domingo, 28 de febrero de 2021
ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 52, 28 de febrero de 2021" El árbol de las palabras".
ASOCIACIÓN CIVIL QUERER LEER A. C. (Villahermosa, Tabasco, México)
CARPE DIEM, por Juan Jiménez Caballero.
De un tiempo a esta parte,
he dejado de darme con un canto en los dientes.
Con una piedra en las espinillas.
Me he negado a crucificarme
y he pintado
mi cuerpo desnudo
de color, de colores.
De un tiempo a esta parte,
ando hablando solo.
Voy mirando a la gente,
a los ojos.
Como haciendo una pregunta.
La pregunta.
De un tiempo a esta parte,
he tirado los relojes.
Y miro al sol, a las estrellas.
Y a mi ombligo.
Y a mi ingle.
Me baño en vino.
Evito el Chanel nº 5.
De un tiempo a esta parte,
ya no me maldigo por perder,
por haber perdido tanto tiempo.
El tiempo vivido.
Perdido.
Ganado.
JUSTICIA (¡QUÉ PALABRA!), por F. Javier Franco Miguel.
¡Qué
palabra: justicia!, nos reclama,
y
nunca, sin embargo, le encontramos
igual
significado, si luchamos
todos
bajo esta idéntica proclama.
Ilusos
son los sueños de esta flama
que
en su ardor tanto quema y naufragamos
entre
llamas y lágrimas, soñamos
para
dejar los sueños en la cama.
Son
tus banderas mis banderas, son
mis
heridas las tuyas, barricadas
de
palabras que dicta el corazón.
¡Justicia,
qué palabra! Derrotadas
sus
sílabas por la ingenua traición
de
no querer ver las cartas marcadas.
UN CANTO DE PRIMAVERA, por Consuelo Jiménez.
Las palabras acercan el horizonte
que se contrae en las miradas.
Ensimismada en la azotea hormiguea la curiosidad,
son las cosas y sus nombres lo que encandila al verbo.
Hay un remolino de imágenes furtivas en la solana
deslizándose tras el piar de un noble pájaro.
Ningún otro, parece querer acoplarse a su estrofa.
Presto los oídos a su silbido,
hilvano tonos azules en la página.
Si él, supiese que tarareo su canto,
amasando las palabras en lo alto del árbol.
¿Dónde tendrá el nido?
Decido que soy afortunada,
escuchando su gorjeo, y con él, este poema.
BUTRÓN, Tomás Sánchez Rubio.
Habían
comenzado a planear la acción, con croquis en papel milimetrado, flexo y
lápices del 2 incluidos, a principios del mes de marzo. El 22 de abril, San
Agapito Papa, se pusieron a cavar el pozo en el patio de una casa cercana
abandonada ante la desconcertada y atenta mirada de cinco o seis gatos: un
negro agujero como alma de pecador se iba abriendo entre una pileta de agua
sucia y un limonero obstinado en seguir regalando sus imposibles frutos a pesar
de la soledad reinante.
Una chapa de gran tamaño maltrecha
por el paso de los años, en otro tiempo anuncio de cierta popular bebida
refrescante, cubría el abismo al finalizar cada jornada. La tierra húmeda que
salía de aquel vacío ojo de cíclope era extendida por el patio que cada semana
veía subir su superficie sobre el nivel del resto de la casa, del mar y de la
calle.
El 29 de septiembre, Santa Catalina
de Siena, domingo, estaba ya todo preparado. Esa mañana, muy temprano, entraron
en el túnel con aire decidido. Los tres habían dormido por la noche de manera
intermitente, del mismo modo, ni más ni menos, que en las últimas veintitantas semanas
.
Todo habría sido distinto si el
dueño de la librería hubiese accedido a venderle a Clara lo que quería… Aún no
alcanzaba a comprender el porqué de su negativa; seguro que para aquel hombre
no tenía el mismo valor que encerraba para ella...
Al final, solo habían tenido que
hacer saltar las cuatro baldosas de terrazo desde abajo. Al fondo del cuarto se
encontraba la estantería, plena de polvo y de olvido; en ella, en la segunda
balda empezando por arriba —tal como Clara lo
recordaba de la última vez—, se hallaba el libro de poemas que su padre,
un hombre aficionado a las efemérides y a los crucigramas, había escrito a
ratos durante años, al humilde resplandor de la farola que daba a la ventana de
la salita, a fin de no molestar al resto de la familia ni gastar electricidad. La
edición la costeó él mismo de su propio bolsillo.
