Cuando el turco Quismet
Ustuclul conoció a Roberto López no estaba en su mejor momento profesional. Un
espía mediocre sólo se mantiene si husmea asuntos mediocres. En nómina del
Mossad, Quismet vigilaba las actividades de los grupos islámicos proliferantes
en Granada y provincia. Estos grupos estaban compuestos por inofensivos
místicos y vigilarlos no tenía más razón para el Mossad que mantener el control
de todo. Quismet llevaba en Granada una vida inocua, tratando, entre el calor
andaluz, de no quitar ojo a mujeres cejudas cubiertas con gabardina y shador, o
a barbudos en mangas de camisa y cráneo rasurado. Combinaba sus actividades
secretas con negocios muy propios de su nacionalidad y de su ascendencia hebrea
por vía de abuela materna, ascendencia de la cual había logrado un remoto
apellido Peretz y un español pronunciado a la antigua lleno de camaretas,
agoras, ondses y dodsenas. Conoció a Roberto López Pedrosa al paso de éste por
la ciudad, de regreso de una misión en Almería, misión que le había dado más de
un disgusto y por culpa de la cual se vio envuelto en ciudad ajena en toda la
patulea del intento de golpe de Estado del 81. Porque también Roberto López
trabajaba para unos servicios secretos, en este caso para el SSME, Servicio
Secreto Militar Español, a las órdenes del general Reguero. Descansó en Granada
y tuvo tiempo de coincidir con Quismet, intercambiar impresiones y recibir la
oferta de compra de unos rollos antiguos, escritos en griego, lengua que
Quismet conocía sin dominar, obra al parecer alusiva a cierto Porrón de Elea,
acompañada de citas textuales de su obra perdida, sin duda filósofo
presocrático con influencias de Epicuro y Heráclito; la primera sospecha de
falsía por el presunto comprador se dio al recordar que Epicuro fue posterior a
los presocráticos.
Quismet nada le dijo de
cómo habían llegado a sus manos, y si lo hizo, mintió. López, aficionado a
mercadillo y engañabobos como Quismet, supo ponerse a su altura con disimulo y
logró una rebaja en el precio tan sustancial que cerraron el acuerdo. Regresó a
Barcelona cargado con los manuscritos, procedió a traducirlos y se aprendió
párrafos completos de memoria, párrafos que recitaba a sus embelesadas amigas
que, admiradas de la erudición y muertas de risa por los estrafalarios
aforismos del presocrático, se rendían a los morenos brazos del seductor López.
Hizo, al cabo del tiempo, entrega de ellos a la Universidad barcelonesa, manera
sibilina de adquirir fama y continuar en el candelero femenino, actividad
valorada por él más que ninguna.
Sabido
es que, ante la aparición de creaciones antiguas y desconocidas, sobre todo si
su descubrimiento viene rodeado por una nebulosa de misterio, surgen las más
variopintas teorías que contradicen versiones más o menos oficiales. Un grupo
de despechadas (por abandonadas) amigas de Roberto López, comparecieron de
inmediato tras el portentoso interés universitario por los manuscritos,
asegurando que él ya les había contado las aventuras y teorías de Porrón de
Elea, allá por la temprana fecha del año 68, cuando, estudiante
preuniversitario y subyugado por Parménides, Zenón y otros, se había inventado
un rijoso filósofo que aseguraba cosas tales como “lo único que merece la pena
hacerse es la coyunda”, y que tras sesudas demostraciones sobre el sentido del
verbo hacer y su comunidad etimológica con poetizar, conseguía vencer las más
acérrimas virtudes. Se vendría así abajo toda la historia de Quismet Ustuclul y
serían, por supuesto, falsos los manuscritos de Porrón y de su exégeta autor de
los manuscritos, de quien se especulaba podía ser Plotino o quizá el docto
esclavo Epícteto.
Pero
sigamos el rastro de Roberto López, el último detentador particular y conocido
de los manuscritos, y con más precisión, sigamos el rastro de estos últimos.
