martes, 29 de diciembre de 2020
ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 50, 30 de diciembre de 2020 "Grecia y Roma, mundo clásico".
MIMESIS, por Isabel Rezmo.
Decidme:
-¿Cuál es mi oficio?-
Escucha a tu maestro
tensar la cítara para oír la belleza
del poeta.
Tus sentidos extrañan las palabras de los Dioses,
a través de la boca.
Tus sentidos aprietan la lengua,
ponen los verbos que han pronunciado
como faros del mundo,
y por su sabiduría, imitados
por Homero.
Ya están las musas frente al gélido cuerpo
dispuesto a quemarlo. A sentir la picazón
de una reliquia, sentir la volatilidad del silencio
con la fuerza de los aedos.
La sagrada palabra despertará la Acrópolis,
alumbrará a sus Templos,
gozarán sus ciudadanos;
cobijando
al esclavo y al soldado.
Y bajo la atenta mirada de Atenea,
el filósofo purificará tu corazón, purificará el orbe
y todo ser viviente.
El hombre sabio vivirá época tras época,
el necio penetrará en el Tártaro
donde habitan los muertos
-el vientre de Gea-
abismo deforme de todo cuanto odiamos.
Urano así lo dispone,
cuando el vacío y la oscuridad nos agita.
ESTIGIA, por Josefina Martos Peregrín
Le gustó el parque
precisamente por su abandono, soledad, incluso cierto descuido visible en el
espeso manto de hojas caídas, o en el amasijo de tierra y pelusas que cubría
los bancos de forja. Siguió el Camino de los Tejos, anunciado pomposamente por
un cartel de letras barrocas y oxidadas; húmedo y sombrío la llevó hasta una alta
alambrada que circundaba el vasto solar de una antigua fábrica, probablemente
una de tantas azucareras que hubo en la provincia.
Se alegró al encontrar
por puro azar una abertura en la valla, justo ante ella; de otro modo, no la
hubiera descubierto ni en cien años, tan disimulada estaba entre los harapos
que colgaban de las varillas metálicas, como si una multitud hubiera perdido
allí sus ropas, en su intento de traspasar la barrera.
Un camino ancho entre
malezas, un portón medio abierto en el edificio principal y, a su alrededor,
barracones, tinglados… ¡Perfecto! Justo lo que adoraba fotografiar: la
degradación por el tiempo, el proceso de transformación que media entre ser y
no ser. Feliz, a pesar del riachuelo fangoso, probablemente nacido de
las lluvias de la víspera, que no tuvo más remedio que saltar, con la mala
fortuna de perder algunas monedas que llevaba en el bolsillo, en el resbalón
con que tomó tierra. No era gran saltadora y
además no le importaba mojarse, con tal de evitar que su Nikon se mojara.
De una fotografía a otra,
se acercó a la nave principal, la que debió ser refinería importante; bajo la
cornisa aún se adivinaba el nombre, a pesar de las dos letras perdidas que
mostraban tan solo su silueta claveteada: (PR)ESTIGIA. Antes de entrar,
continuó con los cobertizos, detalles, tomas generales… El día era perfecto,
nublado, de sombras difusas y silencio total.
No era la primera vez que
se topaba, en el interior de antiguas fábricas, con vigas de hierro y elementos
diversos producidos por “Ajuria”, una añeja siderurgia vasca, pero sí la
primera que vio un cambio tan extraño en la marca: en todas las piezas se leía
“Furias”, borrada la “A” inicial a
conciencia y rasguñado el hierro para tornar la “J” en “F” y añadir una “S”
final. “Furias”… “Por aquí ha pasado algún maniático. O sigue dentro”, se dijo.
Por primera vez sintió miedo. Quizá no era sino algún ocupa, como los
encontrados en ocasiones,
pero a pleno día no suelen molestarse ni molestar. Más le asustaban los perros,
los perros sin amo, desesperados, porque con ellos no hay diálogo posible.
Un gruñido. Otro. Sonaba
allá, detrás de la serie de arcos de ladrillo. Con la cámara lista y en modo ráfaga, cualquier
cosa que asomara, saldría en la foto.
Ni siquiera llegó a
verlo, le bastaron dos ladridos, espeluznantes, terribles, para salir corriendo
y temblar incluso cuando se encontraba lejos. Había pasado el riachuelo a toda
velocidad, sin pararse a pensar si se mojaba. Con los zapatos y los bajos de
los pantalones embarrados, comenzó a buscar abertura. Y no daba con ella. Pero
si no haría ni una hora que entró, tenía que haber una brecha en la alambrada, probablemente
más de una. La recorrió, mirando de cerca, de lejos, pegándose al entramado
metálico para buscarla al tacto, con el cuerpo, el anorak se le hacía jirones
que se iban enganchando en las varillas…
Decidió hacer una pausa,
respirar, tranquilizarse. Por primera vez miró hacia atrás, nada ni nadie la
había seguido. Nadie a la vista, salvo sombras tenues, como llevadas por el
viento, solo que no había viento. Tenía que tranquilizarse. ¿Y si viera las
fotos? Muy buenas, se animó, había valido la pena el susto, la mayoría eran
excelentes y la última, la del perro, muy curiosa, porque se veía claramente
que sí, que era un perro, pero había movido la cabeza tan rápidamente que
parecían tres, ¡lo que no le pasara a ella, un perro con tres cabezas!
