miércoles, 30 de noviembre de 2022
ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 70, 30 de noviembre de 2022.
martes, 29 de noviembre de 2022
¿DÓNDE ESTARÁ NOE?, por Carmen Hernández Montalbán.
No sé si habrá un Noé
que tripule la nave de la esperanza,
si guardará el oxígeno en una botella
o nos dará a beber de sus labios
el líquido indispensable,
si guardará con devoción de místico
la última semilla,
o evocará con su voz el canto de las aves.
¿Dónde habitará Noé
cuando la tierra sea un páramo?
El lugar de su destierro será un enigma,
solo cabrá esperar que sepa encontrarnos
y nos enseñe a cuidar
lo que con tanto desprecio profanamos.
MONTMARTRE, Por F. Javier Franco Miguel
A Henri de Toulouse Lautrec y a los gorriones
vecinos del Sacre Coeur.
Viejo Toulouse Lautrec, andante eterno,
incensario de vieja pipa errante,
busca luz en las luces del infierno
que verter en cartel de aura anunciante.
El monte de los mártires en cerno
guarda en su espalda de perfil pecante,
vive inmerso en París, y él es su averno,
a ritmo de un cancán tan exultante.
La Place du Tetre sin corazón sacro
rinde homenaje a sus sublimes sueños,
en continuo exponer un simulacro.
Los empeños forjaron los empeños
‒huellas que al pisar yo mismo demacro‒
para alzar luces y cuerpos los dueños.
***
(Santiguado lavacro,
pirámide frontal de romos planos:
“las manos de gorriones son mis manos”
MEDITACIONES SOBRE EL AMOR, por José Luis Raya Pérez.
Es otra señal más de envejecimiento moral cuando empiezas a ofrecer consejos acerca de los complicados asuntos del amor basándote en tu propia experiencia. Subrayo moral en el estricto sentido, y también filosófico, puesto que hay mayores cuya actitud denota un cierto anquilosamiento juvenil, no tanto, seguramente, por su imagen zangolotina; en este caso, al menos, nos vienen de frente. En primer lugar, debemos recordar a un joven y jocoso Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, tratando de advertirnos sobre las desavenencias que genera el mal amor, por ello escribió “El Libro de Buen Amor” en pleno siglo XIV.
A mis alumnos, cuando me piden consejo, o si veo que este o aquella, por iniciar una aventura amorosa, su mundo se pueda transformar en una catarata de problemas, intervengo como ese viejo en ciernes que va asomando la cabeza. A veces, me convierto en padre o en abuelo quizás, para que elijan el camino correcto. Otras veces, pienso que juventud y equivocación son sinónimos. Decía Groucho Marx que no debemos renunciar a la deliciosa libertad de equivocarnos. Como ocurre en casi todas las citas, hay un mensaje tenebroso tras su aparente y contundente verdad. Por consiguiente, los dejo ir, porque darse de bruces contra la pared es una de las formas más fehacientes del aprendizaje, aunque los seres humanos tenemos la sana costumbre de tropezar dos veces con la misma piedra. Se dice, se comenta en los lúgubres foros humanistas que la mujer maltratada, por ejemplo, va buscando el perfil del hombre maltratador; esto es algo que no cabe en la cabeza humana y se escapa de la más depurada lógica.
Pasión, inexperiencia y juventud parecen ir de la mano. En tanto que la razón y el sosiego son, en teoría, el sustento de la madurez.
Hay quien sostiene que en la vida, realmente, solo te enamoras una vez. Se referirán a la intensidad y a los escalofríos que te producen. Popularmente conocido como eso de “las mariposas en el estómago”, aunque a veces esas bellas mariposas terminan metamorfoseándose en viles gusanos. Entonces comienza el desasosiego y el arrepentimiento.
Hay que establecer una cierta casuística, pues esto de la generalización engendra, lo mismo que las citas, un cierto grosor de falsa apariencia.
Algunas personas necesitan vivir en un constante estado de enamoramiento. Por ello rompen y vuelven a romper relaciones porque necesitan saborear esa maldita hormona, o lo que sea, que te nubla la razón y te mariposea el estómago, sin duda puede ser un placer que puede llegar a engancharte. Y, antes de que, parafraseando a Lope de Vega, el placer se transforme en dolor, yo diría indolencia, el amante ya ha depositado su indomable corazón en un nuevo amado, podríamos hablar de futuro abandonado. Va forjándose la llamada, auto-citándome, “cadena del dolor”. Quién lo probó lo sabe, quisiera volver a aludir al Fénix de los ingenios. Y es que Lope de Vega vivió una vida en permanente estado de agitación amorosa. Por ello sabe tanto del amor, pero escribió desde el lado del amante activo que busca y busca antes de que el estado amoroso languidezca, puesto que para ellos equivale un poco a morir. Don Juan Tenorio y todas sus secuelas y precuelas (Zorrilla, Azorín, Molière, Lord Byron o Torrente Ballester por citar solo algunas celebridades) perfilan al mismo personaje, el que necesita enamorarse constantemente y, por consiguiente, va dejando tras de sí un escabroso reguero de víctimas, tan desamparadas como desquiciadas. Y es que el amor puede generar muy fácilmente dolor, odio y rencor. Solo la madurez, en el estricto sentido de la palabra, nos puede advertir de todos los daños colaterales que el amor puede infligir cuando la pasión ha menguado, puesto que ese amante visceral va buscando, cual perro hambriento, su nueva dosis de amor, de amor pasional e irracional: su droga particular. A su vez, como el cabronazo donjuán, en cuanto vea que su amada la tiene completamente rendida a sus pies, su razón de vivir ha concluido y va en busca de una nueva víctima. Hay que estar alertado (y no alelado) ante estos casos cuasi patológicos que van sembrando dolor. Incluso, son capaces de entrometerse en parejas ajenas y destruir una estable relación, aprovechando las lógicas etapas de debilidad que el amor genera cuando se adormece.
