sábado, 30 de octubre de 2021

LA PROEZA DE EDUARDO MORENO ALARCÓN, por Primitivo Fajardo.

 


Mi ilustre amigo el escritor Eduardo Moreno Alarcón, al que venero como a un druida medieval porque va por el mundo animando al prójimo con la flauta travesera de su alegre carácter y su zurrón cargado de humildad, sapiencia y pócimas literarias con las que dulcificar la dura existencia humana, firmó en la pasada Feria del Libro de Madrid ejemplares de su última novela, «La proeza de los insignificantes», galardonada merecidamente con el XIV Premio de Novela Corta «Encina de Plata», el certamen nacional más prestigioso de esta modalidad, que cuenta con un jurado fortificado por la editorial Premium con plumas de la talla moái de Luis Mateo Díez, José María Merino, Luis Landero y Gonzalo Hidalgo Bayal, de quienes Moreno Alarcón recogió orgulloso la distinción el año pasado porque el premio se otorga seis meses antes de la publicación del libro. Hace poco ha vuelto a reunirse con ellos para la entrega de la edición de 2021.

 

Como dicen los cazadores de codornices en los llanos de Albacete: el que la sigue, la mata, y el que no, la desbarata. Eduardo ya había sido finalista de este galardón en 2014 con su primera novela, «Entrevista con el fantasma». Se ve que es mal perdedor y que la espinita ponzoñosa del segundo puesto de entonces se le clavó bien hondo en la epidermis y ya iba siendo hora de sacársela con las aceradas pinzas del premio gordo.

 

No es la primera vez que el albacetense –de La Roda para más señas– logra un galardón, ni la vez primera que exhibe palmito en la importante cita literaria madrileña. Ya firmó en la edición de 2015, precisamente cuando se publicó «Entrevista con el fantasma». Si es un hito que colma de alegría a cualquier autor firmar en la feria dejándose la muñeca en sentidas jaculatorias a lectores próximos y anónimos, repetir es todo un récord del que mostrarse orgulloso porque refuerza su solidez, su templanza y su calidad como autor. No será la última porque aún quedan caudales ilimitados de narrativa por extraer de tanta capacidad creativa como almacena Eduardo en su rubicunda molondra, hipertrofiada hasta la última dendrita de lecturas, conocimientos e imaginación.

 

De hecho, cuando nos vimos el pasado mes de septiembre en la caseta de la feria, le pregunté por sus proyectos futuros. «Me apostaría el herraje, las orejeras y hasta la mielga a que ya tienes otro libro en puertas», le dije. Efectivamente, me confesó que se ha lanzado por fin a escribir la gran novela que todo literato sueña y anhelan con impaciencia sus fieles lectores (esto no lo dijo él, que es pura modestia, esto lo digo yo).

 

También le recordé que tiene otro asunto importante pendiente de publicar, que esperemos vea pronto la luz en formato papel, pues lo leí por entregas hace tiempo en el periódico digital «Crónica de La Roda»: «Los Paragnostas», un relato viscoso, surrealista, alienígena, que podría servir como guión para una serie de irse de vareta en Netflix. Está redactado a cuatro manos con su amigo y también escritor albacetense Pedro Pastor Sánchez, otro crack de la truculencia fantástica con quien Moreno Alarcón ha escrito además «Visionarios», un relato que engancha desde el título combinando las vicisitudes de Von Braun y su cohete V2 durante la II Guerra Mundial, las intrigas rusas y americanas en torno a la conquista espacial y las aventuras de la NASA y los astronautas del Apolo XI en su periplo lunar. Esta extraordinaria invención, de la que ambos firmaron ejemplares en la pasada feria, forma parte de «Efeméride», obra editada también por Premium que recopila ocho relatos de ciencia ficción de diferentes autores para conmemorar el 50º aniversario de la llegada del hombre a la luna.

 

«La proeza de los insignificantes»

 

Fruto de la inquietud de Moreno Alarcón por explorar nuevos horizontes narrativos surge «La proeza de los insignificantes», que fue publicada en abril de este año y obtuvo excelentes críticas. Al poco de ser alumbrada, el autor, emocionado con la llegada del nuevo retoño literario, que traía ese primer premio bajo el brazo, me confesó: «Personalmente, escribir esta novela fue una experiencia maravillosa, liberadora y divertida... Ojalá pueda llegar a los lectores con la intensidad que disfruté al escribirla».