Pensaron huir enseguida con el
ejemplar, pero la muchacha deseaba leerles algo a sus cómplices: muy seria y en
apariencia tranquila, se lo propuso. Clara, Pedro y Anselmo se sentaron en el
suelo de la librería. En silencio, bajo la tenue luz que entraba por los
visillos de una alta ventana de postigos entreabiertos, empezó, con voz
emocionada, por la dedicatoria:
“A mi hija Clara con cariño. A lo
largo de tu vida, nunca cejes en nada de lo que te propongas...”
DE PALABRAS Y BAGATELAS, por Gloria Acosta
Horacio coloca
la canga de tiro a sus vacas cuando aún no ha amanecido. La palmera maravilla a
la derecha, y la panadera a la izquierda. Con las primeras luces despierta a su hijo y se dirigen a las tierras del alcalde.
El muchacho puya a las reses con la punta metálica de la vara de madera.
—¡Goj!— Al
golpe, las bestias se ponen en marcha.
—Flojo Juanito
que son mansas y quieren cariño. Controla a la trigueña, que no se abra.
—¡Vamos!—esta
vez el toque acarició el lomo.
Mientras el
padre asurca la tierra, el hijo esparce estiércol y guano. Siembra de media en
media las papas bonitas, las azucenas y las coloradas.
Ya baja el sol
trasluciendo las montañas. Los pinares silban a retirada. La tierra ampara la
semilla y se preña hasta el verano.
—¿Nos regalará
unos sacos papá?
— Me ha dado su
palabra.
* * *
Aristarco
ordena los pergaminos por género y nombre de autor. Hay trabajo acumulado con
el cargamento del puerto. Demasiado
esfuerzo para un bibliotecólogo. Conoce cada papiro y el lugar
donde se aloja. Guarda tablillas y rollos en arcones, jarros, cestos, nichos y
anaqueles. Ayuda a los filólogos a copiar los manuscritos confiscados. Guarda
el original y da la copia al propietario.
Aristarco escucha disertar a los sabios que
acuden a la Biblioteca. Aprende rápido de lo que ve y de lo que oye, pero sobre
todo de lo que come. Hace tiempo que por su boca salen palabras que su mente
desconoce. Lo descubrió por casualidad cuando decidió alimentarse también de
palabras. Al principio las tomaba de rollos defectuosos y las soltaba en
cualquier conversación, sin venir a cuento. Ahora las domina y las usa en
tiempo y forma. Los filósofos le escuchan con admiración. ¡Cuánto aprende
Aristarco!
De unos meses a
esta parte descubre que algunas le producen temblor y le incitan a la acción.
Quiere probar con los textos prohibidos, las del rollo “Verba venire”, seguro que le valdrá el
respeto de la Reina y será profesor de
príncipes.
Es el día del
asedio. Aristarco temeroso toma una lámpara de aceite y se esconde en la sala
prohibida. A lo lejos se oyen las órdenes de César. Las naves del puerto arden.
Apresurado las
engulle por decenas. Esta es extraña. Pirómano. Traga sin masticar. De repente
el temblor.
EL ÁRBOL DE LAS PALABRAS, por Pedro Pastor Sánchez.
Quemar una etapa es renacer de
cenizas todavía candentes.
La
frase pasó por su cabeza mientras contemplaba la fogata que crepitaba en la
oxidada palangana. Las lágrimas no eran de pena, sino por un cambio inesperado
en la dirección del viento, que cegó por un momento sus ojos con aquel humo
blanquecino. Con cierta torpeza —los efluvios alcohólicos todavía recorrían su
esófago— dio unos pasos atrás, los suficientes para que las pavesas no cayeran
sobre sus empeines.
Aquellos
textos quemados ya eran historia. Renegó de ellos. No estaban a la altura.
Claro que el listón lo puso muy alto. Aquella primera novela le lanzó directo a
un éxito tardío, las incipientes canas le recordaban que había alcanzado su
punto de inflexión vital. Primer dardo, en el centro de la diana. ¿Inesperado?
Tal vez. Mas su segunda obra ratificó las esperanzas que todos pusieron en él.
Barrió con todos los premios, la crítica le alabó, los lectores fueron legión.
Las colas en las ferias, las entrevistas en los medios… «El puto amo», le dijeron
sus más íntimos. Directo al Parnaso.
Tal
vez fue exceso de confianza. O que lo dio todo en esos dos tomos. Y claro, si
te vacías, o si no sabes exprimir al máximo tu potencial interno, te puedes
estrellar.
