El camino estaba
silencioso y frío cuando un sol perezoso comenzaba a asomarse apenas sobre un
horizonte neblinoso y sucio. Las márgenes del camino destellaban de tanto en
tanto con miríadas de perlas acuosas desperdigadas, heridas de forma fugaz y
efímera por los incipientes rayos de sol de aquella mañana de los días últimos
de un verano ya en su ocaso. “La niña” detuvo su marcha de pronto y trató de
buscar un hueco seco entre el rocío donde poder sentarse y descansar sus
piernas cansadas y sucias por la larga caminata de casi toda la madrugada. Un
montículo pedregoso, conformado por varias lajas unidas por argamasa vieja,
ubicado junto a una pequeña acequia por donde el agua había corrido la pasada
noche, pareció invitarle a que tomara asiento. Además, las lajas parecían estar
más secas que todo el entorno circundante.
Candela tomó
asiento casi con desgana, a pesar del cansancio. Luego cogió una brizna de
hierba impregnada de rocío y jugueteó con ella mientras pensaba qué le
depararía el destino. De repente escuchó una tosecilla leve, quizá hecha a
propósito, y se sobresaltó.
—¿Qué haces tú
aquí?
La pregunta
llegó a sus oídos casi un poco antes de que viera la imagen de la muchachita
pecosa que la miraba a ella fijamente con curiosidad infantil y esto la
sobresaltó un poco. Pero pronto se sobrepuso ante la visión de la sonrisa
espontánea y sincera de la niña.
—¿Quién eres tú?
—preguntó Candela, a su vez, con languidez y desgana.
—¡Me llamo Nerea
y vivo allí —señaló la niña un punto indeterminado—. Bueno, no vivo allí, pero
ahora vivo con mi abuelo.
—¡Bueno, en qué
quedamos, ¿vives o no vives allí? —se impacientó la muchacha ante el
batiburrillo de la niña, haciendo la pregunta un poco áspera y con sarcasmo.
Aunque pronto se arrepintió y adoptó un aire un tanto más sosegado y calmo,
quizá auspiciado por su próxima maternidad—. Perdona pero es que me estás
liando —prosiguió Candela más amable.
La chiquilla se
turbó un poco y comenzó a llevarse la punta de los dedos a los labios para
posteriormente comenzar a mordisquearlos con fruición en un tic reflejo, “que
seguro le había valido más de una regañina”, pensó Candela. Y la comunicación
se cortó de pronto.
—¿Por qué haces
eso? —preguntó Candela con naturalidad para intentar proseguir el dialogo.
—¡No sé!
—confesó atribulada apenas la niña.
—¿Es que estás
nerviosa o asustada? —insistió Candela en su intento de proseguir la
comunicación con la chiquilla.
—¡Ah...! ¡Ah...!
—movió la chiquilla la cabeza de un lado a otro en un significativo gesto con
el cual quería decir que no.
—¿Quieres decir
que no estás asustada?
—¡Ajá...!
¡Ajá...! —movió ahora la niña la cabeza de arriba abajo.
—¡Bueno y dime!
¿Qué haces tú aquí tan temprano?
—¿Y tú? —despegó
la niña los labios para contestar la pregunta de Candela con otra pregunta
escueta y concisa.
—¡Contéstame tú
primero!
—¡Busco moras
con él! —a la vez que decía esto, la niña se volvió y señaló un lugar
indeterminado entre las zarzas que bordeaban el pequeño arroyuelo que corría
paralelo al camino.
—¡Yo no veo a
nadie!
—¡Pues está ahí!
—afirmó la niña con rotundidad.
—¿Quién está
ahí?
—¡Pues quien va
a ser, Eloy, mi primo! —como sorprendida de que aquella desconocida no
conociera a su primo Eloy.
—¡Pues sigo sin
ver a nadie! —insistió Candela impaciente.
—¡Pues está! —insistió
la chica tozuda.
—¡Pues vale, me
lo creo! —concluyó Candela no muy convencida.
—¿Estás cansada?
—prosiguió la niña, olvidando como por ensalmo a su acompañante de las zarzas.
—¿Te lo parece?
