Kabilia tuvo aquella noche un extraño
sueño: un pájaro con un pico muy largo había entrado a la tienda de su familia
y fue a pararse sobre la frente de su madre. Ella lo miraba con los ojos
entrecerrados por miedo a que el ave se sintiera observada y echara a volar. Pero
aquel pájaro que adivinaba los pensamientos, de repente le habló sin emitir un
sonido: he venido a robar a tu madre las
palabras. Todas las noches vendré, sin que puedas darte cuenta y me llevaré
unas cuantas- y diciendo esto, el pájaro alzó el vuelo, llevándose en el
pico porciones del presente. La madre de Kabilia se levantó al día siguiente,
como todos los días al alba y la muchacha observó cómo, de pronto, cuando iba a
llamarla a ella o a algunos de sus hermanos, se quedaba parada y en silencio,
sin poder articular el nombre de sus hijos con la angustia reflejada en el
rostro. El aviso de aquel pájaro de mal agüero no volvió a repetirse en noches
sucesivas, pero Kabilia sabía que cada noche el pájaro robaba las palabras de
su madre, las iba sustrayendo de su memoria, pues cada día le faltaban más a la
hora de expresarse. Ella conocía la
importancia que esto tenía para una mujer saharaui que portaba en su memoria la
historia del pueblo. Entonces pidió a su madre que cada noche le contara una
historia o le cantara una canción de su infancia, mientras ella la iba
escribiendo en un cuaderno. De este modo, Kabilia, mantenía a su madre
despierta durante algunas horas de la noche, bajo la luz de las estrellas y al
amor del fuego, conseguía recuperar algunas palabras que el pájaro le
arrebataba. Sin embargo, a pesar de su esfuerzo, no podía impedir el vacío que
el pájaro iba dejando en la memoria de su madre, aunque al menos, las historias
quedarían registradas en su cuaderno para la posteridad.
Pasado el tiempo, cuando la madre de
Kabilia había perdido todas las palabras, incluso aquellas que le animaban a
respirar y a seguir viviendo, se marchó de este mundo, llevándose con ella la
presencia amenazadora de aquel saqueador de recuerdos. La muchacha se desposó
años más tarde, portando la preciada dote que su madre le había dejado,
reposando en aquellas arcas con pastas de cartón. Nacieron sus hijos e hijas y
crecieron, fueron a la escuela del campamento y aprendieron a leer y escribir.
Entonces, creyó oportuno que ellos conocieran la historia de su tribu y sacó
los cuadernos para repartirlos entre sus hijos e hijas. Una vez los tuvo
delante, abrió el primero y leyó para sí. Todos los recuerdos la asaltaron.
Recordó el timbre de voz de su madre, sus ademanes, el brillo de su mirada cuando
les relataba con emoción aquellos tesoros que habían sido trasmitidos desde la
noche de los tiempos, de generación en generación. Entonces comprendió que hay
muchísimos ingredientes que las palabras escritas no pueden conservar y que
debía reunir a su familia cada noche alrededor del fuego, tal como su madre lo
hacía, trasmitiéndoles a viva voz aquel legado, para que, andado el tiempo, sus
hijos pudieran retener, no sólo la historia, sino el recuerdo de aquel vínculo
que los reunía, y que el pájaro taimado nunca pudo llevarse. Aquel pájaro
despiadado cuyo nombre es: Olvido.
Un relato precioso, Carmen, me ha hecho reflexionar sobre la forma, a veces tan poco amorosa, con la que sobrellevando el alzheimer de algunas personas. Gracias
ResponderEliminarAsí es.
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