantes como «Lo que vino de las profundidades» (2010), prologada por
nuestro paisano y dramaturgo Pedro Manuel Víllora Gallardo, y «Oscuro
parentesco» (2014), revelaron su estatura de gran novelista y genial visionario.
Su virtud creadora nos obsequió con unas incursiones estremecedoras en el mundo
del terror, la alucinación y lo sobrenatural que nada tienen que envidiar a los
mejores relatos fantásticos de Irving, Lovecraft, Tolkien, Stoker, Dickens, Poe,
Verne, London, Chéjov, Kafka, Asimov o Stephen King, por citar solo la docena
de sabios a los que en el altar de mis devociones atufo de incienso a diario.
Sería por esta época, quizás antes, cuando
tomó la sabia determinación, mancomunada con la «Musa del Omaña», Marién, su
santa, de dejarse de martingalas y arbitrar su espantada del mundanal ruido
para sumergir su cuerpo entero y su arte palpitante en la pila bautismal de su pulsión
por contar historias y untarse con los óleos del sagrado –y maldito– oficio de
escritor, como el seminarista se entrega sin pensarlo a Dios, a la oración y al
celibato. No es poco riesgo el que asumió al afirmarse en tal oficio en un país
empecinado en ignorar, cuando no despreciar, la dedicación absorbente a la
literatura.
Una vez rota la cadena laboral y retirado a
su guarida en el Nueva York de La Mancha –Azorín dixit–, llegaron las novelas a
cascoporro para confirmar lo acertado de la resolución. Media docena de obras publicadas
en pocos años dan la talla de Moreno Alarcón como máquina de producir
secuencialmente literatura explosiva, como deflagran con cadencia de
milisegundos los detonadores en las voladuras controladas. Cada distopía, cada
mutación, cada evisceración mental suya que se ha visto retractilada en la
encuadernación, ha superado el reto de ser bendecida con algún espaldarazo
literario de ámbito nacional, e incluso internacional como el «Naji Naamen
Literary Prize» de El Líbano, en 2019.
Aparte de «La proeza de los
insignificantes» (2021), ha publicado otras cuatro novelas y la antología de
cuentos «Sucesos del otro lugar» (2020), prologada por el escritor granadino
Francisco José Segovia Ramos, que reúne lo mejor de su demencial y premiada cosecha
de la última década. Las novelas se titulan: «Entrevista con el fantasma»
(2015), ya mencionada, finalista del VIII Premio de Novela Corta «Encina de
Plata»; «La fuente de las Salamandras» (2017), finalista del II Certamen
Alféizar de Novela, que tuve el honor de presentar con el autor en La Roda;
«Sonata de mujer» (2018), finalista del XXXVII Premio Felipe Trigo, prologada por
el escritor argentino Alejandro Mansilla; y «Apuntes del espejo» (2019), premio
Jerónimo de Salazar de Novela Histórica.
Con otros mimbres publicados por distintos
mecanismos, imposibles de reseñar aquí por ser legión, ha recolectado variopintos
galardones. Al ya mentado «Nexus Outsiders» hemos de añadir ser finalista en la
IV edición de los premios «Mallorca Fantástica», en 2011; el tercer premio en
el concurso de relatos «Víctor Chamorro», en 2012; ganador del II certamen de
relatos de terror «Sueños de Opio», en 2013, además de finalista de este premio
en la edición de 2014; y primer accésit en el I certamen literario «Guadix,
primavera y vino», de 2017.
Un oficio brillante y premiado
Eduardo lleva en el sacerdocio magisterial
de las letras poco más de una década, pero ha producido un material literario inmenso,
altísimo y de calidad extraordinaria. Ojalá esta obra tuviera más reconocimiento
en los medios y estuviera para su disfrute al alcance de cuantos más lectores
mejor. Por desgracia, vivimos una época extraña en la que publican con
facilidad los marrajos de la prensa rosa, los políticos mediocres –valga la
redundancia– y los presentadores y tertulianos levemente estreñidos que pululan
por las televisiones, a los que las grandes editoriales publicitan con
prioridad para garantizarse las ventas. No es que eso esté mal, porque lo
importante es que la gente lea, aunque sea una rasilla de hueco doble, pero
sería mucho mejor que se diera el equilibrio entre ambos extremos, la
alternancia promocional entre famosos y noveles. Por fortuna, hay otras editoriales
más modestas, como Premium y su «Encina de Plata», empeñando cuerpo, alma y
peculio en sacar a orear a los escritores solventes como Eduardo para darles un
empujón en su carrera, lo que en este cicatero mundo siempre es de agradecer.
Por todo lo aquí escrito, y desde mi
pétrea gárgola capitalina, exhalo un deseo que es a la vez una premonición de
arúspice interpretando la voluntad divina en las entrañas del animal
sacrificado: que su obra recibirá el reconocimiento abrumador que por trabajo,
actitud, rigor, empeño y talento le corresponde. Es la justicia que merece la
carrera literaria del eximio escritor rodense Eduardo Moreno Alarcón, cuya
proeza está en sacrificar ilimitadas dosis de paciencia y un mantenido esfuerzo
de trabajo cotidiano a su pasión por la literatura, repartida entre la
dramaturgia, las colaboraciones editoriales y las novelas. Pasión de la que ha
hecho un oficio tan brillante y tan premiado.
PELIGRO, por F. Javier Franco Miguel
Pintura de Robert Magee |
I
un
balcón y un tendedero
la
figura perdida del reflejo del sol en el cristal
y
una paloma negra que se acerca y se posa
fuego
inundando el cielo
y
la luz quemada por el insomnio
los
párpados pegados de recuerdos
de
regresos de un futuro incierto
pero
ya perceptible
no
sé si es peligro de muerte
o
de vida
o
si acaso el peligro soy yo
somos
nosotros
o
el miedo nocturno a reconocer
que
somos nada en la nada
o
el valor de haberlo sabido siempre
no
hay más peligro que vivir
y
despejar los senderos del no momento
utiliza
armas de dedos
despeja
el instante que ya no existe
insiste
en nunca revivir el instante
hay
una fuga de nubes rompiendo el cielo
lo
que queda de cielo
lo
que el sol no quemó en tus ojos
despídete
del peligro
porque
tras él sólo es cierto
(el, mi, tu, su, nuestro, vuestro)
silencio
II
es
peligroso
olvidarse
de la propia sombra
al
frente al lado a la espalda
la
traición no sabe de puntos cardinales
las
pisadas la lluvia el otoño
no
son suficientes para herir
es
necesario olvidar
que
eres un ser vivo
todo
se compone en un laberinto
donde
las sombras
son
el único guía
y
una sombra sobre tu sombra
espera
para
asestar el golpe definitivo
pero
cuando el borde del abismo
se
olvida de ti y no quedan planos
para
sombras
despídete
del peligro
porque
tras él sólo es cierto
(el, mi, tu, su, nuestro, vuestro)
silencio
III
peligro
peligro
peligro
la
sirena destroza los oídos
pero
nadie ni nada te arrebata
la
sensación
de
no saber despedirte de tus recuerdos
ellos
pueden ser el peligro
te
destrozan anidan en tus pensamientos
pero
al fondo al fin
solo
son sombras
que
el sol del tiempo va quemando
no
queda nada
no
sabemos nada
somos
nada en la nada
no
hay más peligro que vivir
utiliza
armas de dedos
despeja
el instante que ya no existe
cuando
el borde del abismo se olvide de ti
despídete
del peligro
porque
tras él sólo es cierto
(el, mi, tu, su, nuestro, vuestro)
silencio
silencio
roto por sirenas
sirenas
ahogadas por silencio