—preguntó Candela a su vez con un amago de ternura en su voz.
—¡Sí! —fue la
sincera y escueta respuesta de la niña, y luego prosiguió muy queda—. ¡Y vas a
tener un niño! ¿Verdad?
Candela se
sobresaltó y se puso un tanto azorada, pero no pudo por menos que reír ante la
prematura perspicacia de la cría.
—Y tú ¿cómo lo
sabes?
—¡Por tú
barriga! ¡Estás como Runa estaba ayer!
—Y ¿quién es
Runa?
—¡Pues quién va
a ser! —pareció impacientarse la niña—. ¡La perra de mi primo!
—Y ¿qué le
ocurrió a Runa?
—¡Pues que le va
a ocurrir! ¡Que tuvo cachorrillos!
—¡Aah, ya
entiendo!
De pronto, y sin
saber cómo, Candela se sintió indispuesta, todo comenzó a darle vueltas, y unas
nauseas que parecían arrancar de lo más hondo de su estómago amenazaban con
dejarla exhausta y sin resuello.
—¿Qué te ocurre?
—preguntó la niña entre curiosa y preocupada.
Candela apenas
pudo contestar atribulada como estaba entre el mareo y las náuseas. De pronto
se dejó caer al suelo como sin fuerzas.
La chiquilla se
quedó quieta por unos instantes, pero al momento giró sobre sus talones y
comenzó a correr y a llamar en dirección a las zarzas.
—¡Eloy corre,
ven, que esta chica va a tener cachorrillos como Runa.
Los lamentos y
quejas de Candela comenzaron a ser como una letanía que surgiera allí mismo del
propio paisaje. Se dejó caer sobre la acequia húmeda rebozada de hierba fresca,
y sin saber cómo, comenzó a abrir las piernas y a empujar con premura. Era tal
su confusión y poca experiencia en aquel menester que ni aun había tenido la
precaución de despojarse de su ropa interior.
—¡Corre Eloy!
¡Corre! —llegó hasta ella jadeante la niña seguida a la zaga por su primo que
igualmente jadeaba, casi exhausto.
—¡Quítale las
bragas! —ordenó la niña con un tono maduro impropio de sus años.
—¡No...! ¡No...! —retrocedió como
asustado el otro.
—¡Venga hombre,
no seas cagueta! —prosiguió la niña en su atisbo de madurez.
Eloy avanzó sus
manos hasta la entrepierna de Candela con el rostro demudado por el horror que
le producía aquel evento, instado con frenesí por la chiquilla:
—¡Pero venga,
Hombre! ¡Que no van a poder salir los cachorrillos y se van a ahogar!
Eloy miraba el
rostro demudado por el dolor de Candela, y esta a su vez no comprendía muy bien
el espanto dibujado en el rostro del hombre-niño.
Pero a pesar de todo, las manos trémulas retiraron con presteza la ropa
interior de ella y fueron dejándose hacer como si fuera ya una rutina aprendida
durante años. A fin de cuentas, aquellas manos habían ayudado a nacer muchas
crías y cachorros de Runa, la perra; Capitana, la vaca y algún que otro cabrito
de Liosa, la cabra. Y pronto apareció una cabecita de pelo ralo y lacio.
—¡Pero tira,
hombre, que se va a ahogar!
Escucho la voz
de su prima entre la mezcolanza de quejidos y lamentos de la parturienta.
—¡Cállate!
—apremió Eloy a su pequeña prima, con tono hosco no exento de una peculiar
ternura, sin apartar sus ojos de la pequeña criatura que estaba saliendo a la
vida.
Las manazas de
Eloy envolvieron casi por completo a la recién nacida, la levantó casi a la
altura de sus ojos, la miró fijamente durante unos instantes y ordeno seco a su
prima Nerea:
—¡Saca de mi
bolsillo el encendedor y la navaja!
La niña titubeó
un poco y comenzó a atribularse, pero él insistió en su orden con tono decidido
y firme.
—¡Vamos date
prisa, sácalos ya!
La niña, no sin
antes andar un poco atribulada, consiguió sacar ambas cosas que alargó a su
primo.
—¡No, quema la
hoja de la navaja con el encendedor y pásamela!