Y
se estrelló. A la tercera no fue la vencida. Pasó sin pena ni gloria por las
estanterías, vapuleada por unos y otros. Anodina, mecanicista, previsible. Esos
fueron los mejores epítetos que pudo encontrar en las columnas literarias
(desde entonces, las llamó esquelas).
Perdió el favor del público. Y por el camino, también a Julia, que no soportó
sus constantes cambios de humor, la ira del fracaso proyectada en todas
direcciones.
No
obstante, no se arredró. Tocado, sí, pero no hundido. El talento no se pierde
de un día para otro, tendría que dar el callo, exprimirse las neuronas. También
explorar las nuevas tendencias, los gustos del personal. Lo que ayer era
tendencia, hoy ya estaba desfasado.
Tomó
el toro por los cuernos. Con parte de sus ingresos, se había comprado una casa
en el campo, lejos del ruido, de cualquier distracción. Allí las musas no
tendrían inconveniente en volver a visitarle. Con la máquina de escribir
dispuesta frente a la ventana, un paisaje inspirador le ayudaría a encontrar
esa voz que buscaba, nueva, fresca.
Las
hojas, preñadas de letras, fueron acumulándose en el montón. Había aprendido el
oficio y no le costó demasiado hacer borradores de media decena de historias.
Los recientes varapalos, su turbulenta separación, le sirvieron de inspiración.
Hasta
que un día, recibió la respuesta de su editor. Algo fallaba en el texto que le
había remitido. Su veredicto: vocabulario, rico; sintaxis, intachable; trama,
con ritmo. Pero no había alma, los personajes estaban huecos. Tan vacíos como
su propia existencia.
Este nuevo
golpe de realidad hizo mella en su espíritu. Retomó vicios olvidados y, embriagado
por el orujo local, alimentó la pira que incineró aquellas palabras bastardas.
Esa
noche una fina lluvia le impidió conciliar el sueño. Se levantó a media mañana.
Todavía somnoliento, se asomó por la ventana, siendo testigo de un primer hecho
insólito. En derredor de la apagada hoguera había crecido una frondosa y verde
hierba, impropia de aquellos días otoñales. Pero lo más curioso es que entre el
pasto asomaba, inhiesto, un tallo. Demasiada fertilidad para una sola noche,
pensó. Pero lo más sorprendente estaba por venir. Aquel brote fue creciendo,
tomando cuerpo, aumentando en grosor y altura, de forma vertiginosa.
Prácticamente frente a sus ojos, mientras daba buena cuenta de todo el
suministro de bebidas espirituosas, en cuestión de dos semanas, el peculiar
árbol ya daba sombra a la pared sur.
La
clasificación taxonómica del ejemplar le fue imposible, pese a consultar un
grueso tratado de botánica. Las ramificaciones eran tan intrincadas como
conexiones neuronales. La morfología foliar, cordada y de borde sinuado. Tomó
una de aquellas hojas por el peciolo, y la arrancó. Al instante sintió una
punzada en el pecho, como si la queja
del árbol por arrebatarle una parte se hubiese reflejado en su propia anatomía.
Pasó el dedo
por el terso limbo. Luego se fijó en la asimétrica nervadura del envés. La alzó,
observándola al trasluz. No podía creer lo que veía, pensó que era una
alucinación, efectos adversos del alcohol ingerido. O una simple pareidolia.
Insistió. No había duda, ahí estaba, los nervículos parecían dibujar,
nítidamente, una palabra. Sujetó otra hoja, con precaución de no separarla de
la rama, y repitió la operación. Una nueva palabra ante sus ojos. Otra más, y
otra, y otra, de forma totalmente aleatoria. Estupefacto, repitió en voz alta
la secuencia. Lo que había leído en
aquellas hojas formaba una frase con sentido.
Fue a por un
cuaderno para anotar cada palabra. Menos mal que el camino estaba lejos, qué
hubieran pensado sus vecinos al verle encaramado en la escalera, incrustado
entre el ramaje. Aquel día no comió, aporreó las teclas sin descanso, hasta el
ocaso, para transcribirlo todo. Solo tenía que preocuparse de la puntuación de
un texto que tenía una belleza literaria arrebatadora. Esa era la voz que
buscaba. De aquellas raíces brotó algo extraordinario. La savia que lo recorría
tenía algo de él. Singular simbiosis vegetal. Era una locura, pero algo
prodigioso había nacido del fracaso y la decepción. En el otoño de su vida, la
naturaleza le brindó una segunda oportunidad. Recogería el fruto y le daría
forma, para mayor disfrute de sus lectores.