LOS MISTERIOSOS ROLLOS DE PORRÓN DE ELEA, Miguel Arnas Coronado
Cuando el turco Quismet
Ustuclul conoció a Roberto López no estaba en su mejor momento profesional. Un
espía mediocre sólo se mantiene si husmea asuntos mediocres. En nómina del
Mossad, Quismet vigilaba las actividades de los grupos islámicos proliferantes
en Granada y provincia. Estos grupos estaban compuestos por inofensivos
místicos y vigilarlos no tenía más razón para el Mossad que mantener el control
de todo. Quismet llevaba en Granada una vida inocua, tratando, entre el calor
andaluz, de no quitar ojo a mujeres cejudas cubiertas con gabardina y shador, o
a barbudos en mangas de camisa y cráneo rasurado. Combinaba sus actividades
secretas con negocios muy propios de su nacionalidad y de su ascendencia hebrea
por vía de abuela materna, ascendencia de la cual había logrado un remoto
apellido Peretz y un español pronunciado a la antigua lleno de camaretas,
agoras, ondses y dodsenas. Conoció a Roberto López Pedrosa al paso de éste por
la ciudad, de regreso de una misión en Almería, misión que le había dado más de
un disgusto y por culpa de la cual se vio envuelto en ciudad ajena en toda la
patulea del intento de golpe de Estado del 81. Porque también Roberto López
trabajaba para unos servicios secretos, en este caso para el SSME, Servicio
Secreto Militar Español, a las órdenes del general Reguero. Descansó en Granada
y tuvo tiempo de coincidir con Quismet, intercambiar impresiones y recibir la
oferta de compra de unos rollos antiguos, escritos en griego, lengua que
Quismet conocía sin dominar, obra al parecer alusiva a cierto Porrón de Elea,
acompañada de citas textuales de su obra perdida, sin duda filósofo
presocrático con influencias de Epicuro y Heráclito; la primera sospecha de
falsía por el presunto comprador se dio al recordar que Epicuro fue posterior a
los presocráticos.
Quismet nada le dijo de
cómo habían llegado a sus manos, y si lo hizo, mintió. López, aficionado a
mercadillo y engañabobos como Quismet, supo ponerse a su altura con disimulo y
logró una rebaja en el precio tan sustancial que cerraron el acuerdo. Regresó a
Barcelona cargado con los manuscritos, procedió a traducirlos y se aprendió
párrafos completos de memoria, párrafos que recitaba a sus embelesadas amigas
que, admiradas de la erudición y muertas de risa por los estrafalarios
aforismos del presocrático, se rendían a los morenos brazos del seductor López.
Hizo, al cabo del tiempo, entrega de ellos a la Universidad barcelonesa, manera
sibilina de adquirir fama y continuar en el candelero femenino, actividad
valorada por él más que ninguna.
Sabido
es que, ante la aparición de creaciones antiguas y desconocidas, sobre todo si
su descubrimiento viene rodeado por una nebulosa de misterio, surgen las más
variopintas teorías que contradicen versiones más o menos oficiales. Un grupo
de despechadas (por abandonadas) amigas de Roberto López, comparecieron de
inmediato tras el portentoso interés universitario por los manuscritos,
asegurando que él ya les había contado las aventuras y teorías de Porrón de
Elea, allá por la temprana fecha del año 68, cuando, estudiante
preuniversitario y subyugado por Parménides, Zenón y otros, se había inventado
un rijoso filósofo que aseguraba cosas tales como “lo único que merece la pena
hacerse es la coyunda”, y que tras sesudas demostraciones sobre el sentido del
verbo hacer y su comunidad etimológica con poetizar, conseguía vencer las más
acérrimas virtudes. Se vendría así abajo toda la historia de Quismet Ustuclul y
serían, por supuesto, falsos los manuscritos de Porrón y de su exégeta autor de
los manuscritos, de quien se especulaba podía ser Plotino o quizá el docto
esclavo Epícteto.
Pero
sigamos el rastro de Roberto López, el último detentador particular y conocido
de los manuscritos, y con más precisión, sigamos el rastro de estos últimos.
Hay quien dice, lisa y llanamente, que no existen. Es demostrable que los tan
traídos manuscritos desaparecieron nada más llegar a la Universidad
barcelonesa, anunciando su rector, el señor D. Mariá Sistachs i Viadiu, que
para desgracia de la filología, la humedad catalana los había deteriorado hasta
un extremo, convirtiéndolos en ilegibles; habían sido enviados para su casi
imposible recuperación a la universidad de Brightonhyde, USA. También es
demostrable que el señor D. Mariá Sistachs i Viadiu había a su vez desaparecido
misteriosamente de la ciudad condal dejando atrás una malcarada esposa y cuatro
hijos ataviados a lo punky. Corrió el rumor dudoso sobre si había sido visto en
las Bahamas acompañado de algunas mulatas aparentes.
Resumiendo,
de dos versiones disponemos sobre la posible naturaleza de estos escritos de y
sobre el presocrático Porrón de Elea: tal vez Roberto López logró de veras obtener
los manuscritos comprándoselos al turco Ustuclul, quizá Roberto López se
inventó de cabo a rabo al personaje, inventándose, de paso, la existencia de
los manuscritos.
¿Habrá
una tercera? En febrero del 96, un desconocido Miguel Arnas publicó en la
revista Ficciones de Granada una selecta enjundiosa sobre la filosofía de
Porrón de Elea, más amplia que la aquí consignada, atribuyéndole la fábula a un
tal Carlos Moreno, quizá un personaje de sus novelas pues se dice en los
mentideros que el tal Arnas es novelista.
Tal
vez no remate aquí la historia. ¿Existió verdaderamente Porrón de Elea? Es más,
¿existen Roberto López, Quismet Ustuclul o Miguel Arnas? Volvemos al problema
de siempre, ¿quién narra? Tal es la respuesta al enigma Porrón: otra pregunta.
Pneuma y poiemai de Porrón de Elea
Porrón de Elea, a quien los chinos, con su tópica
confusión de líquidas, cambiaban el nombre por otro figurable y de
connotaciones diferentes, aseguraba que el cosmos tenía forma cónica.