Pues claro que una relación consolidada es indestructible, pero cualquier relación humana, incluyendo las amicales, pasan por inevitables momentos de lasitud. Suele ocurrir que en esos lánguidos intervalos, puede aparecer el típico depredador para actuar sin remisión. Es cuando la razón debe intervenir y estudiar si te compensa unos momentos de placer, efímeros y finalmente dolientes.
Aunque no siempre ha de concluir como insinuara Juan Ruiz. La cuestión es si merece la pena correr ese riesgo, sobre todo cuando uno empieza a peinar canas y abandonó la alocada etapa de la juventud.
BETHSAÍ, RAMERA BÍBLICA, por Josefina Martos Peregrín.
Del libro de relatos "El mar y los siglos"
Expulsada de la ciudad de los hombres
te refugiaste en el desierto. Amarga abriste las piernas para que te penetrara
el viento cargado de arena: querías concebir dunas ondulantes que reptaran
suavemente hasta sepultar la ciudad y el templo de su dios omnipotente.
Mirando al cielo desde el polvo te
revolcaste con cuantos caminantes quisieron tomarte.
Al pie de la higuera azul te tendiste
sobre tu manto azul. Al pie de la higuera desnuda te ofreciste desnuda.
Maldita aquella noche, malditos los
dos mercaderes y sus sirvientes y esclavos, que te gozaron uno tras otro en
rigurosa jerarquía. Maldito el último de los últimos, el de la nariz rajada y
el puñal negro que te sacó el corazón: “Como esclavo de esclavos he calmado mi
ansia en este vaso inmundo empañado por vuestras babas. Mujer, he sido el
último contigo y lo seré ya para siempre”.
El dios del templo, el que todo lo
veía, miró a otro lado y bostezó.
ME ESTOY DESINTEGRANDO ‘Estos escombros pesan mucho…’, por Mauricio Jaramillo Londoño.
(Llevo aquí quince años. Poco a poco me he ido desintegrando. Recién muerto, recibida esa cantidad de tiros en mi espalda y el de gracia, en mi cráneo, rodé por un abismo que calculo tendría doce metros; di tumbos contra las rocas lo que contribuyó al rompimiento de mi piel y desgarre de mis músculos; mis ropas ensangrentadas, sucias con los restos de mi cuerpo, terminaron por convertirse en pedazos de tela despedazados por las puntas hirientes de las piedras y manchadas por el barro que se escurría en ese atardecer tenebroso de tormenta, rayo y trueno.
He sufrido mucho bajo estos escombros. Cada vez
pesan más pues capas y capas de tierra y basura rellenan La Escombrera; las máquinas mueven, aplastan, organizan, repletan
este sitio y siento que mis restos, por la gran presión del montón, van a
pulverizarse, literalmente convertirse en partículas diminutas e irreconocibles
de lo que fue mi cuerpo.)
La tarde en que morí la tengo grabada en mi mente
como el peor día de mi existencia, como el final de un camino terrible: ¡mi
vida ha sido dramática!
»Nací en la Comuna Trece, dentro de uno de sus
barrios. Corría el año 1980. Mi madre se recostó en el mueble que servía de
sofá, silla de comedor, sillón para escuchar el radio o ver la TV. Su enorme
barriga dentro de la que estaba yo ―recuerdo mis pataleos y ejercicios
natatorios en esa bolsa llena de un líquido salado, ese plasma materno que yo avivaba
con mis propios jugos y del cual me alimentaba también pues tomaba traguitos
del plasma: ¡me parecía delicioso!―, su barriga, digo, le comenzó a doler
bajito, un chorrito de agua le salió por entre las piernas, gritó varias veces
tan alto que sus vecinos la oyeron, vino doña Crisálida Muñoz, la partera de la
Comuna ―mi padre, un desconocido a quien nunca vi, por supuesto no estaba junto
a mi madre: hacía meses se había esfumado de esta ladera―; doña Crisálida la
calmó con sobandijas, acomodamientos, agua tibia, tal cual trago de
aguadepanela. Mi madre despanzurrada
para poder parirme ―me contaron luego que yo tenía la cabeza muy grande,
que mi mamá sufrió mucho conmigo al traerme al mundo―.
»Sacarme de la bolsa materna en la que pasé nueve
meses fantásticos; quitarme esa tibieza maravillosa; hacer sufrir a mi
madrecita querida en este nacimiento: ¡así empezó mi vida en el planeta! Ella
trabajó de parto casi dieciocho horas seguidas, y al fin, con un berrido
bestial surgí yo a la Tierra, a este lugar de padecimientos.
»Mis primeros años, desde bebé tomando leche
materna de esos senos cálidos y dulces de mi mamá, hasta que di mis nacientes
pasos temblorosos-frágiles-minúsculos, fueron días tranquilos, cuidado yo por
las robustas manos de mamá y la atención jolgoriosa de mis hermanos. Empecé a
murmurar algunas palabras coherentes ―los agugús, gorjeos y sonidos salían de
mi garganta hacía meses… Las palabras surgieron de repente―.
»Asustado, espié por las rendijas del tablado de mi
habitación las pequeñas sabandijas que se movían debajo de nuestro hogar:
hormigas, cucarachas a montón, tal cual rata, dos sapos gordos de ojos saltones
y pegajosos que se limpiaban las lagañas de sus vistas con un extraño
movimiento de sus manos palmeadas, muchas cucarachas voladoras.