Volvería a la
casa al final de cada estío para ver brotar nuevas hojas, al tiempo que el
bosque cercano se convertía en siluetas desnudas con un manto de hojarasca a
sus pies. Nuevas obras maestras que añadir a los anaqueles. Hasta que un día,
el curso natural de la biología le impidió subir a aquella escalera.
Durante un
homenaje, una joven promesa se acercó al atril, y con voz nerviosa comenzó la
lectura de aquel libro que le encumbró como genio literario:
«Quemar una etapa es renacer de
cenizas todavía candentes».
EL LADRÓN DE PALABRAS, por Carmen Hernández Montalbán.
Kabilia tuvo aquella noche un extraño
sueño: un pájaro con un pico muy largo había entrado a la tienda de su familia
y fue a pararse sobre la frente de su madre. Ella lo miraba con los ojos
entrecerrados por miedo a que el ave se sintiera observada y echara a volar. Pero
aquel pájaro que adivinaba los pensamientos, de repente le habló sin emitir un
sonido: he venido a robar a tu madre las
palabras. Todas las noches vendré, sin que puedas darte cuenta y me llevaré
unas cuantas- y diciendo esto, el pájaro alzó el vuelo, llevándose en el
pico porciones del presente. La madre de Kabilia se levantó al día siguiente,
como todos los días al alba y la muchacha observó cómo, de pronto, cuando iba a
llamarla a ella o a algunos de sus hermanos, se quedaba parada y en silencio,
sin poder articular el nombre de sus hijos con la angustia reflejada en el
rostro. El aviso de aquel pájaro de mal agüero no volvió a repetirse en noches
sucesivas, pero Kabilia sabía que cada noche el pájaro robaba las palabras de
su madre, las iba sustrayendo de su memoria, pues cada día le faltaban más a la
hora de expresarse. Ella conocía la
importancia que esto tenía para una mujer saharaui que portaba en su memoria la
historia del pueblo. Entonces pidió a su madre que cada noche le contara una
historia o le cantara una canción de su infancia, mientras ella la iba
escribiendo en un cuaderno. De este modo, Kabilia, mantenía a su madre
despierta durante algunas horas de la noche, bajo la luz de las estrellas y al
amor del fuego, conseguía recuperar algunas palabras que el pájaro le
arrebataba. Sin embargo, a pesar de su esfuerzo, no podía impedir el vacío que
el pájaro iba dejando en la memoria de su madre, aunque al menos, las historias
quedarían registradas en su cuaderno para la posteridad.
Pasado el tiempo, cuando la madre de
Kabilia había perdido todas las palabras, incluso aquellas que le animaban a
respirar y a seguir viviendo, se marchó de este mundo, llevándose con ella la
presencia amenazadora de aquel saqueador de recuerdos. La muchacha se desposó
años más tarde, portando la preciada dote que su madre le había dejado,
reposando en aquellas arcas con pastas de cartón. Nacieron sus hijos e hijas y
crecieron, fueron a la escuela del campamento y aprendieron a leer y escribir.
Entonces, creyó oportuno que ellos conocieran la historia de su tribu y sacó
los cuadernos para repartirlos entre sus hijos e hijas. Una vez los tuvo
delante, abrió el primero y leyó para sí. Todos los recuerdos la asaltaron.
Recordó el timbre de voz de su madre, sus ademanes, el brillo de su mirada cuando
les relataba con emoción aquellos tesoros que habían sido trasmitidos desde la
noche de los tiempos, de generación en generación. Entonces comprendió que hay
muchísimos ingredientes que las palabras escritas no pueden conservar y que
debía reunir a su familia cada noche alrededor del fuego, tal como su madre lo
hacía, trasmitiéndoles a viva voz aquel legado, para que, andado el tiempo, sus
hijos pudieran retener, no sólo la historia, sino el recuerdo de aquel vínculo
que los reunía, y que el pájaro taimado nunca pudo llevarse. Aquel pájaro
despiadado cuyo nombre es: Olvido.
LILITH Y EL ÁRBOL DE LAS PALABRAS, por Dori Hernández Montalbán.
Hace miles de millones de años, cuando todavía los hombres no habían poblado la tierra, ni dado nombre a todo lo creado; cuando la atronadora tempestad de los océanos devoraba los cielos; cuando la vida apenas consistía en un leve temblor de galaxias; cuando el atlas de la tierra no era más que un vasto espacio de incógnita libertad; cuando no existían más arquitectos que las abejas y los ángeles abrían sus majestuosas alas sobre las montañas, en aquel remoto tiempo, fue cuando se escuchó por primera vez el nombre de Lilith.
