Habían
comenzado a planear la acción, con croquis en papel milimetrado, flexo y
lápices del 2 incluidos, a principios del mes de marzo. El 22 de abril, San
Agapito Papa, se pusieron a cavar el pozo en el patio de una casa cercana
abandonada ante la desconcertada y atenta mirada de cinco o seis gatos: un
negro agujero como alma de pecador se iba abriendo entre una pileta de agua
sucia y un limonero obstinado en seguir regalando sus imposibles frutos a pesar
de la soledad reinante.
Una chapa de gran tamaño maltrecha
por el paso de los años, en otro tiempo anuncio de cierta popular bebida
refrescante, cubría el abismo al finalizar cada jornada. La tierra húmeda que
salía de aquel vacío ojo de cíclope era extendida por el patio que cada semana
veía subir su superficie sobre el nivel del resto de la casa, del mar y de la
calle.
El 29 de septiembre, Santa Catalina
de Siena, domingo, estaba ya todo preparado. Esa mañana, muy temprano, entraron
en el túnel con aire decidido. Los tres habían dormido por la noche de manera
intermitente, del mismo modo, ni más ni menos, que en las últimas veintitantas semanas
.
Todo habría sido distinto si el
dueño de la librería hubiese accedido a venderle a Clara lo que quería… Aún no
alcanzaba a comprender el porqué de su negativa; seguro que para aquel hombre
no tenía el mismo valor que encerraba para ella...
Al final, solo habían tenido que
hacer saltar las cuatro baldosas de terrazo desde abajo. Al fondo del cuarto se
encontraba la estantería, plena de polvo y de olvido; en ella, en la segunda
balda empezando por arriba —tal como Clara lo
recordaba de la última vez—, se hallaba el libro de poemas que su padre,
un hombre aficionado a las efemérides y a los crucigramas, había escrito a
ratos durante años, al humilde resplandor de la farola que daba a la ventana de
la salita, a fin de no molestar al resto de la familia ni gastar electricidad. La
edición la costeó él mismo de su propio bolsillo.
Pensaron huir enseguida con el
ejemplar, pero la muchacha deseaba leerles algo a sus cómplices: muy seria y en
apariencia tranquila, se lo propuso. Clara, Pedro y Anselmo se sentaron en el
suelo de la librería. En silencio, bajo la tenue luz que entraba por los
visillos de una alta ventana de postigos entreabiertos, empezó, con voz
emocionada, por la dedicatoria:
“A mi hija Clara con cariño. A lo
largo de tu vida, nunca cejes en nada de lo que te propongas...”
No hay comentarios:
Publicar un comentario