Los primeros conocimientos geométricos sobre el cono
datan de Menecmo y Apolonio de Perga, pero Porrón, como en tantas cosas, fue un
adelantado, suponiendo que naciera antes que el primero.
Según él, la base de ese cono cósmico era infinita.
En dicha base, y también en su generatriz, moraba la divinidad, causa
generativa, como su propio nombre indica, del cosmos. En el vértice se situaba la
méntula de la divinidad.
El cono porrístico o porrero, pues en dicha
derivación no se ponen de acuerdo los exégetas, es, a pesar de su extensión,
finito: lo infinito es su base y su vértice: lo extenso y lo intenso. Es éste
uno de los enigmas de la cosmología porrera (adoptaremos aquí este derivado por
parecernos más exento de alusiones indeseables a nuestro tratado). Pero dicho
enigma tiene, como casi todo, su explicación.
El cosmos tiene medida, es mensurable y, por tanto,
finito. Por contra, la divinidad carece de ella: su base es desmesurada, así
como su vértice, aunque éste lo es, digamos, de signo negativo pues la
imposibilidad de medición es debida a su pequeñez extremada o atómica,
indivisible. Mas la manifestación de la divinidad es su filósofo (su en el
sentido de propiedad exclusiva en ambos sentidos, es decir que la divinidad no
tenía otro filósofo-cosmógono sino él), y el esquema cónico universal se
reproducía en el microscosmos de Porrón de Elea. De tal guisa, el diminuto
príapo porrero era la epifanía de la divinidad en el mundo conocido.
En el vértice, hemos dicho, se situaba según el
eléata la méntula de la Divinidad, que al girar el cosmos cónico, se retorcía y
retorcía hasta que el dolor se hacía insufrible. Cuando tal malestar se
producía, la Divinidad invertía el sentido de giro cósmico. De tales
inversiones se deriva, con una explicación que riza el rizo del absurdo vital,
la fortuna, la suerte, la moira o la baraka, y según se tome, el eterno retorno.
Esta creencia es la causa de uno de sus fragmentos: "lo que ha
sido, a menudo no vuelve más, y sin embargo, a veces, lo que será ya ha
sido".
Porrón, si bien consciente de la categoría
chuchurrinosa de su miembro, se sentía orgulloso de él por dos razones: a/ por
ser la manifestación del sistema cónico de la divinidad y b/ carecía de
recambio.
La desmesura priápica porrera y divina, tenía su
correspondencia social. Una correspondencia en el jardín, que así era llamada
la diminuta comunidad formada por Porrón, sus discípulas o amantes (como
prefería nombrarlas), y sus discípulos o amigos. Puede colegirse la preferencia
sexual del eléata, preferencia por la que fue muy criticado.
Volvamos a la desmesura. Ésta no se exteriorizaba en
el priapismo de Porrón, sino en la inmoderación de su eros. No vayamos a creer
que Porrón era físicamente un anormal, ni por uno ni por el otro aspecto.
Porrón era priápicamente diminuto como la mayoría de machos humanos. Sólo una
minoría goza de un tamaño auténticamente desmesurado; pero esta minoría no goza
de ser la manifestación microcósmica de la Divinidad.
Así, lo único que en el cosmos tiene derecho a ser desmesurado
es la infinitud del vértice divino, y la constancia erótica de Porrón y sus
amantes. Porque si el paralelismo entre el vértice divino, decreciente hasta la
plétora, y el extremo priápico del filósofo, más bien cilíndrico y en ocasiones
esférico o informe, podía entrar en contradicción (contradicción que preocupó
innúmeras veces a Porrón durante su vida), no había, sin embargo, paradoja
alguna entre dicho vértice divino y la más íntima feminidad, a su vez cónica
aunque a la inversa de la conicidad teológica.
Porrón reconoció la urgente importancia de lo
femenino. Esa importancia la da la infinita generatriz cónica, símbolo de: a/
la desmesurada capacidad humana, animal y vegetal de generación y b/ la
desmesurada capacidad porrera de generación, contacto necesario éste entre la
desmesura divina y la humana.
No debemos inferir de esto último que Porrón daba
una importancia vital a la maternidad, es decir, a la reproducción. Cuando
Porrón habla de generación, se refiere a la monstruosa capacidad vital de
placer, titilación microcósmica que repercute en el macrocosmos y en la
creación, en el caso humano, de pensamiento. Porrón, es más, entendía la
reproducción como un mal, a veces necesario, a veces evitable. “¡Que se
perpetúe quienquiera!”, exclama en otro de los múltiples fragmentos sueltos que
nos quedan, para goce y disfrute de las generaciones venideras.
Pero acaso el mayor logro filosófico de Porrón
estriba en un celebérrimo aforismo que reproduciremos al final. Ya se ha
hablado de las investigaciones porreras sobre las curvas cónicas. Entre ellas,
la elipse era su favorita. La aplicó innumerables veces en los parterres de su
jardín (de inspiración epicúrea) dándoles forma elíptica mediante el célebre
trazado del jardinero: dos estacas hundidas en el suelo, una cuerda de longitud
mayor que la distancia entre ellas y sujeta a dichos maderos por sus extremos,
y una tercera estaca marcadora del mantillo conservando tenso el triángulo
formado por la cuerda entre las dos estacas fijas y la móvil que se movía alrededor
de ellas. Pues bien, reflexionando sobre esa característica de la elipse que
tiene dos centros, al revés del círculo que tiene uno solo, llegó a dos
conclusiones diferentes: en primer lugar, que la forma perfecta y bella no es
el círculo sino la elipse, y que a imitación de ella, los humanos debemos “no
tener jamás una sola idea ni un solo amante”.
En un próximo volumen hablaremos de la amistad
entrañable, ya en edad provecta, de Porrón de Elea con otro filósofo de fama:
Heráclito Ris.