Y allí, bajo el amparo del árbol de las palabras, Lilith era el nombre que mejor sonaba. Allí donde el sonido de las palabras parecían semillas de luz que germinaban en el cielo, se escuchó el nombre de Lilith.
Lilith se llamó al ángel más hermoso entre los ángeles, el ángel de voluptuosos pechos como nidos de agua; el ángel hembra cuya misión sería la de poblar la tierra con semillas de vida. Lilith apareció como el eco de los océanos, y habitó el paraíso junto a otro semidiós llamado Adán. Hasta que un día Lilith escuchó desde el fondo de su corazón la palabra “rebelión”, la pronunció porque no venía razón alguna para aquel sometimiento exigido por Adán contra su voluntad. Así es que Lilith abandonó voluntariamente el paraíso y alzando sus esplendorosas alas, se dirigió al Mar Rojo. En aquella región Lilith fue conocida por como “la mujer pájaro”, aquella que, a las orillas del Éufrates, desafió al creador y, al hacerlo, rompió las cadenas y el sometimiento que el hombre debía al creador.
Lilith caminó durante días junto al espíritu del viento y a la hora en que el sol se oculta, cual virgen desolada, para visitar el sueño de los hombres solitarios y darles compañía. Como Lilith conocía todas las palabras que debían pronunciar los hombres, gustaba de nombrarlas. Lilith nombraba – río – y el río le respondía fluyendo en cascada sonora y serpeando, abriendo cauce al azar.
Todos en la región conocían el nombre de Lilith, incluso la gota de agua que manaba de la estalactita, en el fondo de la caverna para repetir su nombre al caer acompasadamente. Lilith amaba a los pájaros y los llamaba haciendo sonar un cuerno de concha marina desde el otro extremo del mar conocido. Lilith nombraba –colibrí- y el colibrí le respondía libando de la flor más hermosa del jardín.
Lilith también fue conocida como la amazona que dormía junto al león sin necesidad de darle caza. Por todo ello, Lilith fue amada y odiada a partes iguales, pero sobre todo por pasear su desnudez sin culpa alguna.
Lilith pronunciaba – tucán- y el tucán le respondía danzando de rama en rama, exhibiendo su plumaje iridiscente. Lilith lleva en sus dedos los anillos de Shem, porque este es el símbolo de que ella ya ha cruzado la inmortalidad y será por los siglos la guardiana del espíritu de las palabras.
Lilith alcanzó la sabiduría del árbol del conocimiento, amputó sus alas de semidiosa para así poder vivir como mujer entre los hombres y no ser reconocida por sus enemigos, los dioses.
Pronunciamos, pues, todas las palabras, también la palabra -Lilith- porque gracias a ella perdurará el eco de todas las palabras pronunciadas por la remota raza de los Asbag.
HABLANDO DE LETRAS con Gerardo Cirianni.
Nació en Buenos Aires, Argentina. Es maestro y desde hace más de veinte años trabaja en varios países de América Latina proponiendo nuevas formas de acercamiento a la cultura escrita, a la narración y a la lectura en voz alta.
Ha compartido espacios de lectura y de escritura con maestros, bibliotecarios, promotores culturales y todo tipo de personas interesadas en el fortalecimiento de la cultura escrita en Cuba, República Dominicana, todos los países centroamericanos, Panamá, Paraguay y Chile, pero en México y Argentina es donde ha podido intercambiar la mayor cantidad de experiencias. Ha publicado en México y en Argentina diversas obras dirigidas a alentar el derecho a la escritura. Participó el proyecto latinoamericano "Podemos Leer y Escribir" impulsado por CERLALC- UNESCO y también en Planes Nacionales de Lectura de la Secretaría de Educación Pública de México y del Ministerio de Educación de la República Argentina.
· Gerardo, cuéntenos cómo y cuándo comenzó su experiencia en el
mundo de la promoción y animación de la lectura.
Yo
soy maestro de educación primaria. Salí de la Escuela Normal (así se llamaba la
escuela de formación de maestros cuando me tocó asistir a ella) con apenas 18
años. Mis alumnos eran niños y niñas
argentinos de diferentes provincias y niños y niñas paraguayos, bolivianos y
chilenos. Mi salón era un verdadero laboratorio de lenguas. La importancia
de las oralidades era evidente. Y el lugar de la palabra escrita como
posibilidad de vinculación de discursos,
también.
