domingo, 28 de febrero de 2021

EL LADRÓN DE PALABRAS, por Carmen Hernández Montalbán.



Kabilia tuvo aquella noche un extraño sueño: un pájaro con un pico muy largo había entrado a la tienda de su familia y fue a pararse sobre la frente de su madre. Ella lo miraba con los ojos entrecerrados por miedo a que el ave se sintiera observada y echara a volar. Pero aquel pájaro que adivinaba los pensamientos, de repente le habló sin emitir un sonido: he venido a robar a tu madre las palabras. Todas las noches vendré, sin que puedas darte cuenta y me llevaré unas cuantas- y diciendo esto, el pájaro alzó el vuelo, llevándose en el pico porciones del presente. La madre de Kabilia se levantó al día siguiente, como todos los días al alba y la muchacha observó cómo, de pronto, cuando iba a llamarla a ella o a algunos de sus hermanos, se quedaba parada y en silencio, sin poder articular el nombre de sus hijos con la angustia reflejada en el rostro. El aviso de aquel pájaro de mal agüero no volvió a repetirse en noches sucesivas, pero Kabilia sabía que cada noche el pájaro robaba las palabras de su madre, las iba sustrayendo de su memoria, pues cada día le faltaban más a la hora de expresarse.  Ella conocía la importancia que esto tenía para una mujer saharaui que portaba en su memoria la historia del pueblo. Entonces pidió a su madre que cada noche le contara una historia o le cantara una canción de su infancia, mientras ella la iba escribiendo en un cuaderno. De este modo, Kabilia, mantenía a su madre despierta durante algunas horas de la noche, bajo la luz de las estrellas y al amor del fuego, conseguía recuperar algunas palabras que el pájaro le arrebataba. Sin embargo, a pesar de su esfuerzo, no podía impedir el vacío que el pájaro iba dejando en la memoria de su madre, aunque al menos, las historias quedarían registradas en su cuaderno para la posteridad.

Pasado el tiempo, cuando la madre de Kabilia había perdido todas las palabras, incluso aquellas que le animaban a respirar y a seguir viviendo, se marchó de este mundo, llevándose con ella la presencia amenazadora de aquel saqueador de recuerdos. La muchacha se desposó años más tarde, portando la preciada dote que su madre le había dejado, reposando en aquellas arcas con pastas de cartón. Nacieron sus hijos e hijas y crecieron, fueron a la escuela del campamento y aprendieron a leer y escribir. Entonces, creyó oportuno que ellos conocieran la historia de su tribu y sacó los cuadernos para repartirlos entre sus hijos e hijas. Una vez los tuvo delante, abrió el primero y leyó para sí. Todos los recuerdos la asaltaron. Recordó el timbre de voz de su madre, sus ademanes, el brillo de su mirada cuando les relataba con emoción aquellos tesoros que habían sido trasmitidos desde la noche de los tiempos, de generación en generación. Entonces comprendió que hay muchísimos ingredientes que las palabras escritas no pueden conservar y que debía reunir a su familia cada noche alrededor del fuego, tal como su madre lo hacía, trasmitiéndoles a viva voz aquel legado, para que, andado el tiempo, sus hijos pudieran retener, no sólo la historia, sino el recuerdo de aquel vínculo que los reunía, y que el pájaro taimado nunca pudo llevarse. Aquel pájaro despiadado cuyo nombre es: Olvido.


2 comentarios:

  1. Un relato precioso, Carmen, me ha hecho reflexionar sobre la forma, a veces tan poco amorosa, con la que sobrellevando el alzheimer de algunas personas. Gracias

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