LA MIRADA DE ODISEO, por Tomás Sánchez Rubio
Fue mi padre
Laertes, hijo de Arcisio, rey de Ítaca. Cuando yo todavía era un niño, me
llevaba con él de caza al monte Nérito y me adiestraba en el manejo del arco.
En aquellas ocasiones me hablaba, entre otras cosas que le venían a la memoria,
de cuando persiguió al jabalí de Calidón, enviado por Ártemis para devastar el
reino de Eneo, resentida por no recibir la ofrenda anual de este monarca.
Qué extraños son los dioses: viven
lejos de nosotros, sin importarles nuestra vida lo más mínimo, y, sin embargo,
con qué facilidad se ofenden como niños caprichosos, con una ira incontenible
hasta las lágrimas, si perciben que no les hacemos caso.
Laertes se casó muy joven con
Anticlea, mi madre. Ella era hija de Autólico, con quien mi padre viajó en el
navío Argo, comandado por el noble Jasón, hasta la Cólquide en busca del
vellocino de oro. Llamaban a Autólico el
ladrón, el lobo, el astuto... tal como a mí también me
dijeron más de una vez a lo largo de mi vida.
Anticlea acabó con su existencia
adentrándose en el calmo mar un soleado día, no soportando el dolor de la
probable muerte de su hijo al otro lado del inmenso océano. Quiso reencontrarse
con mi alma en estas mismas orillas donde ahora estoy sentado contemplando a la
Aurora de rosados dedos. Aún creo escuchar de nuevo su voz dulce y a la vez
rotunda, brisa fresca y vivaz... Muy pronto volveré a reunirme con ella en el
Hades.
Fui en un tiempo a luchar a tierras
lejanas junto a Menelao de Esparta, el ultrajado esposo de Helena que huyó con
el loco príncipe Paris; nos acompañaban su hermano Agamenón y Aquiles, el
divino, cuya cólera indómita presencié, antes de una muerte impía, en compañía
de los demás aqueos de hermosas grebas. Tras arrasar Ilión, la ciudad con murallas
hasta el cielo, defendida hasta el final por los aguerridos hijos de Príamo,
Poseidón me mantuvo lejos de mi patria otros diez años como castigo a la
insensata ceguera que provoca la soberbia en los hombres. Luché por mi vida en
salvajes aguas enfrentándome al Cíclope Polifemo, a las monstruosas Caribdis y
Escila, a la inmensa soledad del piélago profundo... Aprendí a amar y a temer a
los dioses y a su prole.
Hace cinco años que retorné a Ítaca;
cinco años que, con la ayuda de mi hijo Telémaco, esposo ahora de Nausicaa, y
el fiel sirviente Eumeo, acabé con los nobles pretendientes al trono de mi
reina, la cien veces amada y fiel Penélope, hija del soberano Icario y de la ninfa Peribea.
Sin embargo, ha llegado el momento
de hacerme de nuevo a la mar. Es mi Destino y es mi Gloria.
Atenea, la de hermosa cabellera,
divina entre los dioses, no me abandones tampoco ahora: sé mi luz y mi guía.
Vuelvo a la isla de las Sirenas,
esas mujeres de irresistible canto, temibles y crueles vástagos de Aqueloo y Melpómene.
Esta vez voy solo. No me taparé los oídos con cera como hicieron mis compañeros
por consejo de la hechicera Circe, amigos añorados hasta la muerte. Quise
escucharlas entonces e hice que me amarraran al mástil de mi nave con riesgo de
perder la razón. Cuanto más les rogaba que me desataran, con más fuerza
apretaban las cuerdas.
Mi padre me decía, mientras
cazábamos juntos en la montaña, que lo importante era el camino, el viaje, no
el arribar. Quizás un día nazca alguien, un lúcido narrador de las cosas
humanas y divinas, que en dulces y sólidos versos -como lo era la voz de mi
madre- se encargue de recordárselo a las
generaciones venideras.
Ahora tengo que marchar de nuevo. Quiero volver a escuchar el canto de las Sirenas por última vez.
HABLANDO DE LETRAS con Luz Gabás
¿Cómo llega Luz Gabás a la creación
literaria?
R. Me ha gustado leer y escribir desde niña. Por cuestiones laborales iba postergando la preparación de un proyecto grande. A los cuarenta años decidí cambiar de vida y empezar a diseñar la que sería mi primera novela, Palmeras en la nieve. Gracias al éxito que tuvo, pude dedicarme a escribir.
¿Qué ingredientes, según usted, tendría una
buena novela?
R. Personajes identificables y equilibrio entre acción y mensaje. Trato de escribir como me gustaría que me contasen a mí una historia o aplicando los criterios que busco yo en una novela: que me instruya, me entretenga y me conmueva.
¿Con qué novela de las que ha publicado ha
disfrutado más durante el proceso de escritura? ¿Por qué?
Con Regreso a tu piel, porque aprendí mucho de un tema que me apasionaba y del que desconocía mucho: los procesos de brujería por parte de los concejos de los pueblos. El miedo como causa de agresividad social ha estado entre nosotros a lo largo de la historia. Aprendí del pasado y del presente.
¿Qué novela de las que ha publicado, le ha
resultado más complicada construir?
R. La última, El Latido de la tierra, me costó porque tenía que ser policíaca y no es un género en el que me sienta especialmente cómoda. La respuesta real a su pregunta es: la que estoy escribiendo ahora mismo. Es muy, muy complicada porque abarca muchos años e intervienen muchos personajes. No recuerdo este sufrimiento de documentación y encaje ni con Palmeras.
¿Piensa usted que antes de ponerse a
escribir una novela hay que tener claro, al detalle, lo que se quiere contar?
R. No es necesario tener claro al detalle, pero sí la arquitectura completa. Si no sabes adónde va a llegar un personaje, no vas a poder construir su evolución. Los detalles de decoración y ajustes pueden esperar a las siguientes vueltas y revisiones; la trama principal y las acciones de los personajes, no.
