Estaba lloviendo a cántaros un
día de este caluroso septiembre. La ropa se adhería a mi cuerpo por la humedad
y desde mi ventana observaba, cómo el único movimiento eran las gotas
incesantes e impertinentes que encharcaban aceras sin que refrescara el aire.
Como un autómata daba vueltas de
un lado a otro de la casa sin soportar esa oscuridad en la que se había sumido
la tarde. Salí a la terraza a oler la tierra mojada y un resplandor seguido de
un estridente trueno, hizo que me pusiera a “salvo”.
El color de las nubes era gris
oscuro, y el de la tarde amarillento.
Me sentía prisionera en la casa,
en esta casa de la que podía salir cuando quisiera, pero no hoy, porque llovía
y tronaba.
Aunque, ayer no salí por el
sofocante calor y tampoco hace unos meses porque helaba, o porque era de noche…
¿Cuánto hace que el sol no tuesta mi piel…?
Si lo pienso bien, no recuerdo el
último día que cerré la puerta desde fuera…
Solo hay una forma de
averiguarlo, voy a salir. Ha escampado y acaba de pasar un autobús por mi
calle, esperaré al siguiente.
¿Dónde están las llaves? Hace
tanto que no las uso que no las encuentro.
Por fin. ¡Aquí están!
Aunque, ya es casi de noche, y
aún está mojado el asfalto… seguro que ese era el último autobús… Uf, sigue
haciendo demasiado calor y me tengo que mudar de ropa…
Quizás no sea el mejor día para
salir. A lo mejor mañana…
La sensibilidad y belleza de las cosas sencillas.
ResponderEliminarUn placer leerte, querida Concha.
Gracias amiga!!
EliminarGracias a la Oruga Azul por publicar mi relato!
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