»Mirar rendijas, pararme en la puerta de la pieza
―nuestro hogar era una sola habitación en la que dormíamos, cocinábamos,
comíamos, jugábamos―; observar las escaleras infinitas que bajaban hacia la
ruidosa ciudad llena de una neblina tenue y fétida, voltear mi cabeza que me
pesaba mucho y con estos mis ojos ―que hoy no tengo dentro de mi cráneo porque
todo mi cuerpo está hecho polvo por el peso inaudito de los escombros―, ver las
escalas de barro que subían hacia la cumbre distante en la que tal cual árbol
se mecía con los ventarrones. Al amanecer ―cuando el sol no había brotado con
toda su fuerza―, los portones despedían decenas de personas que bajaban los
escalones corriendo, gritando, despidiéndose. Al anochecer, ya oculto el sol y
con la luz de la luna o con la luz de la noche, retornaban centenares de
piernas y murmullos a la Comuna Trece.
»Yo ya caminaba mejor, entendía muchas cosas, comía
con mis propias manos ―claro que me ensuciaba muchísimo con la sopa y tal cual
hueso que chupaba y chupaba sin descanso sacándole la sustancia hasta dejarlo
pelado y blanco―. Aprendí a limpiar mis propias vergüenzas, a vestirme, bañarme los domingos en el platón metálico
donde se recogía el agua lluvia o se guardaba el poco líquido que subía a
nuestra ladera, agua que ascendía estas cumbres empinadas de Medellín cada
cinco días dándonos la oportunidad de reunir en vasijas la existencia ―somos
seres de agua, nuestro cuerpo es agua―. (De esta condición acuática me
notifiqué al sentir cómo crujían mis huesos por el aplastamiento, cómo de mi
carne y mis piltrafas salía un líquido de olor salobre y sabor ácido, cómo me
iba reduciendo a nada, a huesos duros que se quebraban, cómo se escurrían mis
restos empozados en un charco macilento. Quedé vuelto una húmeda hoja de
hojaldre humana aplanada por el rodillo de la barbarie.)
»Ya jovencito con doce años a bordo, unos pocos
estudios primarios, me fui uniendo a grupos del barrio, a pandillas callejeras
que surgían como la gripe por todos los rincones miserables y hambrientos de
las comunas. Mi mamá hacía lo que podía por nosotros, pero era tanta su
pobreza, tan poco el dinero que reclutaba en el servicio doméstico, tan grande
la carga de hijos y familia ―mi abuela materna y una tía paralítica vivían con
nosotros en nuestra pieza diminuta―, que a duras penas desayunábamos caldo de
papa, el almuerzo no existía y la comida plátano y frisoles. Nuestro hambre,
nuestra indigencia, era la misma de toda esta plaga de pobres y desdichados que
poblamos las comunas de Medellín, los barrios de lata de Bogotá, las invasiones
de Pasto, la Kibera (el asentamiento informal más grande de Kenia), las favelas
de Brasil, los barrios miserables de Bangladesh. Hemos sido seres, somos seres,
fuimos seres ―mi caso es muy particular pues vivo aquí, bajo La Escombrera,
apachurrado por toneladas de mugre y barro― condenados desde nuestra
concepción, desde el momento en que mi padre se unió a mi madre, sentenciados a
vivir en la infamia, el hambre, la miseria, el abandono.
»A los dieciocho años ya pertenecía a una banda de
jóvenes sin destino, o mejor decir, con un propósito y un fin: violencia por la
violencia misma, odio por el odio mismo, sangre por la sangre misma. Mi parche venía de las mismas orillas:
casas de barro y lata, piezas húmedas descascaradas, inodoros desportillados,
letrinas fétidas, luz eléctrica tembleque, agua racionada, trabajo honrado por
ninguna parte, hambre y delgadez por toneladas: ¡padecíamos de rabia!
(Dentro de este encierro tormentoso, desmembrándose
mis pocos huesos, calcinándose bajo los escombros por culpa de un calor
infernal que se padece aquí, pienso en mi destino: ¡el amor por mi familia, mi
mamá, mis hermanos, mi abuelita, mis tíos y primos, ese sentimiento de afecto
increíble que nos acompaña a todos los de la misma sangre; el asombro que me
produjo siempre el abandono a que nos sometieron en la Comuna, nosotros los
pobres de Antioquia, emigrados del campo, robadas nuestras pertenencias, apabullados
por la violencia! La pobreza terrible que se transmutó en odio cuando comparé
nuestra existencia con la de los barrios de los poderosos de Medellín, sin
entender yo que por un revés de la existencia nací aquí y no allá.
Me pregunto en este depósito ruin, bajo el peso de
los camiones y las máquinas, enterrado doce metros bajo tierra, qué habría
acontecido si mi bisabuelo no hubiese conocido a mi bisabuela: simplemente no
existiría yo; y si la madre jamás se hubiese encontrado con el padre del hijo del barrio
opulento qué habría sucedido. Luego la existencia es un azar del destino, un
juego de dados, un accidente. ¡Y qué maldito accidente me tocó a mí!)
»Recorríamos el barrio, respetábamos los linderos
invisibles que nos separaban de las otras pandillas; nos unimos a grupos
delincuenciales que nos enseñaron a ser malandros, a cortarle la cara a la
gente si no estaba de nuestro lado, a aterrorizar a los extraños e incluso a
herir a nuestros propios vecinos. (Entiendo hoy, tendido como estoy dentro de mi
tormentoso aplastamiento que nuestro instinto animal de supervivencia se tomó
nuestra alma y procedimos como pandillas de bárbaros. Pero: ¿Qué alternativas
teníamos si estábamos condenados al infierno incluso antes de que nuestros
padres nos gestaran?)
»De repente, un amanecer como cualquier otro, un
millar de soldados, policías, bandas de paras, cuadrillas de otros barrios
rodearon nuestras viviendas. Los capitanes gritaban, los tenientes vociferaban,
dos coroneles, un general, King Kong
y Aguilar ―paramilitares reconocidos
en todos los rincones de las comunas― revolcaron una por una nuestras
viviendas, apachurraron nuestros enseres, escarbaron en los escondrijos y nos
amarraron, a los jóvenes, con cuerdas de nylon gruesas.