Hay quien dice, lisa y llanamente, que no existen. Es demostrable que los tan
traídos manuscritos desaparecieron nada más llegar a la Universidad
barcelonesa, anunciando su rector, el señor D. Mariá Sistachs i Viadiu, que
para desgracia de la filología, la humedad catalana los había deteriorado hasta
un extremo, convirtiéndolos en ilegibles; habían sido enviados para su casi
imposible recuperación a la universidad de Brightonhyde, USA. También es
demostrable que el señor D. Mariá Sistachs i Viadiu había a su vez desaparecido
misteriosamente de la ciudad condal dejando atrás una malcarada esposa y cuatro
hijos ataviados a lo punky. Corrió el rumor dudoso sobre si había sido visto en
las Bahamas acompañado de algunas mulatas aparentes.
Resumiendo,
de dos versiones disponemos sobre la posible naturaleza de estos escritos de y
sobre el presocrático Porrón de Elea: tal vez Roberto López logró de veras obtener
los manuscritos comprándoselos al turco Ustuclul, quizá Roberto López se
inventó de cabo a rabo al personaje, inventándose, de paso, la existencia de
los manuscritos.
¿Habrá
una tercera? En febrero del 96, un desconocido Miguel Arnas publicó en la
revista Ficciones de Granada una selecta enjundiosa sobre la filosofía de
Porrón de Elea, más amplia que la aquí consignada, atribuyéndole la fábula a un
tal Carlos Moreno, quizá un personaje de sus novelas pues se dice en los
mentideros que el tal Arnas es novelista.
Tal
vez no remate aquí la historia. ¿Existió verdaderamente Porrón de Elea? Es más,
¿existen Roberto López, Quismet Ustuclul o Miguel Arnas? Volvemos al problema
de siempre, ¿quién narra? Tal es la respuesta al enigma Porrón: otra pregunta.
Pneuma y poiemai de Porrón de Elea
Porrón de Elea, a quien los chinos, con su tópica
confusión de líquidas, cambiaban el nombre por otro figurable y de
connotaciones diferentes, aseguraba que el cosmos tenía forma cónica.
Los primeros conocimientos geométricos sobre el cono
datan de Menecmo y Apolonio de Perga, pero Porrón, como en tantas cosas, fue un
adelantado, suponiendo que naciera antes que el primero.
Según él, la base de ese cono cósmico era infinita.
En dicha base, y también en su generatriz, moraba la divinidad, causa
generativa, como su propio nombre indica, del cosmos. En el vértice se situaba la
méntula de la divinidad.
El cono porrístico o porrero, pues en dicha
derivación no se ponen de acuerdo los exégetas, es, a pesar de su extensión,
finito: lo infinito es su base y su vértice: lo extenso y lo intenso. Es éste
uno de los enigmas de la cosmología porrera (adoptaremos aquí este derivado por
parecernos más exento de alusiones indeseables a nuestro tratado). Pero dicho
enigma tiene, como casi todo, su explicación.
El cosmos tiene medida, es mensurable y, por tanto,
finito. Por contra, la divinidad carece de ella: su base es desmesurada, así
como su vértice, aunque éste lo es, digamos, de signo negativo pues la
imposibilidad de medición es debida a su pequeñez extremada o atómica,
indivisible. Mas la manifestación de la divinidad es su filósofo (su en el
sentido de propiedad exclusiva en ambos sentidos, es decir que la divinidad no
tenía otro filósofo-cosmógono sino él), y el esquema cónico universal se
reproducía en el microscosmos de Porrón de Elea. De tal guisa, el diminuto
príapo porrero era la epifanía de la divinidad en el mundo conocido.
En el vértice, hemos dicho, se situaba según el
eléata la méntula de la Divinidad, que al girar el cosmos cónico, se retorcía y
retorcía hasta que el dolor se hacía insufrible. Cuando tal malestar se
producía, la Divinidad invertía el sentido de giro cósmico. De tales
inversiones se deriva, con una explicación que riza el rizo del absurdo vital,
la fortuna, la suerte, la moira o la baraka, y según se tome, el eterno retorno.
