Seguía ahí,
esperando que las cabras se metieran en el cerco. El muchacho no tenía amigos. Difícil
conocerlos cuando iba de año en año hasta el pueblito más cercano, a celebrar
la romería.
El campo ata y
libera. Es cárcel y santuario.
Por eso conversaba
con los burros y las cabras, con el perro y las gallinas, con el gallo y las
hormigas, con autillos y estorninos, y, a veces, con las aguas.
Recogido el
rebaño, trancó la portezuela. Balaron las rumiantes sumisamente, agradeciendo
la sombra. El sol de atardecida aún arrancaba llamas rojas a las piedras del
aprisco. Las tardes estivales se alargaban con fulgor anaranjado.
El joven adoraba
aquel instante de sosiego. De tregua diaria. Descanso merecido. Pequeña
caminata y chapuzón.
Tomó el camino
serpeante, polvoriento y pedregoso. Aquél que discurría entre plantíos,
almendros y olivares, atravesando algunas huertas hasta dar con una rambla, la
rambla de San Antón. Pasado este punto, se adentró en un monte bajo, plagado de
tomillos y romero, bajo la sombra poco fresca de algún pino. Al cabo
aparecieron depresiones, hondonadas del terreno, los tollos excavados por los cursos de agua clara. Orificios sobre el
llano. Ruptura abrupta del paisaje.
El muchacho
aquietó el paso, se enjugó el sudor de la frente y contempló aquel horizonte
abierto al valle del Cabriel. Qué hermosa imagen. Qué hermosa luz de atardecer.
«Siempre distinta». Avanzó unos metros y, con cuidado de no resbalar, se echó
pendiente abajo. La rambla, al descender, iba emanando más frescor. Aliento
vegetal que desprendían los roquedos tapizados por arbustos, hiedra y musgo rezumante.
Conforme se adentraba en aquel tollo,
las plantas se hacían dueñas del lugar.
Y al fin accedió
al lago. Un lago pequeñito. Un paraíso refrescante en la llanura. Una pequeña
rambla de agua cristalina originada por el curso de las lluvias. Lluvias
encauzadas en riachuelos y otras ramblas, fuentes del lago que morían en el
Cabriel. Desde antiguo, las ramblas dieron agua a los regantes de la zona.
Humildes hortelanos.
Dejó sus abarcas
sobre la piedra lisa y sumergió los pies, hasta los tobillos, en agua muy
fresquita. A un lado, cantaba una cascada. Al otro, pared de roca viva. En esos
instantes el pastor sentía una paz inmensa, esa serenidad que sólo da la
armonía con la naturaleza. Metido hasta media cintura, notó el abrazo líquido.
Dio unas brazadas. Por encima, entre abejeos y zumbidos, flotaba un polvo de
oro.
Repentino, a su
espalda, se oyó un ruido mineral; un roce pétreo, como si la roca se
resquebrajara. Sobrevino un gran silencio, extraño y desusado. Enmudeció la
cascada. Hasta los pájaros cesaron su trinar. Volvió el muchacho la cabeza…
para quedar patidifuso. Una grieta vertical abría el peñasco en dos mitades.
Amoscado, el joven se acercó hasta el borde de la cueva. Echó un vistazo
dentro. Por delante, largo y sombrío, la insinuación de un pasadizo.
Se adentró
un poquito más, algunos pasos.
Como por
arte de encantamiento, en la gruta se filtraron los fulgores moribundos de la
tarde, los rayos últimos del sol. Haces de cobre que, al fondo, revelaron una
reja de hierro y, tras ella, una muchacha prisionera. La chica estiró los
brazos hacia él. Con lágrimas suplicantes, le rogó que buscase la llave de
piedra que abría la celda. «Pero ¿cómo es posible? ¿Quién te ha encerrado?».
—Una maga me
apresó hace ya tiempo. Tanta es su envidia que arrojó la llave al fondo del lago
para que nadie pudiese encontrarla. ¡Ayúdame, por favor, no queda mucho
tiempo! ¡A la puesta de sol la cueva volverá a cerrarse! ¡Y no volverá a
abrirse hasta dentro de diez años! ¡Aprisa, por favor!
Y el
muchacho se lanzó buscando el fondo, buceando en busca de la llave. Descendió a lo
más profundo: era como estar dentro de una campana de cristal. Defendido del
mundo por una barrera líquida. Lo externo amortiguado, desleído. Afuera el lago,
y arriba el cielo, lejano tras espejo de fría plata.
El lecho
estaba turbio, y apenas había luz. Manoteó el lodo desesperadamente, pero sus
manos tropezaban con guijarros y con líquenes. Ni rastro de la llave.
Necesitaba aire. Más aire. Subía, inflaba sus pulmones y tornaba a sumergirse,
una y otra vez. Las fuerzas se agotaban. El fango removido, la creciente
oscuridad, la urgencia, todo jugaba en contra suya. La llave seguía sin
aparecer. Amortiguados, llegaban a su oído los chillidos de la joven. Sollozantes.
Desesperados.
El corazón
le daba coces en el pecho. Le costaba mantenerse bajo el agua, a causa del
esfuerzo repetido. El sol ya se ponía. El tiempo se agotaba. El joven tomó aire
y buscó el fondo como un pez. Palpó de nuevo… y algo tocó. Parcialmente sepultada,
creyó ver la gran llave. Hundió la mano y, aferrándola con fuerza, braceó con
rapidez. Mas apenas tenía fuerzas para izarse. Arriba, la superficie se pintaba
de morado. Apretó el puño e hizo un esfuerzo sobrehumano. Pero el aire se
escapaba poco a poco por su boca. Se ahogaba. Con todo, no renunció. Siguió
ascendiendo lentamente como un peso muerto. Nada oía salvo el pálpito en su
pecho.
Cuando daba
todo por perdido, dos luces blancas emergieron desde el lecho. Las luces le
tomaron de los brazos impulsándole y sacándole del agua. Tendido sobre el
barro, respirando agitadamente, logró recuperarse. Oyó los gritos angustiados
de la joven, y el estruendo de las rocas que empezaban a sellar la gruta. No
llegaría a tiempo.
Entonces las
dos luces se trocaron dos figuras luminosas de indescriptible belleza. Ambas
volaron a la boca de la cueva y, con sus manos refulgentes, etéreas, impidieron
que la gruta se cerrase.
El muchacho
se abrió paso hasta la celda. Abrió el candado con la llave y liberó a la
prisionera.
Los dos
abandonaron la caverna. Desde la orilla del lago contemplaron el ascenso de los
seres luminosos hacia el cielo, como estelas de meteoros. Sus rastros se
fundieron con la noche y las estrellas.
Para los jóvenes
fue el comienzo de un amor que los unió ya para siempre.
Desde aquel lejano
día, el paraje es conocido como la Cueva de los Ángeles. Son muchas las parejas
que se bañan en sus aguas. Cuentan que en el lago hay energías amorosas que bendicen
el cariño más sincero.
Y que, a
veces, en las noches de verano, se ven luces.
Luces del
alma. Así las llaman en el pueblo.
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