Entrada la tarde amainó la
tormenta. Alcides no se separó de la ventana hasta que vio a Dimitrius asomar por la escalinata.
— ¿Lo dejaste en el
lugar exacto?
— Sí, con todo lo demás.
El pescador de esponjas
cogió la toalla que le tendió el profesor y se secó enérgicamente la cabeza.
— No olvides tu promesa.
— Descuide profesor.
Aquellos años realizando servicios para el maestro no
le habían conferido el valor de tutearlo pese a la insistencia de Alcides, que
por el contrario profesaba al joven un
afecto fraternal. La sabiduría del profesor
levantaba una muralla de admiración
y respeto que Dimitrius no se atrevía a derribar. Todo lo que había aprendido
acerca de sus antepasados, de dioses y emperadores, de pecios cargados de
tesoros, de ánforas y monedas, de pensadores y filósofos salía de la boca de
un hombre que debía poseer las llaves de la biblioteca de Alejandría.
Luego la tarde
transcurrió apacible entre cuentos del Olimpo y vasos de tibio rakomelo.
Ya en la soledad de la
noche Alcides continuó el trabajo que había comenzado un año atrás y que le
robaba el sueño entre engranajes de esferas de bronce y grabados astronómicos
en griego antiguo. Las pequeñas piezas que no había devuelto al mar podrían ser
la llave de lo que su intuición le dictaba. El resto de la maquinaria desentrañada
con ruedas dentadas de engranaje y placas con inscripciones relativas a los
signos del zodíaco y a los meses, dormía
de nuevo entre los pecios del naufragio. Hacía tiempo que el gobierno griego no
contaba con su opinión respecto a otros descubrimientos. El silencio sería su
venganza.
El conocimiento de aquel mecanismo
revolucionaría la idea que se tenía de la antigua Grecia y de sus matemáticos. Era mucho más que un
reloj astronómico o una gran calculadora. No solo predecía eclipses solares y
lunares sino que establecía el cronograma de festivales agrícolas y religiosos,
podía mostrar los movimientos de los cinco planetas conocidos en el tiempo en
el que fue creado e incluso determinaba
la fecha exacta de celebración de los Juegos Olímpicos.
En largas noches de insomnio
fue arrancando los secretos de aquella máquina y cada rayo de luz
arrojado le señalaba dos posibles creadores de tan perfecto ingenio, Arquímedes
o Posidonio. Algunos textos supervivientes
de la biblioteca de Alejandría describían muchas de estas creaciones a base de
esferas realizadas por Arquímedes y
algunos incluso contenían los croquis. Pero por otro lado no todos los filósofos
y astrónomos de aquella época tenían el mismo estatus social de Posidonio para
poder costear un mecanismo de bronce de las dimensiones de un equipaje de mano.
Probablemente él lo llevaría en el barco en el momento del naufragio.
Las noches que rendido conseguía dormir se
revolvía en la cama inmerso en tormentas batiendo entre los palos de un navío y chocando con las rocas. Luego el aire
burbujeante escapando a la superficie mientras él, convertido en estatua, golpeaba en el fondo rompiéndose en
pedazos. Junto a él caían otros cuerpos,
ánforas y cofres, cientos de restos del barco romano. La agitación y el sudor
le arrancaban de la cama. Encontraba de nuevo el sosiego entre sus dibujos y
apuntes. Lanzarlos al mar podría
devolverle la calma pero aquellas inscripciones en griego antiguo y las ruedas
dentadas de bronce habían socavado su
voluntad.
Poco después supo que algo nidificaba en su
cabeza. La locura no atrapa a traición, seduce y espera, pero no le inquietó su
presencia. Conversaba con ella y le mostraba los avances de su investigación. Los
días soleados de la isla quedaron retenidos fuera mientras la noche tomó la
casa.
Dimitrius apareció por
sorpresa una tarde. En sus ojos Alcides supo que lo habían encontrado.
—Los buzos del capitán
Kondos recalaron en Antikythera esperando que amainara una tormenta. Mi compañero
Elías bajó en busca de esponjas y lo vio, ya han dado aviso a las autoridades.
—-No importa, mi joven
amigo, todos los caminos conducen a Roma. Ya sé como retroceder las esferas. Mi
barco llegará al fin a su destino.
Dimitrius no supo cómo
interpretar aquellas palabras del profesor.
Cosas de sabios, pensó.
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