miércoles, 31 de julio de 2019

ITINERARIO DE LA PROCESIÓN DE NUESTRO GLORIOSO PATRÓN SAN TORCUATO (1594, GUADIX), por Carmen Hernández Montalbán.

(Caja 2611, doc. 4 del Archivo Histórico Diocesano de Guadix)





   El siguiente fragmento se puede localizar en un pleito por la referida fiesta que los miembros del cabildo: el Chantre, Diego de Santa Cruz Saavedra y el Tesorero Diego de Zambrana y Guzmán, hicieron contra el doctor Martín de Elorriaga (miembro también del cabildo). En él queda reflejado el itinerario que habría de seguir la procesión:




“Ytem doy fe que en la ciudad de Guadix en el cabildo de martes diez días del mes de mayo de mil y quinientos noventa y cuatro Años estando congregados en su cabildo y lo han de uso y costumbre de se juntar, el Dean y cabildo […] el doctor Francisco González de Villalobos Dean, el doctor don Diego de Sata Cruz Saavedra Chantre, el doctor don Juan Arias de Moscoso Arcediano, el doctor don Diego de Zambrana y Guzman Thesorero, el doctor don Francisco Rubio Davila Prior, Antonio Rodríguez, El doctor Hieronymo Ruiz de Carrasquilla, el Licendo. Pero Messia, el Licendo.  Cristobal Sanchez de Soto, el doctor Martín de Elorriaga, dignidades y canónigos de esta Santa Yglesia decretaron el negocio siguiente:
Fiesta de Sant Torquato Patron deste Obispado
Primeramente todos los SS. Capitulares unánimes y confomes nemine discrepante et par i confesu. Considerando la mrd. Grande que nuestro Sor. ha hecho de esta Sancta Yglesia deque a ella se traxesse la reliquia del glorioso y bienaventurado martyr Sant Torquato primero obispo della, que con tantos trabajos espensas y gastos se a procurado, y que es justo que en todo tiempo, se honre y venere tan sancta Reliquia y se les aga la solemnidad y fiesta que conviene, acordaron y mandaron, que el domingo primero que verna que se contaran quince días deste presente mes de mayo deste año de noventa y quatro, se haga la procession solemne con la dicha sancta reliquia, saliendo desta Sancta Yglesia para la Yglesia de Sanctiago, y vaya por la calle de don Martín de Benavides y por el convento de Sancto Augustín, y por la Placeta de don Fernando de Barradas a la puerta alta, y se continue la dicha procession y baxe por la cuesta de la placeta de Sanctoago y entre a la dicha yglesia y salga por la otra puerta de la dicha yglesia, y vaya por la calle de doña Bernarda y entre a la plaza, y de Alli venga por la calle de García Ramírez hasta entrar en esta Sancta Yglesia, y la dicha procession se haga de la misma manera que se hizo el dia de Sancta Cruz de mayo passado deste presente año y que para siempre jamas se haga la dicha procession de la manera aquí dicha y referida…”



          Puede reconocerse e intuirse el recorrido, pues Saliendo de la Catedral, torcería por la calle de la Concepción hasta llegar a las puertas del antiguo seminario de San Torcuato, antes convento de los Agustinos. Después pasaría por la puerta del palacio de Peñaflor (calle de Fernando de Barradas) hasta la puerta alta, que es desde la que se baja por la cuesta de Santiago en zig zag. Entraría y saldría del templo de Santiago y bajaría por la calle de doña Bernarda (actual calle Ancha). Después entraría por la plaza de las palomas o Constitución y saldría por el arco que da a la actual plaza de la Catedral, antiguamente urbanizada con otras calles. Llegaría a la calle que pasa por el palacio de los Ramírez Arellano (actual Escuela de Arte) y entraría a la Catedral, posiblemente por la puerta de la fachada de San Torcuato. 

domingo, 28 de julio de 2019

FALLO DEL III CERTAMEN DE POESÍA POR LA AGRICULTURA


Convocan: Co-Marca Guadix Natural y Asoc. para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul"


Reunidos en Guadix, a día  27 de agosto de 2019, el jurado formado por:

Presidente:  Don Manuel Huete Alcalde.