»Nos hicieron subir los escalones que yo de niño
veía que conducían al cielo, a la cumbre, a la arboleda; decenas de nosotros en
fila india, con las espaldas amenazadas por fusiles y metralla, a gritos y
patadas, como animales, subimos uno a uno esos peldaños en una especie de
camino al Calvario. Nos pusieron de frente a La Escombrera, nos obligaron a
arrodillarnos ― ¡hijos de puta al suelo! ―.
»Me quemó, el primer balazo me quemó, pero fueron
tantos, tantos entraron por mi espalda, y como no quería morir alguien de mando
se acercó a mí por detrás, colocó un tubo frío entre mi cuello y mis hombros:
oí el traquido, rodé derrumbe abajo, caí muerto, ―uno menos― gritaron. Estaba
así, silente, mis aguas fuera del cuerpo, mi sangre desparramada sobre la
tierra y, de pronto, un bulto enorme me cayó encima: tierra movida por un
bulldozer amarillo, cuya enorme pala alcancé a ver, pala
cóncava-brillante-dura.
(Anochecí muerto, sin compañía alguna, prensado por
la tierra y la basura. Llevo años bajo esta escombrera y nadie sabe de mí,
nadie me sepulta como me merezco, como un humano, no como una hiena.)
»Sé que desde las tribunas, los tribunales, las
tribus urbanas, los trípticos señoriales, las columnas de opinión, la derecha
enfurecida, con fiebre de sangre y garras de vampiro, encuentran r a z o n a b l e nuestra muerte: ¡hay
que limpiar de mugre la faz de la Tierra!, ¡Eliminemos a los desechables! dirán
ellos; pero yo, desde mi encierro, bajo centenares de toneladas de brozas y
barro, con los bulldózeres caminando sobre mi panza todo los días, les digo:
¡¿Acaso no estábamos condenados desde nuestros orígenes!?, ¡¿No debían habernos
salvado, otorgado una oportunidad, abrir sus manos para sacarnos del cieno?!
»Estos escombros pesan mucho… ¡Me estoy desintegrando!
ERRANTE, por Pepe Velasco Romero.
El camino estaba
silencioso y frío cuando un sol perezoso comenzaba a asomarse apenas sobre un
horizonte neblinoso y sucio. Las márgenes del camino destellaban de tanto en
tanto con miríadas de perlas acuosas desperdigadas, heridas de forma fugaz y
efímera por los incipientes rayos de sol de aquella mañana de los días últimos
de un verano ya en su ocaso. “La niña” detuvo su marcha de pronto y trató de
buscar un hueco seco entre el rocío donde poder sentarse y descansar sus
piernas cansadas y sucias por la larga caminata de casi toda la madrugada. Un
montículo pedregoso, conformado por varias lajas unidas por argamasa vieja,
ubicado junto a una pequeña acequia por donde el agua había corrido la pasada
noche, pareció invitarle a que tomara asiento. Además, las lajas parecían estar
más secas que todo el entorno circundante.
Candela tomó
asiento casi con desgana, a pesar del cansancio. Luego cogió una brizna de
hierba impregnada de rocío y jugueteó con ella mientras pensaba qué le
depararía el destino. De repente escuchó una tosecilla leve, quizá hecha a
propósito, y se sobresaltó.
—¿Qué haces tú
aquí?
La pregunta
llegó a sus oídos casi un poco antes de que viera la imagen de la muchachita
pecosa que la miraba a ella fijamente con curiosidad infantil y esto la
sobresaltó un poco. Pero pronto se sobrepuso ante la visión de la sonrisa
espontánea y sincera de la niña.
—¿Quién eres tú?
—preguntó Candela, a su vez, con languidez y desgana.
—¡Me llamo Nerea
y vivo allí —señaló la niña un punto indeterminado—. Bueno, no vivo allí, pero
ahora vivo con mi abuelo.
—¡Bueno, en qué
quedamos, ¿vives o no vives allí? —se impacientó la muchacha ante el
batiburrillo de la niña, haciendo la pregunta un poco áspera y con sarcasmo.
Aunque pronto se arrepintió y adoptó un aire un tanto más sosegado y calmo,
quizá auspiciado por su próxima maternidad—. Perdona pero es que me estás
liando —prosiguió Candela más amable.
La chiquilla se
turbó un poco y comenzó a llevarse la punta de los dedos a los labios para
posteriormente comenzar a mordisquearlos con fruición en un tic reflejo, “que
seguro le había valido más de una regañina”, pensó Candela. Y la comunicación
se cortó de pronto.
—¿Por qué haces
eso? —preguntó Candela con naturalidad para intentar proseguir el dialogo.
—¡No sé!
—confesó atribulada apenas la niña.
—¿Es que estás
nerviosa o asustada? —insistió Candela en su intento de proseguir la
comunicación con la chiquilla.
—¡Ah...! ¡Ah...!
—movió la chiquilla la cabeza de un lado a otro en un significativo gesto con
el cual quería decir que no.
—¿Quieres decir
que no estás asustada?
—¡Ajá...!
¡Ajá...! —movió ahora la niña la cabeza de arriba abajo.
—¡Bueno y dime!
¿Qué haces tú aquí tan temprano?
—¿Y tú? —despegó
la niña los labios para contestar la pregunta de Candela con otra pregunta
escueta y concisa.
—¡Contéstame tú
primero!
—¡Busco moras
con él! —a la vez que decía esto, la niña se volvió y señaló un lugar
indeterminado entre las zarzas que bordeaban el pequeño arroyuelo que corría
paralelo al camino.
—¡Yo no veo a
nadie!
—¡Pues está ahí!
—afirmó la niña con rotundidad.
—¿Quién está
ahí?
—¡Pues quien va
a ser, Eloy, mi primo! —como sorprendida de que aquella desconocida no
conociera a su primo Eloy.
—¡Pues sigo sin
ver a nadie! —insistió Candela impaciente.