 

Que está llegando a los lectores es notorio porque en seis meses ha cosechado un meritorio éxito de ventas, y que es gozosa su lectura lo aseguro yo que la he leído tres veces y he disfrutado como un gorrino hozando salvaje en un edén patatal. Bien es verdad que tiene poco mérito la crítica por mi parte porque soy un adicto confeso a los textos de Eduardo y me declaro adorador circunspecto y mitómano de su narrativa, lo que me hace poco imparcial a la hora de juzgar su obra.

 

Mas esa debilidad no me impide resaltar con justicia sus variopintos méritos, aunque suene a nenia lastimera. Si bien no voy a cometer la imprudencia de calar el melón de su argumento, pues cada palabra de lo escrito cuenta y está estudiada para sorprender al lector, diré que el narrador de la historia es un escritor que no quiere publicar la que será su última novela pero se empeña su editora. Los hechos comienzan en el bucólico paisaje del Maestrazgo turolense cuando una bola luminosa se desploma del cielo sobre los huertos de la localidad de Tronchón. La investigación del meteorito atraerá a un geólogo planetario del CSIC y asesor de la NASA y a una catedrática de cristalografía y mineralogía de la Complutense. Las vidas de los protagonistas y de los habitantes del pueblo se verá afectada por este suceso, pues deberán afrontar la proeza de seguir adelante con su vida asumiendo los cambios acaecidos.

 

Sí puedo afirmar sin temor y sin ambages que se trata de una metanovela original en su concepción, divertida en su argumento, de tinte costumbrista y fantasía desbordada y cargada de recursos narrativos. Literatura pura trazada con desparpajo y maestría épica y una imaginación fuera de lo común. En su línea y con todas las características del estilo personal al que ya nos tiene acostumbrados el escritor rodense, cuya obra, desde el primer cuento a la última novela, es reconocida por una prosa rica en epítetos, denso vocabulario y aroma poético, rebosante de simbología, con imágenes grotescas, delirantes, bañadas de expresividad y complejidad psicológica, con párrafos cortos, precisos y armados de ritmo musical, golpes efectistas y metáforas medidas que son certeros trallazos a la conciencia del lector.

 

Sus geniales creaciones, fruto de la investigación, de la intuición y del conocimiento exhaustivo y extremo de un lenguaje que domina a la perfección y las más variadas técnicas expositivas, que domina con soltura como escalpelos forenses y sin constreñirse a un único género, invitan a la reflexión y despiertan el ansia por la lectura porque desarrollan con intensidad tramas, ora complejas, ora hilarantes, ora tremendistas, cuajadas de sorpresas y trampas para osos. El autor sabe recrear ambientes con una singular tensión poética en las anécdotas, en las situaciones y en los personajes que saprofitan la atención del lector y actúan sobre su ánimo como ondas expansivas… como si este tuviera el cerebro embutido en una campana de bronce de iglesia gótica repicando a medianoche o a la sagrada hora del Ángelus.

 

 

De casta le viene al galgo

 

Eduardo Moreno Alarcón puede escribir sobre lo que quiera porque sabe, se esfuerza y se divierte. Y escribe divinamente, escribe como los ángeles. O mejor dicho, como si fueran los mensajeros del cielo quienes le dictaran las divinidades que escribe, como cuando a San Isidro le cultivaban la besana los rollizos y alados angelotes mientras se echaba la siesta. Una vez, disertando sobre la profesión de escritor, dije de él que era un erudito de raza y bajo su apariencia de geniecillo informático, de científico despistado, de famélico y menesteroso monje del Himalaya, o de perito con mesiánica vocación política de redentor de pueblos, se escondía una mente cartesiana, lúcida, analítica, creativa, ingeniosa y trufada de proyectos y delirios literarios. Todo eso desbocado no hay barrera material que lo frene.

 

Si a las pruebas nos remitimos, poco me equivocaba. Destacan en la poliédrica capacidad creativa de Moreno Alarcón las facetas de músico (pertenece a la banda de música Virgen de los Remedios, de La Roda), actor de teatro y autor de piezas teatrales y, sobre todo, la de escritor pertinaz, prolífico y aficionado a coleccionar triunfos, que a su producción novelística añade la de guionista de proyectos artísticos, prologuista de poemarios y novelas ajenas, jurado de premios literarios, analista de opúsculos, coordinador del club de lectura de literatura fantástica en la Casa del Libro de Albacete y la colaboración asidua en brillantísimas publicaciones literarias electrónicas como «Absolem», y portales digitales relevantes tal que «CosmoVersus».