Vocal: Doña Adoración Hernández Montalbán.

Vocal: Doña Carmen Hernández Montalbán.



Acuerdan:

1.      Conceder los galardones siguientes:

                       

Primer premio:

Xoxe Pompei, por el poema "Ángeles de tierra".



Segundo Premio:

Marcelino Sánchez Pérez, por el poema "En el campo andaluz".


Tercer Premio:

Rafael Bailón Ruiz, por el poema "Oda a los campos".


Menciones especiales a autores locales:

1ª  Mención: 
José Manuel Raya Medina, por el poema, por el poema "De la nada blanca".

2ª Mención: 
José Antonio Cascales Rosa, por el poema “Soledad en la huerta”.


La entrega de premios tendrá lugar en un acto público el día 16 de agosto de 2019, a las 20, 00 h. en el Patio del Exmo. Ayuntamiento de Guadix, 

martes, 16 de julio de 2019

ESTABA AHÍ, por Isabel Rezmo




Estaba ahí, como el beso furtivo
increpando que alguien se pose en su tacto.
Como las mañanas después que los ojos abran,
y perciban los rayos adormecidos aun por el sueño.

Pero intuía, como ese latir que apenas se oye,
como esa amalgama de señales ocultas, en la acera.
Van  robando miradas muertas y ecuánimes, viejas formas
teñidas por un dos, pero la soledad siempre miente.

Apenas quedaba un atisbo de luz en el crepúsculo de la niebla,
pero estaba ahí, intuyendo la  cruz posada en el cruce de dos
medias verdades, dos navajas cruzadas en el aire de una herida.

Y así, desterrando la sonoridad de un labio  imposible,
se marchó antes de que se cumpliera la profecía:
el saber que un café en la taza, se degusta y luego queda el poso
del propio abandono.

domingo, 14 de julio de 2019

UN DIA PERFECTO, por Pepi Bobis Reinoso



Estaba ahí, como tantas otras veces, sentada en la escalera de ladrillo visto que da al patio. Ensimismada. Pensando en esas cosas que a veces pienso… 

Hoy es uno de esos días en que me echaría en brazos de un oso panda, tomaría por muñeca a una ardilla y por mamá buena para la merienda, a una viejita encantadora que anda por ahí escondida entre alguna letra. Seguro que, si me muevo y hago un poquito de ruido, no tardará en venir, despacito, como casi siempre, sonriente y silenciosa y me dará un vaso de leche templada con canela y cuatro galletas, de las que ella sabe que me gustan.

Esta tarde es como la de algunos cuentos y yo, si pudiera, me iría a recoger a Juan Ramón Jiménez en moto, para irnos a tomar café con nuestro amigo Platero, que está pasando unos días con los niños en el campo.  Es un sitio precioso y muy especial. Tanto, que las amapolas se crían en macetas y los jaramagos se ponen en floreros. Los espantapájaros no le hacen la guerra a los mirlos y las cigüeñas comen bocatas de queso sentadas en un banco de madera que les hizo mi abuelo.

Sí, es verdad, hoy es un día perfecto para cualquier cosa. Incluso me siento capaz de escribirle una carta a Merlín el Flautista. Pero ¿qué estoy diciendo? No mujer, que te confundes, será el Mago de Hamelin. No sé, pero me parece que me estoy haciendo un pequeño lío.  A ver si llego al final del viaje, recojo mis bártulos y me meto de nuevo en el sueño, porque esto de no saber dónde estás es un tanto incómodo.

Cerraré de nuevo los ojos y a ver si con un poco de suerte, me encuentro con alguien que me diga por dónde llegar hasta la autopista; la de peaje no, la otra, esa que es azul y tiene una luz que brilla mucho.  Me han dicho que es comodísima. 
Parece ser, que ahora tiene mucho más claras que antes las indicaciones y nadie se pierde. Yo estuve una vez, hace ya mucho tiempo, pero me despisté y tuve que retroceder.