—¡Pues está! —insistió
la chica tozuda.
—¡Pues vale, me
lo creo! —concluyó Candela no muy convencida.
—¿Estás cansada?
—prosiguió la niña, olvidando como por ensalmo a su acompañante de las zarzas.
—¿Te lo parece?
—preguntó Candela a su vez con un amago de ternura en su voz.
—¡Sí! —fue la
sincera y escueta respuesta de la niña, y luego prosiguió muy queda—. ¡Y vas a
tener un niño! ¿Verdad?
Candela se
sobresaltó y se puso un tanto azorada, pero no pudo por menos que reír ante la
prematura perspicacia de la cría.
—Y tú ¿cómo lo
sabes?
—¡Por tú
barriga! ¡Estás como Runa estaba ayer!
—Y ¿quién es
Runa?
—¡Pues quién va
a ser! —pareció impacientarse la niña—. ¡La perra de mi primo!
—Y ¿qué le
ocurrió a Runa?
—¡Pues que le va
a ocurrir! ¡Que tuvo cachorrillos!
—¡Aah, ya
entiendo!
De pronto, y sin
saber cómo, Candela se sintió indispuesta, todo comenzó a darle vueltas, y unas
nauseas que parecían arrancar de lo más hondo de su estómago amenazaban con
dejarla exhausta y sin resuello.
—¿Qué te ocurre?
—preguntó la niña entre curiosa y preocupada.
Candela apenas
pudo contestar atribulada como estaba entre el mareo y las náuseas. De pronto
se dejó caer al suelo como sin fuerzas.
La chiquilla se
quedó quieta por unos instantes, pero al momento giró sobre sus talones y
comenzó a correr y a llamar en dirección a las zarzas.
—¡Eloy corre,
ven, que esta chica va a tener cachorrillos como Runa.
Los lamentos y
quejas de Candela comenzaron a ser como una letanía que surgiera allí mismo del
propio paisaje. Se dejó caer sobre la acequia húmeda rebozada de hierba fresca,
y sin saber cómo, comenzó a abrir las piernas y a empujar con premura. Era tal
su confusión y poca experiencia en aquel menester que ni aun había tenido la
precaución de despojarse de su ropa interior.
—¡Corre Eloy!
¡Corre! —llegó hasta ella jadeante la niña seguida a la zaga por su primo que
igualmente jadeaba, casi exhausto.
—¡Quítale las
bragas! —ordenó la niña con un tono maduro impropio de sus años.
—¡No...! ¡No...! —retrocedió como
asustado el otro.
—¡Venga hombre,
no seas cagueta! —prosiguió la niña en su atisbo de madurez.
Eloy avanzó sus
manos hasta la entrepierna de Candela con el rostro demudado por el horror que
le producía aquel evento, instado con frenesí por la chiquilla:
—¡Pero venga,
Hombre! ¡Que no van a poder salir los cachorrillos y se van a ahogar!
Eloy miraba el
rostro demudado por el dolor de Candela, y esta a su vez no comprendía muy bien
el espanto dibujado en el rostro del hombre-niño.
Pero a pesar de todo, las manos trémulas retiraron con presteza la ropa
interior de ella y fueron dejándose hacer como si fuera ya una rutina aprendida
durante años. A fin de cuentas, aquellas manos habían ayudado a nacer muchas
crías y cachorros de Runa, la perra; Capitana, la vaca y algún que otro cabrito
de Liosa, la cabra. Y pronto apareció una cabecita de pelo ralo y lacio.
—¡Pero tira,
hombre, que se va a ahogar!
Escucho la voz
de su prima entre la mezcolanza de quejidos y lamentos de la parturienta.
—¡Cállate!
—apremió Eloy a su pequeña prima, con tono hosco no exento de una peculiar
ternura, sin apartar sus ojos de la pequeña criatura que estaba saliendo a la
vida.
Las manazas de
Eloy envolvieron casi por completo a la recién nacida, la levantó casi a la
altura de sus ojos, la miró fijamente durante unos instantes y ordeno seco a su
prima Nerea:
—¡Saca de mi
bolsillo el encendedor y la navaja!
La niña titubeó
un poco y comenzó a atribularse, pero él insistió en su orden con tono decidido
y firme.
—¡Vamos date
prisa, sácalos ya!
La niña, no sin
antes andar un poco atribulada, consiguió sacar ambas cosas que alargó a su
primo.
—¡No, quema la
hoja de la navaja con el encendedor y pásamela!
La niña pareció
no entender al principio, a fin de cuentas, solo contaba nueve años, pero
pronto cumplió su cometido y volvió a alargársela al muchacho.
—¡Corta aquí!
—ordenó él preciso, extendiendo el cordón umbilical de la recién nacida hasta
la altura de las manos de la niña.
La chiquilla
palideció en extremo y un terror ciego comenzó a dibujarse en sus ojos de por
sí expresivos y alegres.
—A Runa no le
hicimos esto —atinó a decir entre apagados e incipientes sollozos.
—¿Pero qué te
ocurre ahora? —comenzó a exasperarse el primo.
—¿No la irás a
matar ahora?
—¡No digas
tonterías y corta ya!
—¡No, no quiero,
no quiero! —prosiguió ella empecinada entre balbuceos y muecas de llanto.
—¡Mira, Nerea,
corta por favor o dame la navaja y luego te explico lo que me dijo “Pilar la
partera” sobre este cordón!
Pero Nerea no
estaba por la labor de dejarse convencer en cuanto cortar aquello a la criatura
recién nacida y comenzó a apartarse de allí para que así su primo Eloy no
pudiera coger la navaja.