¿Qué aconsejaría a una persona que quiere
escribir una novela?
R. Que tenga muy claro en qué genero se siente cómoda; que, aunque desee narrar algo muy cercano, redacte pensando en que su novela puede leerla alguien que viva en la otra punta del mundo; y que no tenga ni prisa ni miedo a cortar, tirar y reescribir.
JULIO CÉSAR REPARTE HACIENDAS A SUS LEGIONARIOS EN LA RECIÉN FUNDADA COLONIA ‘IVLIA GEMELLA ACCI’, por F. Javier Franco.
Es
el albor del nuevo día una corona
que no
reclama laureles, sino los esparce,
para ser
recogidos entre las mieses cándidas.
Para los
héroes ocultos la fama miente,
la tierra
blanda es cetro.
El
ajado valle que no ríe no está yermo,
tan sólo urge
la sangre para bendecir pasos
arañados y
cansados, solitarios como,
entre el
sudor escondido y rojo, una batalla.
La sangre tan
sólo urge.
Sin
dueño reposan simientes de los cadáveres
que
inmaculadas esperan ser vientres fecundos,
que recoger
en la hora herida de la siega.
Para
vosotros, héroes, Roma os rinde el podio
de la humilde
cosecha.
He
aquí el valle que brindó en la luz Venus a Himilce,
donde
arrancar de la sed la aliviadora agua
para madurar
juntos los frutos y los hombres,
en una
secular labor como estos páramos.
¡Tierra blanda
que os crece!
¡Sangre
sois para las cosechas!
ANTIKYTHERA, por Gloria Acosta.
Entrada la tarde amainó la
tormenta. Alcides no se separó de la ventana hasta que vio a Dimitrius asomar por la escalinata.
— ¿Lo dejaste en el
lugar exacto?
— Sí, con todo lo demás.
El pescador de esponjas
cogió la toalla que le tendió el profesor y se secó enérgicamente la cabeza.
— No olvides tu promesa.
— Descuide profesor.
Aquellos años realizando servicios para el maestro no
le habían conferido el valor de tutearlo pese a la insistencia de Alcides, que
por el contrario profesaba al joven un
afecto fraternal. La sabiduría del profesor
levantaba una muralla de admiración
y respeto que Dimitrius no se atrevía a derribar. Todo lo que había aprendido
acerca de sus antepasados, de dioses y emperadores, de pecios cargados de
tesoros, de ánforas y monedas, de pensadores y filósofos salía de la boca de
un hombre que debía poseer las llaves de la biblioteca de Alejandría.
Luego la tarde
transcurrió apacible entre cuentos del Olimpo y vasos de tibio rakomelo.
Ya en la soledad de la
noche Alcides continuó el trabajo que había comenzado un año atrás y que le
robaba el sueño entre engranajes de esferas de bronce y grabados astronómicos
en griego antiguo. Las pequeñas piezas que no había devuelto al mar podrían ser
la llave de lo que su intuición le dictaba. El resto de la maquinaria desentrañada
con ruedas dentadas de engranaje y placas con inscripciones relativas a los
signos del zodíaco y a los meses, dormía
de nuevo entre los pecios del naufragio. Hacía tiempo que el gobierno griego no
contaba con su opinión respecto a otros descubrimientos. El silencio sería su
venganza.
El conocimiento de aquel mecanismo
revolucionaría la idea que se tenía de la antigua Grecia y de sus matemáticos. Era mucho más que un
reloj astronómico o una gran calculadora. No solo predecía eclipses solares y
lunares sino que establecía el cronograma de festivales agrícolas y religiosos,
podía mostrar los movimientos de los cinco planetas conocidos en el tiempo en
el que fue creado e incluso determinaba
la fecha exacta de celebración de los Juegos Olímpicos.
En largas noches de insomnio
fue arrancando los secretos de aquella máquina y cada rayo de luz
arrojado le señalaba dos posibles creadores de tan perfecto ingenio, Arquímedes
o Posidonio. Algunos textos supervivientes
de la biblioteca de Alejandría describían muchas de estas creaciones a base de
esferas realizadas por Arquímedes y
algunos incluso contenían los croquis. Pero por otro lado no todos los filósofos
y astrónomos de aquella época tenían el mismo estatus social de Posidonio para
poder costear un mecanismo de bronce de las dimensiones de un equipaje de mano.
Probablemente él lo llevaría en el barco en el momento del naufragio.
Las noches que rendido conseguía dormir se
revolvía en la cama inmerso en tormentas batiendo entre los palos de un navío y chocando con las rocas. Luego el aire
burbujeante escapando a la superficie mientras él, convertido en estatua, golpeaba en el fondo rompiéndose en
pedazos. Junto a él caían otros cuerpos,
ánforas y cofres, cientos de restos del barco romano. La agitación y el sudor
le arrancaban de la cama. Encontraba de nuevo el sosiego entre sus dibujos y
apuntes. Lanzarlos al mar podría
devolverle la calma pero aquellas inscripciones en griego antiguo y las ruedas
dentadas de bronce habían socavado su
voluntad.
Poco después supo que algo nidificaba en su
cabeza. La locura no atrapa a traición, seduce y espera, pero no le inquietó su
presencia. Conversaba con ella y le mostraba los avances de su investigación. Los
días soleados de la isla quedaron retenidos fuera mientras la noche tomó la
casa.
Dimitrius apareció por
sorpresa una tarde. En sus ojos Alcides supo que lo habían encontrado.
—Los buzos del capitán
Kondos recalaron en Antikythera esperando que amainara una tormenta. Mi compañero
Elías bajó en busca de esponjas y lo vio, ya han dado aviso a las autoridades.