Creo que voy por buen camino, así que, me arreglaré un poco. Me pondría zapatos de tacón, pero no, iré descalza, formando parte del paisaje. Debo pintarme los labios y, a ver, el pelo... sí, el pelo está bien.

Hoy es el día perfecto…




BOTONES, Lourdes Páez Morales.



Estaba ahí, revuelta entre mil recuerdos guardados en aquel cajón que no había abierto desde hacía un siglo. Marina sintió de repente como si no hubiera pasado el tiempo, como si aquella fotografía en blanco y negro de sus padres recobrara el color gracias a las palabras de su madre, que recordaba fielmente: “el ramo tenía flores rosa pálido, y la corbata de tu padre era azul; el azul siempre fue el color favorito de papá”. Marina utilizó la lupa del móvil para ver aún mejor los detalles de la foto. La sonrisa blanca de su madre refulgía como un faro en la noche más oscura. Más incluso que el blanco nieve del velo y el vestido. Sabía que había visto los pendientes que su madre había llevado el día de su boda en algún sitio, pero eran tantos los cajones que había escudriñado… Todos llenos de recuerdos.
Marina pensó: “Cuántas vidas caben en una sola”, al sacarla caja de botones de la abuela que su madre había guardado siempre, aportando los botones desparejados de su propia ropa a lo largo de los años. Cuando era niña, a Marina le gustaba jugar con ellos a ser la dueña de una mercería con sus primas −eran tantas mujeres en la familia−, y aunque no le agradaba especialmente coser, hacía el "paripé" de imitar a Pepita, la mercera de le esquina de la calle del Arroyo, que solo interrumpía su labor para despachar a sus clientas.La mujer tenía en la entrada de su negocio un arcón de madera oscura en el que Marina se sentaba a esperar mientras atendía a su madre. El día que Pepita le contó de broma a sus clientas −sin percatarse de la presencia de unos avispados oídos infantiles como los de Marina− que en él guardaba los cadáveres de los dos maridos que había tenido, fue el último en que la niña se sentó en aquel siniestro arcón. Sus primas, todas más pequeñas que ella, pedían los botones de los colores más raros que fuera posible… Y aún así, Marina los tenía todos en aquella caja de mimbre: los dorados con anclas para los abrigos, los verdes jaspeados en varios tamaños… Hasta unos en forma de flor, rojos, que Marina ofrecía como venidos directamente de París.
Tras firmar los papeles, el chico de la inmobiliaria colgó el cartel de “Se vende” en el balcón principal. Marina salió a la calle delante de él y echó un último vistazo a la casa donde había transcurrido gran parte de su vida. Abrió la caja de mimbre llena de botones para cerciorarse de que había metido en ella la fotografía de sus padres, sonrientes, inaugurando una vida juntos. Volvió a cerrarla, y, abrazando sus recuerdos de niña, continuó calle abajo. 

AARÓN, por Consuelo Jiménez.




Estaba ahí, nube de encanto, príncipe vástago, 
retoño nacido sin nacer, 
mes a mes alabado en el hálito de mis entrañas.
Mi hijo, mi niño roble,
guerrero laureado en el mar de los días.
Ahora, me desnudo para anunciarte, 
te hablo como madre sin ser madre,
desde el fragor del latido cobarde de mi útero baldío.
Nada es como debería haber sido.
Sin parirte, vientre vestido para tenerte,
ansioso de abrirse en un estallido de luna y duende,
con el reclamo de tu amor y dolor.
Estás ahí, Aarón, arteria de mis arterias, 
concebido en este poema de arcilla cruda,
en un tarde apacible de lluvia, 
propicia para sostenerse en el cordón de estos versos. 


                                 

LA CUEVA DE LOS ÁNGELES, por Eduardo Moreno Alarcón.