El muchacho
lejos de exasperarse actuó con una calma inusitada y retorció el cordón por un
punto hasta que este se partió, luego limpio la carita de la recién nacida de
todo obstáculo que pudiera atorar su nariz o su boca, ató el cordón umbilical
lo mejor que pudo y supo, posteriormente
la cogió por los piececitos aún ensangrentados y resbaladizos, la puso cabeza
abajo y le dio unas palmaditas en las nalgas hasta que esta prorrumpió en
llanto. —Como tantas veces había escuchado contar a Pilar la comadrona,
escondido tras la ventana del trastero, mientras las mujeres hablaban—. Y solo
después que se hubo cerciorado de que la criatura estaba bien la lio en su chaqueta
y la puso sobre el regazo inquieto de la madre que comenzó a gemir de alegría
después del amargo trance.
Eloy retrocedió
asustado como si no se pudiera creer de qué forma y con qué entereza había
abordado aquel apuro. Fue a dar media vuelta y echar a correr, pero una voz
chillona y monocorde le detuvo:
—¡Quieto! ¿Dónde
vas? ¡Quédate ahí, que me hace falta tu ayuda!
Casi se había
dado de bruces con su prima Nerea que venía acompañada por una anciana
sarmentosa y enjuta de voz chillona, pero con unos ojillos de mirada
inquisitiva e inquieta que lo escrutaba todo con curiosidad extrema.
—¡A ver tú,
mozo, carga con la madre que yo me llevo a la criatura! —ordenó con acritud.
—Pero ¿por qué
te has traído a Pilar la partera? —siseó Eloy a su prima.
—Silencio y
andando, que hemos de asear a estas criaturas —instó la vieja en tono
imperativo.
—¡Tú, mocosa,
adelántate y dile a mi hombre que ponga agua al fuego! ¡Vamos date prisa!
Mientras
avanzaba sorteando los guijarros del camino, con la joven madre en sus brazos,
Eloy percibió un aroma peculiar que fluía de su ocasional pasajera y le causó
una sensación rara. Era como si ese aroma lo trastornara sobremanera y
propiciara una sensación que recorriendo todo su cuerpo le impulsara a sentirse
nervioso y ofuscado. La joven madre entretanto gemía con los frágiles brazos
entrelazados al cuello de Eloy, su aliento entrecortado y cálido prorrumpía
sobre el cuello del muchacho como un ventarrón de fuego y por un momento
pareció aturdirlo aquella proximidad, pero
cuando reaccionaba y percibía la fragilidad y lo desvalida que se
encontraba la muchacha se insuflaba fuerzas para correr más y más hasta llegar
a casa de Pilar la comadre.
La casita de
Pilar apareció tras un recodo del camino con su fachada rodeada de tiestos de
toda clase y condición repletos de flores. El aroma de las flores llegaba hasta
el tracto olfativo de Eloy y se mezclaba con el olor más humano y cálido de la
muchacha. Entonces las sensaciones volvían a turbarle, pero vencía con denuedo
aquella tentación olfativa y continuaba corriendo como un poseso.
SOLEDAD, por Tomás Sánchez Rubio
Me dijo que volvería a por mí… Y aquí sigo día
y noche.
En ocasiones el frío no me deja dormir; otras
veces paso aletargada un día entero, desde que sale el tibio sol hasta el ocaso.
Veo pasar a la gente a mi lado, pero parece como si ellos no me vieran a mí. Y
eso que les saludo dándoles los buenos días o las buenas tardes. Comprendo que
no reparen en mi presencia pues frecuentemente están tristes y llevan los ramos
de flores como nunca deberían llevarse: con los brazos caídos, caminando de
manera desganada, mirando al suelo con cierta desazón…
Cambio de postura con frecuencia: me tiendo de
lado, me siento con las piernas cruzadas, me coloco boca abajo con la barbilla
sobre las manos… La verdad es que es difícil desenvolverse sobre una blanca y
siempre helada losa de mármol de un metro cincuenta por dos…
VOLVER LA VISTA HACIA OTRA LLUVIA, por Antonio Carbonell.
Giro al pasado
sin previo aviso
vuelta la vista,
algunos charcos
dentro del aula.
Entre goteras
dan las vocales:
sobre el pupitre,
leves sus notas,
se desvanecen.
Sin pretenderlo
vuelvo a la infancia
sumando restas,
de la injusticia
cuánto se aprende.
La lluvia insiste
contra el tejado.
No te lo sabes
juntas los dedos,
se acerca el daño.
HABLANDO DE LETRAS CON JUAN CARLOS FRIEBE.
· (Granada, 1968) es poeta y miembro de número de la Academia de Buenas Letras de Granada.
Con su primer libro, una
recopilación de poemas juveniles escritos entre 1981 y 1989, obtuvo el premio
de Poesía Andaluza Villa de Peligros. A Anecdotario (1992) le sucederán Poemas
Perplejos (1995), finalista del II Certamen Internacional de Poesía Gabriel
Celaya; Aria contra coral (2001); Las briznas: poemas para consuelo de Hugo van
der Goes (2007), libro con el que mereció el II Premio Nacional de Poesía
Paloma Navarro; Hojas de morera (2008); Poemas a quemarropa (2011) y Enseñando
a nadar a la mujer casada (2021). En 2015 aparece Antagonía / Aνταγονíα, una
amplia selección del conjunto su labor poética, traducida al griego y ofrecida
en edición bilingüe.
Junto a Cristina Rodríguez
colaboró en la adaptación al español del poemario Sohailin Lumous, del finés
Erkki Vepsäläinen (2005); y, en 2013, prologa An die Melancholie / A la
melancolía, de Friedrich Nietzsche en versión de Jesús Munárriz. También ha
participado en la difusión de la literatura sueca a través de conferencias,
mesas redondas y lecturas públicas de autores como August Strindberg, Tomas
Tranströmer, Karin Boye y Harry Martinson.