—-No importa, mi joven
amigo, todos los caminos conducen a Roma. Ya sé como retroceder las esferas. Mi
barco llegará al fin a su destino.
Dimitrius no supo cómo
interpretar aquellas palabras del profesor.
Cosas de sabios, pensó.
EROS, DIOS DEL AMOR, por Consuelo Jiménez.
Parece que ya no hay música en el jardín,
que Eros no palpita en las flores,
que sus pétalos erguidos no conmueven.
Dime, que hoy, todavía queda brío en la membrana del deseo.
Dime, que cuerpo, hambre y sed,
no son fríos acentos en esta lluvia de invierno.
No te vayas, Dios del amor, mar ardiente,
golpea fuerte con tus olas despiertas.
Cascabelea corazón,
cántame y yo te canto.
Silba en la sombra,
no te rindas en la sequedad de mis labios.
Te he amado tanto,
que no cesan tus primaveras en mi perfume,
es tan bello reconocerme en tu canto,
y saberte caricia en mi arruga,
que morirme en tu adiós, es un sueño.
IFIS Y YANTE, por Carmen Hernández Montalbán.
Mujeres de Esparta: mi madre de sangre, pues tuve dos, aunque sólo una me concibiera, fue guerrera en las campañas del Peloponeso. Ifis, que así se llamaba la que me trajo al mundo, hija de Ligdo y Teletusa, fue criada desde su nacimiento como un varón. Tan sólo tres personas conocían su verdadero sexo: mi abuela Teletusa, Demis, quien la asistió en el parto y Miles, su instructor.
Ligdo
deseaba fervientemente un heredero, pero los dioses no atendieron sus súplicas
y Teletusa dio a luz a dos gemelas. Mi abuelo montó en cólera y durante meses
se negó a tocar a las niñas. Cuando mi abuela quedó encinta de nuevo, Ligdo
hizo ofrendas a los dioses para que estos le favorecieran y, enojado, juró que
si volvían a enviarle una hembra la abandonaría en el monte Taigeto.
Poco
antes del nacimiento de mi madre, ocurrió una desgracia que afectó con
contundencia a la familia, en especial a la abuela Teletusa. Las gemelas murieron en el trascurso de una epidemia.
Teletusa se culpó de este trágico episodio; la diosa Deméter la había castigado
por traer al mundo a dos hembras, contraviniendo doblemente los deseos de su
esposo.
Por
aquellos días, Ligdo, general de las tropas de Esparta, fue llamado a las campañas.
Teletusa, visiblemente afectada por la muerte de las gemelas, despidió a su
esposo en un estado de gravidez avanzado. La niña nacería la madrugada
siguiente a la marcha de Ligdo.
La
parturienta agradeció en su fuero interno la marcha del marido, tal vez
presintiendo el desenlace de aquel nacimiento. Cuando Demis puso en brazos de
Teletusa el endeble cuerpecillo de mi madre, Ifis, se desató el nudo de llanto
que había estado conteniendo durante los últimos meses de gestación. Viéndola
la partera en tan lamentable circunstancia, se sentó junto a ella en el lecho,
infundiéndole coraje. Juntas urdieron el plan que habría de determinar el
destino de la recién nacida.
Así
fue cómo Ifis, por acuerdo de las dos mujeres que la vieron nacer, fue criada
como varón. Demis prometió no desvelar este secreto mientras viviese y aconsejó
a mi abuela sobre los pasos a dar, una vez que la criatura tuviera edad para
abandonar el gineceo.
En
pocos meses Ifis redobló peso y estatura, sus cabellos eran ondulados, dorados
como las espigas de trigo durante el estío y sus ojos azules como el Egeo.
Teletusa y Demis permanecían unidas en la crianza. Mi abuela confiaba sus
miedos a la nodriza, temía el momento en que su esposo regresara y pudiera
sospechar del engaño, pues los rasgos delicados de su hija tal vez delataran la
verdad. Demis, más fuerte y decidida, tranquilizaba a la abuela diciéndole que
juntas encararían la situación en caso de que esto ocurriera. Tanto para los
miembros de la casa como para los vecinos de Esparta, el general Ligdo había
tenido el varón que tanto anhelaba y las noticias, tarde o temprano habrían de
llegar hasta el campo de batalla.
Pasados
dos años vino la paz de Nicias y Ligdo regresó a Esparta victorioso y anhelante
de conocer a su vástago. La niña, adiestrada por Miles, se ejercitó desde que
apenas se mantuvo en pie, fortaleciendo los músculos, demostrando gran destreza
en el lanzamiento de jabalina de juguete o en la hípica, manteniéndose enhiesta
en el caballo. La fortaleza y agilidad de Ifis, la convirtieron a los ojos de
su padre, en el hijo que siempre había deseado tener.
Miles,
que conocía el verdadero sexo de mi madre, siempre se mantenía en guardia y se
cuidaba de que mi abuelo no tuviera contacto estrecho con ella que pudiera
delatar, a través de este, la verdad. Organizaba campamentos con los alumnos y
los mantenía alejados de los padres.
El
período de paz fue breve y Ligdo volvió a la guerra contra los atenienses.
Estos habían enviado una fuerza expedicionaria que atacó a los aliados de
Esparta. Así transcurrían los años de mi abuelo, de batalla en batalla, hasta
que mi madre fue destinada a la primera agrupación militar. Debía
demostrar su fuerza y valía en la lucha cuerpo a cuerpo. Los cambios que
experimentó Ifis durante el desarrollo, no revelaron su condición femenina,
pues sus senos eran menudos y quedaban disimulados por el peto de la armadura y
las ropas holgadas. Había desarrollado una fuerte musculatura en piernas y
brazos. Lo que le faltaba en fuerza lo suplía su agilidad. Se destacó como soldado
en la Guerra de Decelia, la etapa que daría fin a la contienda del Peloponeso y
ascendió meteóricamente en la carrera militar.