 Estaba ahí, frente al aprisco. El muchacho tenía un aire de ermitaño, tan delgado, tan curtido, tan poco hablador. Su vida se escurría solitaria, rutinaria y laboriosa. Vida sencilla. Vida heredada con los genes ancestrales. Compartía un techo humilde con sus padres, mayores pero aún fuertes: un viejo caserío en La Manchuela. Tenía varios oficios: pastor, granjero, agricultor. Faenaba en el huerto, cuidaba la granja, atendía a los animales.
Seguía ahí, esperando que las cabras se metieran en el cerco. El muchacho no tenía amigos. Difícil conocerlos cuando iba de año en año hasta el pueblito más cercano, a celebrar la romería.
El campo ata y libera. Es cárcel y santuario.
Por eso conversaba con los burros y las cabras, con el perro y las gallinas, con el gallo y las hormigas, con autillos y estorninos, y, a veces, con las aguas.
Recogido el rebaño, trancó la portezuela. Balaron las rumiantes sumisamente, agradeciendo la sombra. El sol de atardecida aún arrancaba llamas rojas a las piedras del aprisco. Las tardes estivales se alargaban con fulgor anaranjado.
El joven adoraba aquel instante de sosiego. De tregua diaria. Descanso merecido. Pequeña caminata y chapuzón.
Tomó el camino serpeante, polvoriento y pedregoso. Aquél que discurría entre plantíos, almendros y olivares, atravesando algunas huertas hasta dar con una rambla, la rambla de San Antón. Pasado este punto, se adentró en un monte bajo, plagado de tomillos y romero, bajo la sombra poco fresca de algún pino. Al cabo aparecieron depresiones, hondonadas del terreno, los tollos excavados por los cursos de agua clara. Orificios sobre el llano. Ruptura abrupta del paisaje.
El muchacho aquietó el paso, se enjugó el sudor de la frente y contempló aquel horizonte abierto al valle del Cabriel. Qué hermosa imagen. Qué hermosa luz de atardecer. «Siempre distinta». Avanzó unos metros y, con cuidado de no resbalar, se echó pendiente abajo. La rambla, al descender, iba emanando más frescor. Aliento vegetal que desprendían los roquedos tapizados por arbustos, hiedra y musgo rezumante. Conforme se adentraba en aquel tollo, las plantas se hacían dueñas del lugar.
Y al fin accedió al lago. Un lago pequeñito. Un paraíso refrescante en la llanura. Una pequeña rambla de agua cristalina originada por el curso de las lluvias. Lluvias encauzadas en riachuelos y otras ramblas, fuentes del lago que morían en el Cabriel. Desde antiguo, las ramblas dieron agua a los regantes de la zona. Humildes hortelanos.
Dejó sus abarcas sobre la piedra lisa y sumergió los pies, hasta los tobillos, en agua muy fresquita. A un lado, cantaba una cascada. Al otro, pared de roca viva. En esos instantes el pastor sentía una paz inmensa, esa serenidad que sólo da la armonía con la naturaleza. Metido hasta media cintura, notó el abrazo líquido. Dio unas brazadas. Por encima, entre abejeos y zumbidos, flotaba un polvo de oro.
Repentino, a su espalda, se oyó un ruido mineral; un roce pétreo, como si la roca se resquebrajara. Sobrevino un gran silencio, extraño y desusado. Enmudeció la cascada. Hasta los pájaros cesaron su trinar. Volvió el muchacho la cabeza… para quedar patidifuso. Una grieta vertical abría el peñasco en dos mitades. Amoscado, el joven se acercó hasta el borde de la cueva. Echó un vistazo dentro. Por delante, largo y sombrío, la insinuación de un pasadizo.
Se adentró un poquito más, algunos pasos.
Como por arte de encantamiento, en la gruta se filtraron los fulgores moribundos de la tarde, los rayos últimos del sol. Haces de cobre que, al fondo, revelaron una reja de hierro y, tras ella, una muchacha prisionera. La chica estiró los brazos hacia él. Con lágrimas suplicantes, le rogó que buscase la llave de piedra que abría la celda. «Pero ¿cómo es posible? ¿Quién te ha encerrado?».
—Una maga me apresó hace ya tiempo. Tanta es su envidia que arrojó la llave al fondo del lago para que nadie pudiese encontrarla. ¡Ayúdame, por favor, no queda mucho tiempo! ¡A la puesta de sol la cueva volverá a cerrarse! ¡Y no volverá a abrirse hasta dentro de diez años! ¡Aprisa, por favor!
Y el muchacho se lanzó buscando el fondo, buceando en busca de la llave. Descendió a lo más profundo: era como estar dentro de una campana de cristal. Defendido del mundo por una barrera líquida. Lo externo amortiguado, desleído. Afuera el lago, y arriba el cielo, lejano tras espejo de fría plata.
El lecho estaba turbio, y apenas había luz. Manoteó el lodo desesperadamente, pero sus manos tropezaban con guijarros y con líquenes. Ni rastro de la llave. Necesitaba aire. Más aire. Subía, inflaba sus pulmones y tornaba a sumergirse, una y otra vez. Las fuerzas se agotaban. El fango removido, la creciente oscuridad, la urgencia, todo jugaba en contra suya. La llave seguía sin aparecer. Amortiguados, llegaban a su oído los chillidos de la joven. Sollozantes. Desesperados.
El corazón le daba coces en el pecho. Le costaba mantenerse bajo el agua, a causa del esfuerzo repetido. El sol ya se ponía. El tiempo se agotaba. El joven tomó aire y buscó el fondo como un pez. Palpó de nuevo… y algo tocó. Parcialmente sepultada, creyó ver la gran llave. Hundió la mano y, aferrándola con fuerza, braceó con rapidez. Mas apenas tenía fuerzas para izarse. Arriba, la superficie se pintaba de morado. Apretó el puño e hizo un esfuerzo sobrehumano. Pero el aire se escapaba poco a poco por su boca. Se ahogaba. Con todo, no renunció. Siguió ascendiendo lentamente como un peso muerto. Nada oía salvo el pálpito en su pecho.
Cuando daba todo por perdido, dos luces blancas emergieron desde el lecho. Las luces le tomaron de los brazos impulsándole y sacándole del agua. Tendido sobre el barro, respirando agitadamente, logró recuperarse. Oyó los gritos angustiados de la joven, y el estruendo de las rocas que empezaban a sellar la gruta. No llegaría a tiempo.
Entonces las dos luces se trocaron dos figuras luminosas de indescriptible belleza. Ambas volaron a la boca de la cueva y, con sus manos refulgentes, etéreas, impidieron que la gruta se cerrase.
El muchacho se abrió paso hasta la celda. Abrió el candado con la llave y liberó a la prisionera.
Los dos abandonaron la caverna. Desde la orilla del lago contemplaron el ascenso de los seres luminosos hacia el cielo, como estelas de meteoros. Sus rastros se fundieron con la noche y las estrellas.
Para los jóvenes fue el comienzo de un amor que los unió ya para siempre.
Desde aquel lejano día, el paraje es conocido como la Cueva de los Ángeles. Son muchas las parejas que se bañan en sus aguas. Cuentan que en el lago hay energías amorosas que bendicen el cariño más sincero.
Y que, a veces, en las noches de verano, se ven luces.
Luces del alma. Así las llaman en el pueblo.