           

Coronada por su más reciente actividad de dramaturgo, que le ha llevado a estrenar el 21 de octubre de 2021 en el Teatro de la Paz, en Albacete, la obra «Esconde la mano», producida por Teatro Thales e incluida en la red de artes escénicas de Castilla-La Mancha, la andadura de Eduardo Moreno Alarcón en el mundo de las letras se remonta a su infancia, allá por los primeros años ochenta en los talleres de la «Imprenta Samuel», perteneciente a su familia, impresores de La Roda de toda la vida, donde el chaval creció viendo a su padre trasegar entre minervas, legajos almacenados en anaqueles y manipulando cubos de tinta y resmas de papel, lo que un día no muy lejano habría de orientar definitivamente su irrenunciable vocación hacia la escritura.

 

Podríamos decir, por tanto, que juega con ventaja y que de casta le viene al galgo, pues generosa es su herencia de larga estirpe rodeña emparentada con la cultura local. Sin restar un adarme de mérito a su currículum, Eduardo lleva en el genoma la profesión de escritor, igual que se transporta en el ácido desoxirribonucleico el color de los ojos, la forma de andar, la pulsión suicida, el instinto asesino o el afán depredador de libros.

 

Por parte de padre, Eduardo es nieto de Samuel Moreno Romero, impresor e intelectual de la época del Ateneo rodense, en los primeros tiempos del siglo XX; e hijo de Eduardo Moreno Martínez, que regentó el taller tipográfico durante buena parte del siglo pasado. Por si fuera poco, en el lado materno es bisnieto de Arturo Alarcón Santón, autor del Himno a La Roda, gran músico y pianista, compositor de zarzuelas que se estrenaron con éxito en los años veinte. Su hermano, y tío bisabuelo de Eduardo, fue el catedrático y arabista Maximiliano Agustín Alarcón Santón, una de las figuras más destacadas de la sociedad rodense de principios del XX y el mejor amigo, compañero de juegos, de lecturas y de estudios que tuvo el gran filólogo rodense Tomás Navarro Tomás, miembro de la Real Academia Española y una de las luces incandescentes que ha tenido nuestra lengua en toda su historia.

 

Una fulgurante carrera

 

Los primeros poemas de los años mozos dieron paso en la adolescencia de Eduardo a la creación de comics emulando los tebeos de la época, con los que se fue forjando en su mollera, en la imprenta sita al pie del «Faro de La Mancha», la torre de la iglesia de El Salvador de La Roda, la más alta de la provincia de Albacete, la tramazón de su incipiente vocación de juntaletras. Sin embargo, contra todo pronóstico, su subconsciente –podríamos pensar que manifiestamente mejorable en aquella época– le llevaría a Madrid a licenciarse en Psicología en vez de en Filosofía y Letras. Aunque, cuidado, porque viendo ahora los resultados pienso que pudo ser un error premeditado.

 

Sabiéndose los principios regidores de nuestra lengua y grabado a fuego el impulso guerrero de las letras en lo más profundo de sus islotes de Langerhans, seguramente era más práctico para él de cara al futuro entender los problemas psicológicos del ser humano y el alcance de los esguinces neuronales de las mentes criminales. Así ha podido extraer de sí mismo las abundantes dosis de jugo literario con que ha creado personajes tan inquietantes como magnéticos con los que salpicar sus truculentas historias.

 

Prosigo. Con la pluma al ralentí y la carrera liquidada, fue dando tumbos desorientado ganándose la vida como técnico en Prevención de Riesgos Laborales y Medio Ambiente, hasta que el grisú estalló en su conciencia y obró la criatura en consecuencia. Despuntó en 2008 llevándose de calle el concurso de relatos de terror «Nexus Outsiders», que volvió a ganar en 2009, quedando al descubierto su «yo» de narrador omnisciente.

 

Numerosos artículos publicados y dos primeros libros, compendio de relatos breves de misterio y ciencia ficción con títulos tan horripilantes como «Lo que vino de las profundidades» (2010), prologada por nuestro paisano y dramaturgo Pedro Manuel Víllora Gallardo, y «Oscuro parentesco» (2014), revelaron su estatura de gran novelista y genial visionario. Su virtud creadora nos obsequió con unas incursiones estremecedoras en el mundo del terror, la alucinación y lo sobrenatural que nada tienen que envidiar a los mejores relatos fantásticos de Irving, Lovecraft, Tolkien, Stoker, Dickens, Poe, Verne, London, Chéjov, Kafka, Asimov o Stephen King, por citar solo la docena de sabios a los que en el altar de mis devociones atufo de incienso a diario.

