domingo, 28 de febrero de 2021

EL ÁRBOL DE LAS PALABRAS, por Pedro Pastor Sánchez.

 




Quemar una etapa es renacer de cenizas todavía candentes.

            La frase pasó por su cabeza mientras contemplaba la fogata que crepitaba en la oxidada palangana. Las lágrimas no eran de pena, sino por un cambio inesperado en la dirección del viento, que cegó por un momento sus ojos con aquel humo blanquecino. Con cierta torpeza —los efluvios alcohólicos todavía recorrían su esófago— dio unos pasos atrás, los suficientes para que las pavesas no cayeran sobre sus empeines.

            Aquellos textos quemados ya eran historia. Renegó de ellos. No estaban a la altura. Claro que el listón lo puso muy alto. Aquella primera novela le lanzó directo a un éxito tardío, las incipientes canas le recordaban que había alcanzado su punto de inflexión vital. Primer dardo, en el centro de la diana. ¿Inesperado? Tal vez. Mas su segunda obra ratificó las esperanzas que todos pusieron en él. Barrió con todos los premios, la crítica le alabó, los lectores fueron legión. Las colas en las ferias, las entrevistas en los medios… «El puto amo», le dijeron sus más íntimos. Directo al Parnaso.

            Tal vez fue exceso de confianza. O que lo dio todo en esos dos tomos. Y claro, si te vacías, o si no sabes exprimir al máximo tu potencial interno, te puedes estrellar.

            Y se estrelló. A la tercera no fue la vencida. Pasó sin pena ni gloria por las estanterías, vapuleada por unos y otros. Anodina, mecanicista, previsible. Esos fueron los mejores epítetos que pudo encontrar en las columnas literarias (desde entonces, las llamó esquelas). Perdió el favor del público. Y por el camino, también a Julia, que no soportó sus constantes cambios de humor, la ira del fracaso proyectada en todas direcciones.

            No obstante, no se arredró. Tocado, sí, pero no hundido. El talento no se pierde de un día para otro, tendría que dar el callo, exprimirse las neuronas. También explorar las nuevas tendencias, los gustos del personal. Lo que ayer era tendencia, hoy ya estaba desfasado.

            Tomó el toro por los cuernos. Con parte de sus ingresos, se había comprado una casa en el campo, lejos del ruido, de cualquier distracción. Allí las musas no tendrían inconveniente en volver a visitarle. Con la máquina de escribir dispuesta frente a la ventana, un paisaje inspirador le ayudaría a encontrar esa voz que buscaba, nueva, fresca.

            Las hojas, preñadas de letras, fueron acumulándose en el montón. Había aprendido el oficio y no le costó demasiado hacer borradores de media decena de historias. Los recientes varapalos, su turbulenta separación, le sirvieron de inspiración.

            Hasta que un día, recibió la respuesta de su editor. Algo fallaba en el texto que le había remitido. Su veredicto: vocabulario, rico; sintaxis, intachable; trama, con ritmo. Pero no había alma, los personajes estaban huecos. Tan vacíos como su propia existencia.

Este nuevo golpe de realidad hizo mella en su espíritu. Retomó vicios olvidados y, embriagado por el orujo local, alimentó la pira que incineró aquellas palabras bastardas.

           

            Esa noche una fina lluvia le impidió conciliar el sueño. Se levantó a media mañana. Todavía somnoliento, se asomó por la ventana, siendo testigo de un primer hecho insólito. En derredor de la apagada hoguera había crecido una frondosa y verde hierba, impropia de aquellos días otoñales. Pero lo más curioso es que entre el pasto asomaba, inhiesto, un tallo. Demasiada fertilidad para una sola noche, pensó. Pero lo más sorprendente estaba por venir. Aquel brote fue creciendo, tomando cuerpo, aumentando en grosor y altura, de forma vertiginosa. Prácticamente frente a sus ojos, mientras daba buena cuenta de todo el suministro de bebidas espirituosas, en cuestión de dos semanas, el peculiar árbol ya daba sombra a la pared sur.

            La clasificación taxonómica del ejemplar le fue imposible, pese a consultar un grueso tratado de botánica. Las ramificaciones eran tan intrincadas como conexiones neuronales. La morfología foliar, cordada y de borde sinuado. Tomó una de aquellas hojas por el peciolo, y la arrancó. Al instante sintió una punzada en el pecho, como si la queja del árbol por arrebatarle una parte se hubiese reflejado en su propia anatomía.

Pasó el dedo por el terso limbo. Luego se fijó en la asimétrica nervadura del envés. La alzó, observándola al trasluz. No podía creer lo que veía, pensó que era una alucinación, efectos adversos del alcohol ingerido. O una simple pareidolia. Insistió. No había duda, ahí estaba, los nervículos parecían dibujar, nítidamente, una palabra. Sujetó otra hoja, con precaución de no separarla de la rama, y repitió la operación. Una nueva palabra ante sus ojos. Otra más, y otra, y otra, de forma totalmente aleatoria. Estupefacto, repitió en voz alta la secuencia. Lo que había leído en aquellas hojas formaba una frase con sentido.

Fue a por un cuaderno para anotar cada palabra. Menos mal que el camino estaba lejos, qué hubieran pensado sus vecinos al verle encaramado en la escalera, incrustado entre el ramaje. Aquel día no comió, aporreó las teclas sin descanso, hasta el ocaso, para transcribirlo todo. Solo tenía que preocuparse de la puntuación de un texto que tenía una belleza literaria arrebatadora. Esa era la voz que buscaba. De aquellas raíces brotó algo extraordinario. La savia que lo recorría tenía algo de él. Singular simbiosis vegetal. Era una locura, pero algo prodigioso había nacido del fracaso y la decepción. En el otoño de su vida, la naturaleza le brindó una segunda oportunidad. Recogería el fruto y le daría forma, para mayor disfrute de sus lectores.

 

Volvería a la casa al final de cada estío para ver brotar nuevas hojas, al tiempo que el bosque cercano se convertía en siluetas desnudas con un manto de hojarasca a sus pies. Nuevas obras maestras que añadir a los anaqueles. Hasta que un día, el curso natural de la biología le impidió subir a aquella escalera.   

Durante un homenaje, una joven promesa se acercó al atril, y con voz nerviosa comenzó la lectura de aquel libro que le encumbró como genio literario:

                «Quemar una etapa es renacer de cenizas todavía candentes».

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