Sucedió
que el oficial Aristo de Argos se sintió atraído por mi madre, desconociendo
este que se trataba de una mujer. Una noche, mientras ella dormía, se tendió en
el mismo lecho y yació con ella, descubriendo con pasmo que era una hembra.
Ifis le contó su historia e imploró al militar que no la delatara. Así, con
aquel pacto de silencio, ambos mantuvieron una relación de amistad que fue
fortaleciéndose con el tiempo, hasta que él murió en combate. Tras la muerte de
Aristo, mi madre había alcanzado la edad de treinta años y sospechaba su
embarazo tras dos ausencias del flujo menstrual. La liga del Peloponeso había
destruido la flota de los atenienses en la desembocadura del río Egospótamos
poniendo fin a la guerra. Muchas veces había reflexionado mi madre acerca de su
afecto por Aristo, sin resolver si era amor o amistad entre camaradas lo que la
unió a él.
Regresó
a Esparta, encontrando a la abuela Teletusa muy enferma. Finalmente, el plan
urdido por Demis había salvado a su hija de la muerte, pero el precio pagado
fue alto, condenando a la abuela Teletusa a largos períodos de soledad. Ifis
confió a Teletusa su angustia por la reciente preñez y el inminente regreso de
Ligdo a la casa familiar. Una vez más fue Demis quien encontró la solución al
complejo dilema: Ifis había alcanzado la edad para tomar esposa, era necesario
celebrar pronto esponsales. La hija de Demis, Yante, unos años más joven que mi
madre, fue la elegida. Ella, mi segunda madre, era la segunda mujer que había
conseguido la victoria olímpica; una mujer extraordinaria que destacó como
atleta. Ifis, nada más conocerla, se enamoró de ella instantáneamente. Ellas me
enseñaron cuanto sé, fundaron la escuela en la que seréis instruidas como
deportistas y guerreras. Nací el mismo día que murió mi abuela Teletusa, de
ella heredé su nombre. Soy hija natural de Ifis y Aristo e hija espiritual de
Ifis y Yante. Sabed, mujeres, que vuestra condición femenina no os impide
alcanzar la gloria reservada injustamente a los varones. Se acercan las
gimnopedias, hoy aprenderemos, al igual que los muchachos, la danza pírrica, y
el día de las festividades rivalizaremos con ellos, por eso ¡bailad, bailad!.
SIEMPRE ROMA, por Esneyder Álvarez.
Su fuerza era incomparable,
su orden en batalla intachable
su hegemonía indudable,
Roma a tus pies el mundo,
tus legiones eran respetadas,
tus conquistas fascinantes,
Roma tu error la codicia
tu muerte la tradición
tu nombre eterno.
FRINÉ, por Pedro Pastor Sánchez.
Friné accedió al Areópago tratando de evitar que sus pies
desnudos se posaran sobre los charcos creados por el agua purificadora que se
esparcía en aquel lugar sagrado antes de cada audiencia, una forma simbólica de
recordar a los litigantes que solo la pureza podía acceder al recinto.
Siguiendo los consejos de Hipérides, a la sazón amigo y amante, cubrió completamente su voluptuosa anatomía únicamente con una túnica ligera, debía presentarse ante los miembros selectos de la Heliea como una persona humilde y arrepentida. Se giró hacia el jurado y escrutó a aquellos hombres, elegidos mediante sorteo, que decidirían su suerte. Su vida estaba ahora en manos de unos hipócritas. Reconoció a muchos de ellos, que no habían vacilado, en más de una ocasión, en compartir su lecho, en dejarse llevar por sus bajos instintos, en engañar a sus mujeres, desvalijando sus alhajas que, convertidas en óbolos, les permitirían una noche más de lujuria junto a la hetaira, la más cotizada en su profesión en toda Grecia.
Hipérides tenía fama de gran orador. Además ejercía habitualmente de logógrafo jurídico, por lo que conocía a la perfección la ley de Solón, que regía en forma de justicia popular. La acusación contra Friné era muy grave. Eutías, poderoso ciudadano, movido por el despecho, la había acusado de impiedad, uno de los delitos más graves, pues suponía una ofensa contra sus dioses —el mismo Sócrates decidió usar la cicuta para viajar junto a Caronte, y así evitar el escarnio público ante idéntica acusación—. Por eso, era muy importante mostrar a su defendida como una persona devota, respetuosa y activa colaboradora en actos rituales consagrados a la mayor gloria de sus divinidades. Comenzó su parlamento con una retahíla de oraciones públicas, ofrendas y sacrificios en los que Friné se había dejado ver por el ágora de forma habitual, dejando clara su predisposición a ser partícipe de estas ceremonias, fiel testimonio de que sus creencias eran firmes.
Ante el murmullo de la audiencia, continuó alabando las bondades de Friné como buena hija, hermana, y en el futuro, madre de algún joven y bravo ateniense que estaría dispuesto a sacrificar la vida por su patria. Prosiguió su alegato con gran elocuencia —ni su propio maestro, Isócrates, lo hubiese superado—, tratando más de conmover que de convencer al duro jurado. Aun así, la crispación en la grada fue en aumento, se alzaron voces críticas, también algún que otro exabrupto de los más exaltados. Tuvo que contenerse para que su declamación no resultase ofensiva, los ánimos estaban encendidos, así que recondujo su discurso, que en ningún momento resultó ampuloso, manteniendo la vehemencia en su defensa.
Friné se dio cuenta de que no habría forma de convencerles. Por un momento le pareció atisbar, agazapada entre las sombras, el semblante de Átropos, la Moira, que tensaba la hebra de la que pendía su vida, decidiendo el momento en el que ésta sería cortada, enviando su alma al reino de Hades. Su desasosiego fue en aumento, y comenzó a agitarse cual mariposa tratando de desembarazarse de su crisálida. Ese mismo pensamiento debió pasar por la mente de Hipérides que, ante la evidente falta de empatía de sus conciudadanos, decidió apelar a la kalokagathia, ideal del virtuosismo heleno, unión, y no suma, de lo bueno y lo bello.