Claro que la escritura también puede ser marca de dominación y
control. Ese es un asunto al que hay que prestarle mucha atención. Y
aunque en esa época yo todavía no había leído sobre ello, intuitivamente ya lo
tenía claro. Por eso me propuse siempre leer para conversar, cada uno desde su
oralidad, con la estética y los valores con que nos vamos constituyendo.
· ¿Por qué cree usted que es tan importante la conservación de
la literatura oral?
Creo que algo de eso está dicho en la respuesta anterior.
En la oralidad somos familia, somos comunidad, somos historia. La palabra oral
es la única natural, la que ha estado siempre, la que pertenece a
todos.
La
escritura es un descubrimiento extraordinario que cambió la vida de los seres
humanos. Pero no hay que perder de vista que es un bien cultural, que como
tantos bienes, está muy desigualmente repartido. No digo que la oralidad sea comunitariamente homogénea, pero sin
duda nos pertenece a todos, aunque su potencia varíe de persona a persona.
La oralidad nunca es un fenómeno individual. La escritura
tampoco en términos absolutos, pero puede tener, en ocasiones, alcances
sociales restringidos
· ¿Piensa usted que el interés por la lectura comienza de forma
prodigiosa o más bien han de darse unas condiciones favorables?
No creo en el interés prodigioso. El interés se construye, como
el amor, el buen vivir, la esperanza.
Aunque suene paradójico, el interés por la lectura suele estar
asociado a una voz que de manera generosa nos comparte su pasión por un relato.
Esa pasión se expresa en una forma de contarlo. Esa forma de contarlo resuena
en la intención, en los silencios, en el ritmo cansino o atropellado que
expresa lo que allí ocurre.
Para los que leemos cotidianamente no es un secreto reconocer
que todo lo escrito suena, que leer es escuchar las voces de lo impreso.
Eso tan simple, tan elemental, lo ignoramos en el inicio de nuestro contacto
con la escritura. Alguien nos mostró esa fantástica verdad. No nos explicó
nada; simplemente leyó, nosotros escuchamos y allí mismo descubrimos el
significado. Allí supimos qué es leer.
· ¿Qué opinión le merecen las guías de lectura como instrumento
de dinamización en la biblioteca o en el aula?
Este,
al menos para mí, es un tema complejo. Así
como decimos que hay trabajos y trabajos, parejas y parejas, dolores y dolores,
alegrías y alegrías (y así hasta el infinito) hay guías y guías.
Hay
guías que no dudan en definir -a veces subrepticiamente, a veces de manera
groseramente explícita- qué es lo que tienen que hacer los estudiantes. Hay guías que proponen para la creación.
La cuestión de la interpretación constituye el meollo del
problema de las guías. Esa tensión entre lo inevitable y lo variable que debe
estar siempre presente cuando leemos, no es respetada por algunas guías. Pero
como te decía, es un tema que no es fácil de responder sin dar ejemplos de
diversa índole y eso sería parte de un ensayo sobre el tema.
· Cuéntenos algunas experiencias de animación a la lectura que
recuerde por algún motivo especial.
Cuando
ocurrió el conflicto armado en el Estado de Chiapas en México, fui a leer para
personas de comunidades que habían sido desplazadas por la guerra. Llevaba un
paquete de treinta o cuarenta libros para leer en voz alta y para tener
material de narración. Uno de esos libros era Tres
enamorados miedosos, una antología de narraciones
orales indígenas de México.
Para
ser sincero, en ese entonces yo llevaba el libro más por lógica que por
convicción lectora. Si voy a trabajar con indígenas, es lógico que lleve
relatos de culturas indígenas. Pero no me sentía particularmente atraído por la
obra. Apenas puse los libros a
disposición de la gente, no solo ese fue uno de los más buscados, sino que se
morían de risa, platicaban, compartían. Yo tenía conceptualmente clara la
importancia de la recepción, pero hasta ese momento no había tenido una
confirmación existencial tan potente.
Como
colofón de esta experiencia quiero decirte que volví a leer la antología y me
di cuenta cuán pobre había sido mi lectura de esa obra. Hoy vuelvo a ese libro, lo disfruto y, cuando tengo oportunidad,
lo analizo con quienes quieran leer con otros.
· ¿Qué consejo daría a las personas que sienten afición por la escritura?
Que sepan que el Olimpo no existe, que es una hermosa idea
mitológica, pero que todas y todos podemos leer y escribir. Nuestra escritura
muestra y nos muestra.