sábado, 30 de octubre de 2021

SOLA CON EL PELIGRO, por Pepe Velasco Romero.

 


Jamás, ni en sus peores pesadillas, hubiera imaginado el grado de fanatismo  y crueldad que podía llegar a alcanzar el ser humano. Ella, que desde que tenía memoria había tenido  alma de artista, y como poeta siempre le había cantado al amor y gustaba de ensalzar la belleza y  los más altos valores del género humano. No, no podía dar crédito a lo que estaban viviendo en esos instantes. Desde que aquellos fanáticos desalmados la aprehendieron, no sabía bien el tiempo que había transcurrido; se sentía estar mecida por el constante y persistente riesgo, como un muñeco desmadejado e inerme, y tenía la sensación continua de tener en su boca un puñado de arena que hubiera de masticar sin parar y sin la más remota posibilidad de deshacerse de él o de deglutirlo de forma alguna. Aquella sensación tan desagradable y la vez rara ella la achacaba sin ningún atisbo de duda a la persistente angustia  y desasosiego que se había instalado en ella desde que sus captores la sacaran de su casa para arrastrarla hasta aquel lugar inmundo. Si Nadia hubiera de definir aquella sensación, no le cabria duda de cómo habría de hacerlo: era como si allí se mascase el peligro.

         Tenía la desagradable impresión de que el peligro era algo físico, tangible, que parecía culebrear a través de su espina dorsal por entre la tela de aquella, para ella, absurda y anacrónica especie de saya que le habían hecho vestir. La sensación era como si una sabandija repugnante le subiera desde el coxis hasta el occipital en la misma base de su cráneo, en un zigzagueo que parecía premeditado e inteligente. Como si se comportara así exprofeso para causarle un terror a la vez que soterrado, persistente y demoledor. Para inocularle en sus carnes aquella angustia atroz y más que real que flotaba por cada rincón de la estancia como niebla espesa y fantasmagórica. Cada detonación seca; cada rasgar el aire de un acero; cada puerta cerrada con violencia u órdenes vociferadas con premura; cada resonar de pasos en tropel a través de los angostos corredores. Todo ello producía en ella una sensación de ansiedad e indefensión tal que erizaba todos y cada uno de los vellos de su cuerpo.

      Y a ella, Nadia Sayeed, artista de las palabras, creadora de belleza con el lenguaje, cantadora del amor desde que apenas hubo aprendido a hilvanar las palabras, se le hacía muy difícil aceptar aquella situación a todas luces brutal e irracional. Una brutalidad que en un principio supuso gratuita, pero que conforme se fueron sucediendo los acontecimientos y entrando personajes en escena, concluyó, no sin razón, que toda aquella escenificación tenía un fin muy bien planificado y definido. Tenía como objetivo máximo conculcar en ella el miedo. Hacerla conscientes del peligro que la circundaba. Allí estaba ella en aquel lugar donde vehementes fanáticos intentaban  matar sus palabras. Cercenarlas para que no pudieran cumplir su objetivo último de gritar libertad.

         Allí contempló horrorizada, en una ocasión que pudo vislumbrar el exterior a través de la exigua rendija de una enrejado  pero a la vez maltrecho ventanuco, al que pareció ser un buen hombre, indefenso y resignado, con el desamparo dibujado en su rostro desvaído, siendo decapitado de un solo tajo de irracional acero. Su cabeza rodó por el pavimento sucio de tierra reseca que no tardó en beber su sangre con ansia y sed de tiempo. En ese instante, Nadia comprendió que su libertad y la poesía que con tanto mimo desde siempre había cultivado, incluso su vida, habrían de ocultarse en profundas cloacas de miedo y de silencio. Porque el peligro estaba a la acechanza constante. En su febril imaginación,  a ella se le aparecía como un nocivo magma que le rondara de continuo, enmudeciéndola y paralizándola, y aquel efluvio parecía actuar como una entidad adiestrada para tal menester.

 

Nadia se retrotrajo en el tiempo y a su mente vino el recuerdo de momentos felices de días sin más preocupación que la de intentar ser feliz junto a los suyo. Días de preocupaciones cotidianas y cuestiones triviales  que ahora le hacían sentirse ridícula por aquellas pretéritas y poco acuciantes preocupaciones. Ahora lo que posiblemente estaba en juego era su propia vida, y la ensoñación duró poco. El sentimiento de peligro continuaba  ahí, corroyendo su ánimo como un gusano “barrenador” perforaría la carne en la que fuera depositado en estado larvario para, así, sin prisa pero sin pausa, poder desarrollarse,  destruir y a la vez alimentarse de la carne en la que fue depositado.  

 

        -¡Tengo miedo, mucho miedo! –confesó Nadia aterrorizada a su compañera de cautiverio.

         -¡De eso se trata, de someternos a través del miedo! En un principio nos exponen a una situación de peligro real o ficticio a través de la cual nos inoculan el miedo y a partir de ahí nos convertimos en auténticos zombis. En fieles y leales servidores de nuestros propios verdugos.

 

        Nadia se quedo mirando expectante y un tanto admirada a su compañera  de suplicio. No se había fijado en ella antes. Pensaba que la constate y expeditiva sensación de peligro en la que la  habían mantenido durante todo el tiempo que la tenían retenida había atrofiado casi por completo todos sus sentidos.

       -Tú no eres del país, eres extranjera, ¿verdad? –preguntó Nadia intentando fijarse mejor en ella pese a la lobreguez de la estancia.

      La otra la miró a su vez, pero nada contestó.

    -¡Dime algo, o me volveré loca! –pidió Nadia en tono de suplica.

   -¿Cómo te sientes? –le preguntó la compañera de cautiverio. Hablaba en su propia lengua con un acento más que aceptable.

    -¡Siento como si una mano gigantesca me estuviera oprimiendo el estómago sin parar a la vez que me lo arañara con saña! –contestó Nadia con franqueza.

    Volvió a mirar al rincón donde casi podía adivinar que se encontraba su extraña compañera, porque apenas podía verla, solo llegaba a escuchar su respiración entrecortada y, creía, podía adivinar su silueta recortada contra la exigua claridad que se filtraba a través de alguna rendija errática. Pero al centrar su mirada con más atención en el lugar donde le había parecido verla, comprobó, confusa y estremecida, que allí no había nadie.

      Aquel rincón estaba vacío.

      Estaba sola en aquel cuchitril inmundo. Estaba sola. Sola con su delirios, sola con sus miedos, sola con sus congojas… sola…  Quizá, todo fuera producto de su imaginación calenturienta y delirante. Estado al que la había llevado la percepción de constante peligro y del miedo exacerbado nacido de este  irracional contexto. Tenía que ser fuerte y sobreponerse, ser capaz de soportar la constante zozobra por la que le hacían pasar en todo momento para que esta no terminase por minar su razón y la hiciera olvidar hasta su identidad real. Pero el ambiente de exacerbado peligro persistía, y Nadia concluyó desalentada que la Nadia que saldría de allí, si es que lo lograba algún día, nunca volvería a ser la misma Nadia que entró. Y se sentía indignada a la vez que afligida. Enfurecida con la situación y a la vez con ella misma, por no creerse capaz de vencer con la tenacidad de sus convicciones la sinrazón ciega de aquellos fanáticos. No se sentía con fuerzas ni se creía con el suficiente valor para hacer frente a aquel estado de cosas y, por ello, se abandonó a su suerte.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario