Estaba lloviendo a cántaros. No había cenotafio, panteón
o mausoleo que se librara del monumental aguacero que caía sobre el camposanto
aquella mañana de septiembre. El agua repiqueteaba sobre la pulcra lápida,
formando regatos en los cincelados trazos que la surcaban. «Aquí yace Romualdo
Castillejo». La piedra esperaba su turno para ser ubicada. El clérigo terminaba
el responso. El agua bendita lanzada por el hisopo se mezcló con la lluvia
antes de salpicar el ataúd. No así las lágrimas de la viuda, que no estropearon
la capa de maquillaje que cubría sus sonrosadas mejillas. Parapetada bajo un
poblado caparazón de negros paraguas, cual formación romana en tortuga, los
adláteres simplemente esperaban un gesto de la dama para dar por finalizada la
farsa. No resonaría ningún panegírico loando al difunto, ningún amplexo
reconfortante, ni plañideras, tampoco los vívidos colores de las flores
acompañaban al féretro.
La ataraxia de Herminia solo se quebró, aparentemente,
cuando el cura recogió su múrice estola y se aproximó para darle el pésame. Voz
quebrada y gimoteo. Puro teatro.
¿Quién
era Romualdo Castillejo para que nadie, nadie en absoluto, derramara una
lágrima por él, esbozara un simple sollozo compasivo en su funeral?
A
unos metros de la escena, un hombre esperaba apoyado en una pala. Su gorra
apenas podía evitar que el diluvio formara meandros en su poblada barba.
Terminado el acto, se apresuró a recoger con su herramienta una porción del
montículo adyacente al hoyo, y lo aproximó a la viuda, como era costumbre antes
de proceder a dar sepultura al finado. Instintivamente, dos de los escoltas
reaccionaron dando un paso al frente, al tiempo que echaban mano a las armas
que portaban bajo sus plomizas gabardinas. Estaban entrenados para repeler
cualquier tipo de amenaza. Se dieron cuenta inmediatamente de lo absurdo de su
gesto, volviendo a la alineación. Contrariamente a lo que se podía esperar, el
hombre no se arredró, y mantuvo la pala con firmeza a la misma altura, ni un
solo gasón se derramó. La mujer clavó su pupila en la del desconocido, atónita
ante situación tan incómoda. Finalmente, con cierto desdén, asió un puñado de
tierra y lo arrojó al vacío, mientras mascullaba: «Púdrete en el infierno».
Amainaba
la tormenta cuando el séquito comenzó a alejarse de la tumba, sobre el légamo
quedaron sus pisadas. El hombre terminó su tarea cubriendo la caja. Solo el
clérigo habría entendido la cita de Horacio que brotó de su boca tras la última
palada: «Vestigia nulla retrorsum» («Ni un paso atrás»). Él, y solo él, tenía
un conocimiento completo y verídico de cómo fueron los últimos días de Romualdo
Castillejo.
Romualdo
era un hombre afortunado. Heredero de una de las familias más acaudaladas de la
comarca, no se conformó con el floreciente negocio familiar, poco se le hacían
las haciendas y tierras cultivadas, que producían elevadas rentas anuales.
Cuando cumplió los treinta tomó las riendas del emporio, ante los persistentes
problemas de salud de su padre, patriarca y preboste de la comunidad. Su
carisma e influencia fueron una larga sombra bajo la que el vástago vivió durante
años, su carácter era bastante distinto al de su progenitor. Lo que no
conseguía a cambio de favores, finalmente terminaba arrebatándolo por la
fuerza. Quiso agrandar su imperio dedicándose también a la exportación, y se
rascó el bolsillo, en contra de la opinión de sus asesores, para hacerse con un
pequeño aeródromo y una flota de aeroplanos y avionetas. El asunto funcionó.
Estaba en la cumbre.
Fue
entonces cuando la molicie casi dio al traste con todo. La triste muerte del
patriarca fue el detonante. Las fiestas, los viajes y la vida disoluta se
hicieron cotidianos, y si no hubiese sido por el apoyo incondicional de
Ataulfo, mano derecha de su padre durante décadas, único y fiel factótum, su
inmenso castillo de naipes se hubiese derrumbado.
Ya
era el hombre más envidiado de aquella parte del Caribe, pero había algo que
todavía no había conseguido, el respeto de sus conciudadanos. Cuando conoció a
Herminia en un desfile de modelos, creyó que había llegado el momento de sentar
cabeza. También para dar el salto a la política. Se casaría y aportaría hijos a
la comunidad, y con estas credenciales, filántropo magnate, abnegado esposo,
cariñoso padre, se postularía para alcalde de su municipio. Su objetivo, llegar
algún día a ser Gobernador del Estado.
Romualdo
no había previsto que pretender llegar a determinadas cotas de poder le pondría
en el punto de mira de abyectas organizaciones, deseosas de controlar las
instituciones para su propio beneficio. Presentar una candidatura independiente
era bastante oneroso. Además, enfrentarse al partido oficialista le granjeó no
pocas enemistades entre la élite corrupta. Sus mítines eran boicoteados y se
encontró con trabas para hacer llegar su mensaje a través de los medios. Apoyos
inesperados en forma de donaciones por parte de algunos empresarios le dieron
el fuelle y confianza suficientes para continuar su carrera política. Consiguió
dar un vuelco a las encuestas. Contra todo pronóstico, se alzó con una
aplastante victoria.
El
día que recibió el bastón de mando como primer edil de Arcadia, se dio un baño
de multitudes. Sus primeras medidas, tal vez algo populistas, al menos
facilitaron la vida de los más desfavorecidos. Fue un espejismo. Todos
esperaban algo de Romualdo, especialmente aquellos que le dieron su apoyo. Su
ambición resultó ser inferior a su ingenuidad, no sabía que el dinero recibido
para financiar su campaña procedía de los cárteles. Enseguida, la extorsión le
abrió los ojos. Y tuvo que ceder. Se promulgaron edictos que favorecían la
especulación urbanística en los barrios periféricos, facilitando así el
blanqueo de dinero. Incluso permitió, a regañadientes, que en sus aeroplanos
viajara algo más que mercancía: drogas, armas, incluso tráfico de esclavas. Del
cénit de popularidad a sus horas más bajas. Vilipendiado por la opinión
pública, azotado por la oposición, se libró de más de una moción de censura, en
el último momento un voto comprado evitaba la debacle.
Esta
espiral continuó durante meses. Bajo amenaza del hampa de liquidar a toda su
familia, no podía ni renunciar a su cargo, era un mero títere. En estas
circunstancias, decidió proteger a su esposa y parientes más allegados en su
finca del promontorio. La relación con Herminia ya estaba bastante deteriorada,
la frustrada maternidad y las continuas ausencias hicieron mella. La reclusión
perpetua pasó factura a la mujer. Un día, con una maleta como único equipaje,
logró eludir a los guardaespaldas y se lanzó en un coche colina abajo, tratando
de buscar la ansiada libertad. Tuvo suerte, pese a todo. Lo más fácil hubiese
sido matarse al caer por aquel abrupto precipicio. Pero sobrevivió. Fractura
craneal y alguna que otra costilla. Lo que ya estaba roto era su matrimonio.
El
día que Ataulfo vio a aquel recolector de cacao, todo cambió. ¿Cómo era posible
que hubiese dos personas tan parecidas? Los callos en las manos delatarían su
condición humilde, pero bien afeitado y acicalado, a corta distancia, podría
dar el pego. Hasta su timbre de voz era parecido. Lo reclutó ofreciéndole una
gran suma de dinero. Solo tendría que subir y bajar del coche, tal vez aparecer
en algún acto protocolario que no requiriese de hablar en público.
Cuando
Romualdo se encontró con su sosias, frente a frente, quedó asombrado. Vio en él
una oportunidad. Tenía que jugar esta baza para librarse de su angustiosa vida.