Se aproximó, y ciñendo su cintura con ambas manos, le preguntó lanzando un susurro: «¿Confías en mí, mujer?». Apenas musitó una respuesta afirmativa, viéndose sorprendida por el ímpetu con el que el ateniense le arrebató su ropaje.
No era la primera vez que la anatomía de Friné se mostraba en público en su máximo esplendor, era habitual verla en la fiesta de primavera, alzando sus brazos al aire cual Afrodita renacida —el mismo Praxíteles quedó prendado de su excelsa belleza y la tomó como modelo para la estatua que esculpió en honor a la diosa—. El nombre por el que era conocida, Friné, significaba «sapo», apelativo derivado del singular color amarillento de su tez; su verdadero nombre, Mnesaréte, caprichoso requiebro del destino, significaba «conmemorando la virtud».
La radiante desnudez de su piel creó una gran conmoción entre los miembros del jurado que, lejos de escandalizarse, no pudieron evitar posar sus masculinas miradas sobre tan maravillosas formas, sublime estética, equilibrio más rayano a lo divino que a lo humano.
Fue en ese momento de clímax cuando se alzó la atronadora voz de Hipérides:
—¿Quién de vosotros será el primero en condenar a muerte a un ser tan hermoso? ¿Os vais a atrever a privar al mundo, a los propios dioses, de la contemplación de esta obra divina? ¿No estaría la misma Afrodita orgullosa de transmutarse en cuerpo tan perfecto? ¡Piedad para la belleza!
La última frase resonó entre las columnas, pero también en la conciencia de los jueces. Algunos, con respeto reverencial, antes de abandonar el Areópago inclinaron su cerviz ante la sierva de Afrodita.
ANTIGONA O EL DERECHO A DESOBEDECER, por Dori Hernández Montalbán.
Antígona aparece en el campo de batalla, busca el cadáver de su hermano,
Polinices para darle sepultura. El líder de Tebas, Creonte, ha promulgado una
ley por la que prohíbe dar sepultura al cadáver de polinices. Los centinelas
vigilan escondidos, la apresan y llevan a la presencia de Creón.
Antígona: Pobre pueblo de Tebas, edificada sobre el abismo, sostenida
sobre el oprobio y el crimen; cuyas raíces alimentamos con nuestra propia
sangre. Pobre de ti Tebas inmortal, que reclamas más y más sangre. ¿Cómo calmar
tú insaciable sed? Pobre Polinices, hermano mío, muerto y aún escarnecido en el
campo de batalla ¿No escuchaste, el lamento de una misma sangre en pie de guerra,
en cruenta lucha fratricida? Pobre
Creón, ¿colmas de honores póstumos al vencedor y sometes a escarnio al vencido,
aún después de muerto? ¿Quién crees ser rey Creón? ¿Eres acaso más que los
dioses? Una misma sangre midiéndose, espada contra espada, hermano contra
hermano, guerreros ambos de una misma estirpe. ¡Pobres Tebanos presos del
miedo!
Creón: ¿Dónde la hallaron? -Dirigiéndose
a los centinelas.
Centinela: Cerca de donde se libró la batalla, Señor.
Antígona: En el campo de batalla, claro. Dando digna sepultura a mi
hermano Polinices; lastima no haber tenido una espada para defenderme…
Creón: ¿Acaso desconocías la ley promulgada?
Antígona: La conocía, si, pero ¿cómo acatar ley semejante sin
traicionarse a uno mismo sin desobedecer otra más antigua, sagrada y justa por
la cual estamos obligados a dar digna sepultura a nuestra misma sangre? No podía dejar el cuerpo de mi
querido hermano expuesto a la salvaje voracidad de las aves carroñeras. Mi
conciencia se rebeló contra esa ley abominable. La razón está conmigo Creón, y
resplandece como el sol. Lo que ha de ser en justicia, legitima mi
desobediencia. Esta ley es una cuestión de tiránico poder. No hay ley
promulgada por Creón que no venga anunciada o precedida por la muerte. -Esto último hace que Creón se levante del
regio asiento.- Yo, Antígona, hija de Edipo, siendo aún muy niña acompañé a
mi padre al exilio. Acompañé a aquel hombre ciego y enfermo, con el que sufrí
interminables jornadas de hambre y frío. Caminamos
errantes al arbitrio y el azote de los vientos. Hubo gente que nos acogió y
otra que nos vapuleó, pero aprendí algo fundamental, y es que la tierra no pertenece
a nadie, ya sean reyes, esclavos o guerreros. Sufrí duras vigilias, escuchando los terribles delirios de un
hombre atormentado por la culpa. Aun
hoy me siento como aquella niña errante que sostuvo la culpa de su padre,
Edipo, el rey mendigo, aquella que a un tiempo lo condenaba y lo salvaba del
averno. ¿Acaso crees rey Creón, que
todos los tebanos están contigo? El miedo semeja la sombra de de un perro
salvaje que nos va devorando poco a poco las entrañas hasta paralizarnos.
Cuídate rey Creonte de la sombra de ese miedo que alimentas. Yo, Antígona hija de Edipo, voy hacia
la oscuridad que me cubrirá con su luz última, continuaré lamentándome de mi
azaroso destino, mientras mi alma se derrama ensangrentada, pero mi rostro
permanecerá erguido y orgulloso. Adiós
ciudad de Tebas, habitada por el horror y la muerte. La muerte me hallará serena aunque mi
sacrificio también sea inútil. Ella, la implacable, no cesará de reclamar vidas
hasta que esta especie invasora del hombre se extinga.