 

Sería por esta época, quizás antes, cuando tomó la sabia determinación, mancomunada con la «Musa del Omaña», Marién, su santa, de dejarse de martingalas y arbitrar su espantada del mundanal ruido para sumergir su cuerpo entero y su arte palpitante en la pila bautismal de su pulsión por contar historias y untarse con los óleos del sagrado –y maldito– oficio de escritor, como el seminarista se entrega sin pensarlo a Dios, a la oración y al celibato. No es poco riesgo el que asumió al afirmarse en tal oficio en un país empecinado en ignorar, cuando no despreciar, la dedicación absorbente a la literatura.

 

Una vez rota la cadena laboral y retirado a su guarida en el Nueva York de La Mancha –Azorín dixit–, llegaron las novelas a cascoporro para confirmar lo acertado de la resolución. Media docena de obras publicadas en pocos años dan la talla de Moreno Alarcón como máquina de producir secuencialmente literatura explosiva, como deflagran con cadencia de milisegundos los detonadores en las voladuras controladas. Cada distopía, cada mutación, cada evisceración mental suya que se ha visto retractilada en la encuadernación, ha superado el reto de ser bendecida con algún espaldarazo literario de ámbito nacional, e incluso internacional como el «Naji Naamen Literary Prize» de El Líbano, en 2019.

 

Aparte de «La proeza de los insignificantes» (2021), ha publicado otras cuatro novelas y la antología de cuentos «Sucesos del otro lugar» (2020), prologada por el escritor granadino Francisco José Segovia Ramos, que reúne lo mejor de su demencial y premiada cosecha de la última década. Las novelas se titulan: «Entrevista con el fantasma» (2015), ya mencionada, finalista del VIII Premio de Novela Corta «Encina de Plata»; «La fuente de las Salamandras» (2017), finalista del II Certamen Alféizar de Novela, que tuve el honor de presentar con el autor en La Roda; «Sonata de mujer» (2018), finalista del XXXVII Premio Felipe Trigo, prologada por el escritor argentino Alejandro Mansilla; y «Apuntes del espejo» (2019), premio Jerónimo de Salazar de Novela Histórica.

 

Con otros mimbres publicados por distintos mecanismos, imposibles de reseñar aquí por ser legión, ha recolectado variopintos galardones. Al ya mentado «Nexus Outsiders» hemos de añadir ser finalista en la IV edición de los premios «Mallorca Fantástica», en 2011; el tercer premio en el concurso de relatos «Víctor Chamorro», en 2012; ganador del II certamen de relatos de terror «Sueños de Opio», en 2013, además de finalista de este premio en la edición de 2014; y primer accésit en el I certamen literario «Guadix, primavera y vino», de 2017.

 

Un oficio brillante y premiado

 

Eduardo lleva en el sacerdocio magisterial de las letras poco más de una década, pero ha producido un material literario inmenso, altísimo y de calidad extraordinaria. Ojalá esta obra tuviera más reconocimiento en los medios y estuviera para su disfrute al alcance de cuantos más lectores mejor. Por desgracia, vivimos una época extraña en la que publican con facilidad los marrajos de la prensa rosa, los políticos mediocres –valga la redundancia– y los presentadores y tertulianos levemente estreñidos que pululan por las televisiones, a los que las grandes editoriales publicitan con prioridad para garantizarse las ventas. No es que eso esté mal, porque lo importante es que la gente lea, aunque sea una rasilla de hueco doble, pero sería mucho mejor que se diera el equilibrio entre ambos extremos, la alternancia promocional entre famosos y noveles. Por fortuna, hay otras editoriales más modestas, como Premium y su «Encina de Plata», empeñando cuerpo, alma y peculio en sacar a orear a los escritores solventes como Eduardo para darles un empujón en su carrera, lo que en este cicatero mundo siempre es de agradecer.

 

Por todo lo aquí escrito, y desde mi pétrea gárgola capitalina, exhalo un deseo que es a la vez una premonición de arúspice interpretando la voluntad divina en las entrañas del animal sacrificado: que su obra recibirá el reconocimiento abrumador que por trabajo, actitud, rigor, empeño y talento le corresponde. Es la justicia que merece la carrera literaria del eximio escritor rodense Eduardo Moreno Alarcón, cuya proeza está en sacrificar ilimitadas dosis de paciencia y un mantenido esfuerzo de trabajo cotidiano a su pasión por la literatura, repartida entre la dramaturgia, las colaboraciones editoriales y las novelas. Pasión de la que ha hecho un oficio tan brillante y tan premiado.


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