El hombre no era tan palurdo como parecía. Su avaricia hizo que cada vez
apareciese más en público, los emolumentos eran altos. En su búnker, como él lo llamaba, apartado del
resto del servicio y de su esposa, Romualdo lo fue aleccionando. Redactó un
dossier con detalles de todos aquellos con los que habitualmente se
relacionaba. Con el tiempo, le llegó a escribir pequeños discursos, pregones,
arengas partidistas, que el doble,
con gran entusiasmo, ejecutaba con auténtica profesionalidad. Esta estratagema,
tan solo conocida por Ataulfo, le proporcionó, sobre todo, calma para pensar. Y
tiempo para poner en marcha su plan.
En
verano, llegó el día clave. La rueda de prensa fue breve. Denunció públicamente
las presiones a las que se había visto sometido, y fue muy explícito señalando
a aquellos que se estaban lucrando manipulándolo. Renunció a su cargo y
abandonó el consistorio sin admitir preguntas. El revuelo fue generalizado. La
Fiscalía, a raíz de esta declaración, hizo pesquisas y se realizaron algunas
detenciones, tanto de funcionarios públicos como de influyentes empresarios,
algunos estrechamente relacionados con los hampones. El avispero se agitó, tal
y como Romualdo había pronosticado.
El
magnate se confinó en su hogar. Apenas se desplazaba para gestiones urgentes
que precisaban de su presencia. Duplicó la escolta habitual y se gastó una
fortuna en medidas de vigilancia. Sabía que, antes o después, los mafiosos
tratarían de tomarse la revancha. Había que anticiparse a sus movimientos. Un
día, a primeros de agosto, su coche blindado fue abordado por motoristas
armados, bazuca en mano. Era un suicidio oponer resistencia. Las negociaciones
se llevaron en secreto, ni prensa ni cuerpos de seguridad estaban al corriente,
siguiendo las indicaciones de los secuestradores, que solicitaron a la familia
una altísima cantidad de dinero para liberar al desdichado. Herminia se mostró
inflexible y contundente desde el principio. No cedería al chantaje. Ni
siquiera cuando, una semana después, recibió en un cajita parte de la oreja
izquierda de su marido. Aun así, pidió una prueba de vida. A los dos días
recibió una fotografía de su esposo portando en su mano el diario local. Lo vio
bastante desmejorado, escuálido y con la cara amoratada. No le dio lástima.
«Sufre como yo he sufrido, cabrón», pensó para sus adentros. Con un poco de
suerte, los peores augurios se confirmarían y ella sería la única heredera de
una inmensa fortuna.
Ataulfo,
como portavoz de la familia, se comunicaba regularmente con los delincuentes,
tratando de buscar una solución al conflicto. O al menos eso parecía. En
realidad sus intenciones soterradas eran otras: se encargaba de darles precisas
instrucciones. Tras cuatro semanas de incertidumbre, recibieron un ultimátum. El
dinero solicitado como rescate en una bolsa abandonada en un bosque a cambio de
la vida del Romualdo. Límite: veinticuatro horas. Ataulfo lo comunicó a
Herminia y apeló a antiguos sentimientos, a una mínima muestra de humanidad por
parte de su ama. De nuevo, una negativa por respuesta.
Cumplido
el plazo sin obtener sus pretensiones, el teléfono sonó en la hacienda. El
informante dio una ubicación muy precisa de dónde encontrar al rehén. Y lo
hallaron, pero con dos tiros a bocajarro en la cara.
Cuando
Herminia se despidió de Ataulfo en la puerta del cementerio, no imaginaba que
sería la última vez que vería a su añoso sirviente. Este partió raudo al
aeródromo y abandonó el país para no volver. A su lado, su acompañante miraba
por la escueta ventanilla de la avioneta cuan pequeñas se veían sus posesiones.
El reflejo en el cristal devolvía una imagen nueva, sus facciones cambiadas por
la cirugía estética. El dinero, a buen recaudo en cuentas del extranjero.
Herencia y posesiones, redistribuidas en un nuevo testamento a favor de su
hombre de confianza. Sobre su conciencia, la muerte de su suplantador, tendría
que vivir con esa carga, peaje necesario para conseguir su objetivo.
Así
fue como Romualdo Castillejo, sin escrúpulos, se dio sepultura a sí mismo.