VISILLOS, Tomás Sánchez Rubio





            Estaba ahí, con su eterna sonrisa, con sus gafas redondas de gruesas lentes y montura pequeña. Sostenía en la mano izquierda un ramito de diminutas clavellinas blancas; con la otra, la saludaba mirando hacia arriba. No decía nada; solo sonreía.
            Teresa se había levantado, como tantas otras veces durante la noche, para ir al baño; sin embargo, en esta ocasión sintió el impulso o la necesidad de dirigirse a la ventana. Sin saber muy bien por qué, la verdad. Retiró levemente el visillo, lo suficiente para ver y no ser vista; o al menos eso pensaba. Los postigos estaban abiertos para poder despertarse, según era su costumbre, con las primeras luces.
            El caso es que Teresa se asomó y vio allí a Luis junto a la farola, vestido de domingo, con su traje gris de rayas y su corbata ancha pasada de moda. Se quedó muy quieta. Se apartó, pero al instante volvió a asomarse por la rendija del visillo, casi sin mover este y casi sin moverse ella misma. Había adquirido práctica en eso.
            Luis, su novio de hacía más de cuarenta años, ya no estaba...
            Volvió a la cama. Ya no le dolía tanto la pierna que se había roto de pequeña. Se tapó hasta la barbilla y cerró los ojos. Pasó los dedos suavemente por el borde de la sábana bordada, una de tantas del ajuar que mamá le regalara recién cumplidos los dieciséis años... Notaba que se le humedecían los ojos. Sonrió y no tardó en quedarse dormida...
            Luis se había acordado de su cumpleaños.