Esta creencia es la causa de uno de sus fragmentos: "lo que ha
sido, a menudo no vuelve más, y sin embargo, a veces, lo que será ya ha
sido".
Porrón, si bien consciente de la categoría
chuchurrinosa de su miembro, se sentía orgulloso de él por dos razones: a/ por
ser la manifestación del sistema cónico de la divinidad y b/ carecía de
recambio.
La desmesura priápica porrera y divina, tenía su
correspondencia social. Una correspondencia en el jardín, que así era llamada
la diminuta comunidad formada por Porrón, sus discípulas o amantes (como
prefería nombrarlas), y sus discípulos o amigos. Puede colegirse la preferencia
sexual del eléata, preferencia por la que fue muy criticado.
Volvamos a la desmesura. Ésta no se exteriorizaba en
el priapismo de Porrón, sino en la inmoderación de su eros. No vayamos a creer
que Porrón era físicamente un anormal, ni por uno ni por el otro aspecto.
Porrón era priápicamente diminuto como la mayoría de machos humanos. Sólo una
minoría goza de un tamaño auténticamente desmesurado; pero esta minoría no goza
de ser la manifestación microcósmica de la Divinidad.
Así, lo único que en el cosmos tiene derecho a ser desmesurado
es la infinitud del vértice divino, y la constancia erótica de Porrón y sus
amantes. Porque si el paralelismo entre el vértice divino, decreciente hasta la
plétora, y el extremo priápico del filósofo, más bien cilíndrico y en ocasiones
esférico o informe, podía entrar en contradicción (contradicción que preocupó
innúmeras veces a Porrón durante su vida), no había, sin embargo, paradoja
alguna entre dicho vértice divino y la más íntima feminidad, a su vez cónica
aunque a la inversa de la conicidad teológica.
Porrón reconoció la urgente importancia de lo
femenino. Esa importancia la da la infinita generatriz cónica, símbolo de: a/
la desmesurada capacidad humana, animal y vegetal de generación y b/ la
desmesurada capacidad porrera de generación, contacto necesario éste entre la
desmesura divina y la humana.
No debemos inferir de esto último que Porrón daba
una importancia vital a la maternidad, es decir, a la reproducción. Cuando
Porrón habla de generación, se refiere a la monstruosa capacidad vital de
placer, titilación microcósmica que repercute en el macrocosmos y en la
creación, en el caso humano, de pensamiento. Porrón, es más, entendía la
reproducción como un mal, a veces necesario, a veces evitable. “¡Que se
perpetúe quienquiera!”, exclama en otro de los múltiples fragmentos sueltos que
nos quedan, para goce y disfrute de las generaciones venideras.
Pero acaso el mayor logro filosófico de Porrón
estriba en un celebérrimo aforismo que reproduciremos al final. Ya se ha
hablado de las investigaciones porreras sobre las curvas cónicas. Entre ellas,
la elipse era su favorita. La aplicó innumerables veces en los parterres de su
jardín (de inspiración epicúrea) dándoles forma elíptica mediante el célebre
trazado del jardinero: dos estacas hundidas en el suelo, una cuerda de longitud
mayor que la distancia entre ellas y sujeta a dichos maderos por sus extremos,
y una tercera estaca marcadora del mantillo conservando tenso el triángulo
formado por la cuerda entre las dos estacas fijas y la móvil que se movía alrededor
de ellas. Pues bien, reflexionando sobre esa característica de la elipse que
tiene dos centros, al revés del círculo que tiene uno solo, llegó a dos
conclusiones diferentes: en primer lugar, que la forma perfecta y bella no es
el círculo sino la elipse, y que a imitación de ella, los humanos debemos “no
tener jamás una sola idea ni un solo amante”.
En un próximo volumen hablaremos de la amistad
entrañable, ya en edad provecta, de Porrón de Elea con otro filósofo de fama:
Heráclito Ris.
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