Participa junto a pintores y
artistas en exposiciones e instalaciones como las de la grabadora María José de
Córdoba —Mundos paralelos. Poesía y grabado (Granada, Galería de Arte Cartel,
2002)—; la del pintor Valentín Albardíaz —Un kilim para Rimbaud y otras
pinturas (Santa Fe, Granada, Instituto de América, 2009)—; y las del artista
Jaime García, Tres estancias de un apartamento burgués (Santa Fe, Granada,
Instituto de América, 2007) y El sueño de Isabel (Granada, Archivo Manuel de
Falla, 2010). Junto a Jaime García colabora, además de en la plataforma
Geometría del Desconcierto Ediciones, en el proyecto digital y correlato visual
Los viajes de Dionisos, y en Las bacantes (2009), poema escénico basado en la
tragedia de Eurípides, con música del compositor croata Frano Kakarigi.
En cuanto a sus colaboraciones
con el mundo del arte flamenco, en 2011 publica Las canciones de la vereda, un
conjunto de coplas de distintos palos escrito para el cantaor Manuel Heredia.
Compone el drama lírico Romanza de Narciso y Eco para cuadro flamenco en tres
actos estrenado por la bailaora Rosa Zárate en el Festival Internacional de
Música y Danza de Granada (FEX), en sus ediciones de 2011 y 2012.
Entre 2008 y 2011 coordinó la
actividad divulgativa de poesía contemporánea Encuentros en la biblioteca de la
Cátedra Federico García Lorca de la Universidad de Granada en colaboración con
la Biblioteca de Andalucía. Como parte de su labor de extensión de la poesía,
ha colaborado en numerosas actividades docentes, entre las que destaca ser
profesor del Máster en Creación Literaria de la Universidad de Granada.
Su creación como poeta,
fuertemente vinculada tanto al mundo de la música como al de las artes
plásticas, escénicas y gráficas, está marcada por la identidad, la melancolía,
la crueldad y la ignorancia como ejes del sufrimiento humano a lo largo de la
Historia. Su poesía, generalmente de factura clásica, atiende a una concepción
trágica del destino matizada por la trascendencia del arte como forma de
rebeldía, y la dignidad del heroísmo individual frente a las circunstancias
históricas.
¿Qué es para ti la poesía y qué significa el acto
de escribir?
He dicho alguna vez que la poesía para mí significa el encuentro emocional e intelectual entre dos autores inteligentes: el creador del poema y el creador de la lectura. Cuando esto sucede en el lector, ya sea por la belleza, la inteligencia, la técnica, la sutileza o la fuerza de los versos, y especialmente cuando todo lo anterior sucede a la vez en quien así lo aprecia, la poesía supone una epifanía: una revelación de una consciencia ajena que atraviesa el alma propia... El acto de escribir sería, pues, aquello que hace posible ese encuentro de dos personas capaces de establecer vibraciones sensibles entre ellas, de sintonizar una misma frecuencia vital mediante un texto poético, con independencia del siglo en el que fuese escrito. Aunque si me preguntas por una definición menos alambicada o más directa, entiendo y siento, como Claudio Rodríguez, que la poesía es un estado de gracia.
·
Eres un artista integral, sin embargo ¿en qué
disciplina artística te sientes más cómodo y por qué?
Lo cierto es que para mí la poesía, en cierto sentido, nació de mi incapacidad manifiesta para componer música. Mis experimentos musicales han sido muchos, e incluso he colaborado puntualmente con algún grupo, pero fui consciente desde muy joven de mis limitaciones quizá porque nunca he valorado con optimismo mis posibilidades. Tengo un oído muy fino y razonablemente bien educado, sin embargo, e incluso una decente memoria histórica musical, pero nada más. En cuanto a la literatura, cosa rara, el género en el que mayor comodidad siento es la sátira en prosa, suave por lo general, a la manera de Horacio, y peculiarmente agridulce cuando la escribo -más que sobre- contra mí. Una “comodidad” que, por cierto, solo me he permitido en contadas ocasiones en mis poemarios, que se mueven entre una épica triste y la tragedia más áspera. He sacado adelante muy pocos poemas, que yo recuerde, sin un gran esfuerzo. Escribir prosa me entretiene: exprimir poesía me extenúa.
¿Qué
opinas de los recitales multitudinarios de poesía? ¿Crees que la poesía, al ser
un lenguaje simbólico necesita de más reposo o precisa de otros resortes para
ser transmitida?
Menos es más y, además, prefiero las distancias cortas. Me gusta atender a poetas y poemas en espacios recogidos, en tanto defiendan bien su obra de viva voz, ni susurrando ni balbuceando. Ni a gritos, claro. Especialmente a aquellos que entienden como yo que el poema es similar a una partitura… Y si debo elegir entre asistir a un festival multitudinario o a una lectura en una librería, priorizo los espacios pequeños, no necesariamente recoletos pero sí que permitan cierta cercanía e intimidad. A menudo son precisos espacios más amplios, por supuesto, para las presentaciones en concreto… pero a partir de ahí los micrófonos me resultan un incordio y los poemas de altavoz aturden mi oído. Comprendo también la necesidad de los festivales, y su trascendencia para la proyección del hecho poético y su actualidad, aunque ni los frecuento ni comparto la idea de que con estos se acerque al “gran público” el amor por o el conocimiento de la poesía como disciplina artística. Por un lado, hay más poetas que lectores de poesía y de la cantidad de poetas invitados no podemos presuponer la calidad de un acto. Por el otro, pasa lo mismo: tampoco podemos deducir del número de asistentes a los festivales la calidad de los lectores.
· Ha realizado actividades de traducción de
poesía ¿Qué dificultades encuentras en la traducción de textos literarios,
piensas que la poesía traducida pierde parte de su esencia?
