sábado, 30 de octubre de 2021

AMÍGDALA EN BUCLE, por Pedro Pastor Sánchez.

 


«¿Quieres morir?».

            La frase percutió con fuerza en su tímpano. Notaba cómo el filo del mugriento cuchillo se hundía un milímetro en su gaznate. La pestilencia de su agresor, la hediondez de aquel aliento le saturaba la pituitaria, hasta el punto de provocarle arcadas.

            «¿Es que estás sordo, panoli?», vociferó de nuevo.

            Trataba de sujetar el amenazante brazo mientras pensaba en cómo había llegado hasta esta situación límite, cómo se había dejado arrastrar hasta el nauseabundo callejón por una figura tan desalmada y grotesca.

            La intimidación se repitió cual truculento eco, sacudiendo las telarañas de su memoria. No era la primera vez que le amenazaban, que mascaba el peligro. El patio del colegio se convirtió, en más de una ocasión, en territorio hostil, donde bajar la guardia por un momento significaba convertirse en una presa fácil.

            «Bernardo, no te metas en líos», le decía su madre a su hermano mayor. Pero Bernardo no hizo caso. Se le podía encontrar en medio del tumulto, en las tanganas, rifirrafes, peleas y escaramuzas de toda índole. Había nacido para pelearse con el mundo. Leandro era su antítesis. Seguramente porque su madre lo reprendía para no seguir los pasos de su hermano. Consiguió convertirlo en un niño apocado y temeroso, sin iniciativa, sin espíritu de lucha. Y más después de aquel aciago día. Bernardo, en una de sus locas carreras evitando ser cazado por las hordas infantiles que querían vengarse de sus bromas pesadas, se cruzó en el camino de una Vespa a toda pastilla. Muerto en el acto.

            «Hazme caso o acabarás como él», le repetía su madre a Leandro cada mañana con tono amargo. No levantó cabeza desde entonces, los ansiolíticos fueron su refugio.

            Nacho, repetidor infatigable, antagonista perpetuo de Bernardo en sus trifulcas de recreo, encontró, de la noche a la mañana, el camino expedito para imponer su ley en el patio. No había alumno que opusiera resistencia, ya fuesen menores o mayores que él. La arrogancia e intimidación del mastuerzo le servían para salirse con la suya, fuese cromo, bocadillo o bolígrafo multicolor su objetivo y botín.

            Ese curso transcurrió para Leandro sin pena ni gloria, como siempre, apartado en una esquina, consumiendo su bollito y zumo de piña con pajita rayada. Hasta que esa mañana infausta, el desvencijado balón llegó rodando hasta sus pies. Nacho, que capitaneaba uno de los equipos, se lo reclamó a voz en grito desde la banda. Con el nerviosismo y su total impericia en el arte balompédico, trató de hacérselo llegar de un puntapié, pero fue tal la fuerza que le impelió al cuero, que cruzó medio campo, cayendo a los pies de la delantera rival, que no dudó en fusilar al portero sin miramientos. Hete aquí que sonó el timbre, reclamo para volver a las aulas, por lo que el encuentro se dio por concluido, perdiendo por la mínima el bando de Nacho. Error imperdonable y que le acarreó no pocos problemas a corto plazo.

            En mala hora se le ocurrió patear aquel balón. Desde entonces, Nacho le cogió manía. No había día que no se hiciera el encontradizo. Primero fueron los chistes a su costa, poniendo de relieve su escasa masculinidad. Luego, frases gruesas que le ridiculizaban en público. Ante la actitud pasiva de Leandro, subió el tono y pasó de empujones y encontronazos a zancadillas en aulas y pasillos, cuando no terminaba el día calzándole una hostia sin venir a cuento. Más de un moratón tuvo que ocultarle a su madre, que seguía aferrada a la botella y las pastillas desde la desgracia de Bernardo.

Cada mañana el despertador era su condena. El pánico se aferraba a sus tripas, a sus neuronas, a cada paso que daba en dirección al colegio. ¿A qué nuevos peligros tendría que enfrentarse ese día? ¿Qué nueva trastada le tendría preparada su verdugo? A veces se lamentaba de no haber heredado el gen reaccionario de su hermano. A pesar de que, en sus juegos fraternales, le chinchaba y se burlaba de él, Bernardo tenía un alma noble. Y ahora le echaba de menos, seguro que no hubiese permitido que esa bestia le hubiese puesto la mano encima.

 

            «¡Gusano de mierda!, ¿dónde te escondes?».

            El vozarrón de Nacho retumbó cual trueno, todo el mundo de la tercera planta lo pudo escuchar. Era él el aludido, sin duda. Leandro vaciló un segundo en si agacharse bajo el pupitre, rezando para que no lo viera, o salir huyendo del aula, escaleras abajo, y al menos lidiar con el peligro en campo abierto, donde algún profesor pudiese salir en su auxilio. No hubo opción, el mostrenco fue más rápido que sus pensamientos, y entró en el aula dando tal patada a la puerta que casi la descabalga de sus goznes.

            El resto de alumnos salieron pies en polvorosa, no querían ser testigos de la escabechina. Lo agarró como un guiñapo y lo estampó contra la pizarra, provocando una nube de tiza que envolvió a ambos.

            «Así que has ido con el cuento de nuestros encuentros a mi padre, pedazo de mierda». Negó con la cabeza el aturdido infante. «¿Cómo que no? El hijo de la Toñi, bien claro me lo ha dejado mi padre mientras me sacudía con el cinto».

            Leandro comprendió que no serviría de nada, que cualquier respuesta sería errónea, así que se resignó a su suerte. El bruto lo agarró por la cartera, que llevaba colgando de sus hombros, y a empujones lo llevó hasta una de las ventanas abiertas. Lo subió al alféizar, sujetándolo inclinado cual mástil de bandera, su pecho más allá de la vertical de la fachada. Abajo, el conserje hacía aspavientos mientras cruzaba el patio como un relámpago. Le temblaron las rodillas, el vértigo le nubló la vista y por un momento creyó estar suspendido en el éter. Un nuevo graznido de Nacho le estremeció: «¿Quieres morir?».

           

Frente a frente, treinta años después. Toda una vida de pesadillas, de terapeutas, de miedo a las alturas. De nuevo tenía que enfrentarse al peligro, ahora por un puñado de billetes.

            Sintió otra vez la presencia. Un súbito frío le erizó la piel, como aquel día en la ventana. Frente a ellos, surgiendo de las sombras, unos refulgentes ojos reflejaron el brillo de la hoja asesina. Una risotada infantil recorrió el callejón. Sintió flaquear el brazo opresor, lo que aprovechó para zafarse. El miedo cambió de bando. Con aplomo, Leandro conminó al espectro: «Todo tuyo, hermano».

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