COMO SIEMPRE, por Gloria Acosta.

Fotografía de Silvia Grav



Estaba ahí, un poco más tarde de lo habitual, acercándose al dispensador y cogiendo su número. El señor del jersey a rayas se levanta dejándole el asiento. Ella no dice nada, como siempre, y apoya las muletas en la pared que resbalan rompiendo la espera en mil pedazos metálicos. El señor del jersey a rayas se agacha y las coloca en su lugar y esta vez tampoco ella dice nada. Desde el mostrador la funcionaria observa la escena tras sus enormes gafas mientras hace un gesto cómplice a su compañero que arruga el ceño dejando escapar un revelador soplido.
—Yo me encargo.
La compañera lo agradece con una sonrisa y sigue a lo suyo.
Ella escudriña la sala abarrotada de gente que no encuentra asiento y permanece en pie, unos leyendo el periódico, muchos con sus teléfonos móviles, la mayoría en silencio, otros comentando con los cercanos. Ella como siempre se dirige a la persona que tiene a su derecha. Qué más da quién sea. En esta ocasión se trata de una muchacha que lleva una carpeta sobre sus rodillas. Y le cuenta, y no para de hablar, y se queja. Que si la ayuda no llega, que si este gobierno no hace nada, que el alcalde y la concejala de servicios sociales son unos inútiles. Su vecina de asiento la mira de vez en cuando y trata de sonreír pero se encoge de hombros y con eso lo dice todo. Luego se dirige al señor de su izquierda y pregunta si viene por lo mismo. Que está cansada de entregar papeles, reclamaciones para nada, que si a los viejos los dejan de lado, que si ya verá usted cuando tenga que pedir ayudas. Una señora que está oyendo desde el fondo le da la razón asintiendo. El señor del jersey a rayas la avisa de que ya es su turno, no vaya a ser que se le pase y le ofrece el brazo para ayudarla a levantar. Que si las rodillas ya no me sostienen, que acérqueme las muletas.
Allá va hacia el mostrador, el funcionario le hace una seña. Arrastra los pies, cojea, resopla. Hablan un rato. El funcionario niega con la cabeza. Ella pide que le sellen el documento y lo entrega. Guarda la copia en el bolso y se va clavando las muletas en el piso, la goma está gastada de nuevo y tendrá que cambiarla. El traqueteo metálico molesta a los que están sentados que la miran cojear y salir y al fin desaparecer.
La funcionaria hace una mueca a su compañero. Los dos respiran aliviados.


VEREDA FLUVIAL, por Isabel Pérez Aranda.




Estaba ahí, junto a la orilla
arrodillada en guijarros y arcillas prehistóricas 
saturada de soles extremos con lunas granas,
donde tu cuerpo inclinado exhalaba un sollozo angosto,
haciendo brotar las pompas del jabón a un ritmo acelerado
salpicando y cubriendo las manos de asperezas incurables,
y el alma, ¡ay el alma!,
ahogada en la vereda fluvial
presa de ignorancias y olvidos
ante miradas libres y aladas.

Cuando estabas ahí mujer, junto a la orilla,
se hacían las horas decorosas, parlanchinas,
que a soles y a lunas tendidas, su piel estirabas,
sobre mimbres y espartos, yacían ausentes, almidonadas,
secas y bien dobladas,
junto a las penas,
todas las penas,
almacenadas.