Con la traducción sucede lo mismo que cuando hablamos sobre el significado de la poesía para mí. El traductor es un lector altamente cualificado y un creador de nuevas lecturas, no un simple técnico especializado en mecánicas lingüísticas de trasvase, ni solo un intérprete… Debe encontrar un sofisticadísimo equilibrio entre el texto original, la lengua en la que se originó, y el texto que recrea en una lengua distinta. Si pensamos en un soneto escrito, por ejemplo, en español y en su trasvase al sueco, será dificilísimo no falsificar el original si se mantiene la forma soneto en el idioma al que se vierte. En esa lengua nórdica existen nueve sonidos vocales, para empezar, frente a cinco en español, del mismo modo que hay diptongos en español que no existen en sueco, que además es una lengua tonal. Podemos suprimir la rima, pero no calcar los acentos en cada endecasílabo o, si es un soneto en alejandrinos, respetar la cesura. Y para ello necesitamos que once o catorce sílabas se correspondan con otras tantas en sueco. Hace unos días leía una entrevista al tres veces premio Nacional de traducción, Mauro Armiño, comentar lo mismo de otra forma comparando el francés con el español: el español es “más largo” que el francés. “Si dices, voy a traducir este dodecasílabo te sobran palabras”.
Pero existen deslumbrantes traducciones al español de los sonetos de Shakespeare sin necesidad de mantener la estructura de la rima, por ejemplo. A un lector de poesía le bastará con ver la “forma” soneto para saber que, con independencia de la traducción, está ante un soneto. Considero que la poesía traducida perderá parte, o toda su esencia, si está mal o muy mal traducida. Del mismo modo que un poema mal, o muy mal recitado, puede destruir un buen poema.
Ahora estoy colaborando en un precioso proyecto austriaco de traducción de poesía al lenguaje de señas. Imagínese un recital de poesía en el que una persona sorda recibe el poema mediante el lenguaje de señas, un lenguaje que, además, es gestual y corporal. Ahora piense que en cada país, en cada región, el lenguaje de señas puede ser tan distinto como lo son el español del sueco, o el euskera del valenciano. Y por último, tenga en cuenta el carácter oral de la poesía y la imposibilidad de disfrutar del sonido de las palabras. A pesar de todas las dificultades, incluso las insalvables, estamos construyendo un puente: y no hay mejor puente para poder disfrutar de la literatura de una forma íntegra que la traducción literaria. No olvidemos que, como sostiene mi querida amiga y excepcional traductora de sueco, también premio Nacional de Traducción, Carmen Montes Cano, sin traducción no hay Nobel. Todas las personas que conozco, entre las que me incluyo, celebran los poemas de Tomas Tranströmer, o los de la polaca Wisława Szymborska, sin saber una sola palabra de sueco o de polaco. Y perdona que me haya extendido tanto en mi respuesta a tu pregunta, pero ese lugar común del traductor como traidor merece es una simplificación, que precisa réplica, y la imposibilidad o no de traducir poesía me pide alguna reflexión. El traductor es un recreador y un creador, esto es, un verdadero artista que hace posible lo imposible: que la poesía en un poema no se pierda de un idioma a otro, aunque tenga que renunciar a ser idéntica palabra por palabra, y a ser igual sonido por sonido.
·
¿Cuáles son tus escritores y artistas más admirados?
¿Se puede pensar en literatura
sin mencionar a Homero o a Virgilio; a Dante, a Shakespeare o a Cervantes? ¿Una
literatura sin Esquilo, sin Sófocles, sin Eurípides? ¿Sin el Cantar de los
Nibelungos, sin Mío Cid, sin la Divina Comedia? ¿Sin nuestro Siglo de Oro? ¿Sin
Garcilaso, sin Góngora, sin Quevedo, sin Lope de Vega…? ¿Sin la literatura
francesa, alemana, inglesa, italiana, escandinava de todos los tiempos, y eso
circunscribiéndonos solo a una parte de Europa? Si a eso le añadiera la
pintura, la escultura, la música, la fotografía, la arquitectura, la danza o el
cine ¡necesitaría diez páginas para citar los nombres de los autores y artistas
que considero admirables…! Hölderlin, Rilke, Rimbaud, Lorca, Aleixandre,
Cernuda… Strindberg, Pavese, Montale, Borges, Harry Martinson… ¡todos por
razones tan distintas! Pero tampoco podría entender mi vida sin las románticas
alemanas, o sin Carolina Coronado y Concepción de Estevarena, o sin Emily
Dickinson y sin Rosalía de Castro. Al decir estos nombres excluyo, soy
consciente, a cientos de autores y autoras que a lo largo de mi vida me han
dejado huella. No aludo a nadie vivo porque ese tipo de menciones, por
exclusión, las carga el diablo y, sin embargo, hay un poeta que me ha hecho
especialmente feliz y a quien mencioné al principio: Claudio Rodríguez.
·
¿Qué opinas de la poesía actual?
Resulta
chocante cuando menos que el “gran público” del que antes hablaba prefiera las
cáscaras a las nueces... he visto colas larguísimas de jóvenes en las ferias
para pedir un autógrafo a autores de auténticos bodrios poéticos y a Antonio
Gamoneda más solo que la una firmando unos pocos ejemplares de su obra para un
pequeño puñado de personas. Hay un asombroso número de espléndidas voces
nogales rodeadas de una desmesurada producción de cáscara. También una notable
cantidad de epígonos mucho más que dignos, junto a una espesa masa de militantes de la
idea de que la poesía consiste en contar lo que sentimos cortándolo en lonchas, como
el jamón de York. Pero esta es una disciplina que, debido a su formato y
gracias a las redes sociales, ha alcanzado niveles de clonación industriales y
de fabricación estajanovistas, y que por su relativa facilidad de ejecución roza
en muchas ocasiones, paradójicamente, la indigencia expresiva. Si me permite
jugar con el título de aquel libro de José Luis García Martín, demasiados ecos para
tantas y tan exquisitas voces, pero también demasiado ruido para tantos y tan
hermosos ecos. Yo aspiro a no hacer mucho ruido pero a veces tropiezo y me
caigo con cierto estrépito en lo más llano (risas).