La niña pareció
no entender al principio, a fin de cuentas, solo contaba nueve años, pero
pronto cumplió su cometido y volvió a alargársela al muchacho.
—¡Corta aquí!
—ordenó él preciso, extendiendo el cordón umbilical de la recién nacida hasta
la altura de las manos de la niña.
La chiquilla
palideció en extremo y un terror ciego comenzó a dibujarse en sus ojos de por
sí expresivos y alegres.
—A Runa no le
hicimos esto —atinó a decir entre apagados e incipientes sollozos.
—¿Pero qué te
ocurre ahora? —comenzó a exasperarse el primo.
—¿No la irás a
matar ahora?
—¡No digas
tonterías y corta ya!
—¡No, no quiero,
no quiero! —prosiguió ella empecinada entre balbuceos y muecas de llanto.
—¡Mira, Nerea,
corta por favor o dame la navaja y luego te explico lo que me dijo “Pilar la
partera” sobre este cordón!
Pero Nerea no
estaba por la labor de dejarse convencer en cuanto cortar aquello a la criatura
recién nacida y comenzó a apartarse de allí para que así su primo Eloy no
pudiera coger la navaja.
El muchacho
lejos de exasperarse actuó con una calma inusitada y retorció el cordón por un
punto hasta que este se partió, luego limpio la carita de la recién nacida de
todo obstáculo que pudiera atorar su nariz o su boca, ató el cordón umbilical
lo mejor que pudo y supo, posteriormente
la cogió por los piececitos aún ensangrentados y resbaladizos, la puso cabeza
abajo y le dio unas palmaditas en las nalgas hasta que esta prorrumpió en
llanto. —Como tantas veces había escuchado contar a Pilar la comadrona,
escondido tras la ventana del trastero, mientras las mujeres hablaban—. Y solo
después que se hubo cerciorado de que la criatura estaba bien la lio en su chaqueta
y la puso sobre el regazo inquieto de la madre que comenzó a gemir de alegría
después del amargo trance.
Eloy retrocedió
asustado como si no se pudiera creer de qué forma y con qué entereza había
abordado aquel apuro. Fue a dar media vuelta y echar a correr, pero una voz
chillona y monocorde le detuvo:
—¡Quieto! ¿Dónde
vas? ¡Quédate ahí, que me hace falta tu ayuda!
Casi se había
dado de bruces con su prima Nerea que venía acompañada por una anciana
sarmentosa y enjuta de voz chillona, pero con unos ojillos de mirada
inquisitiva e inquieta que lo escrutaba todo con curiosidad extrema.
—¡A ver tú,
mozo, carga con la madre que yo me llevo a la criatura! —ordenó con acritud.
—Pero ¿por qué
te has traído a Pilar la partera? —siseó Eloy a su prima.
—Silencio y
andando, que hemos de asear a estas criaturas —instó la vieja en tono
imperativo.
—¡Tú, mocosa,
adelántate y dile a mi hombre que ponga agua al fuego! ¡Vamos date prisa!
Mientras
avanzaba sorteando los guijarros del camino, con la joven madre en sus brazos,
Eloy percibió un aroma peculiar que fluía de su ocasional pasajera y le causó
una sensación rara. Era como si ese aroma lo trastornara sobremanera y
propiciara una sensación que recorriendo todo su cuerpo le impulsara a sentirse
nervioso y ofuscado. La joven madre entretanto gemía con los frágiles brazos
entrelazados al cuello de Eloy, su aliento entrecortado y cálido prorrumpía
sobre el cuello del muchacho como un ventarrón de fuego y por un momento
pareció aturdirlo aquella proximidad, pero
cuando reaccionaba y percibía la fragilidad y lo desvalida que se
encontraba la muchacha se insuflaba fuerzas para correr más y más hasta llegar
a casa de Pilar la comadre.
La casita de
Pilar apareció tras un recodo del camino con su fachada rodeada de tiestos de
toda clase y condición repletos de flores. El aroma de las flores llegaba hasta
el tracto olfativo de Eloy y se mezclaba con el olor más humano y cálido de la
muchacha. Entonces las sensaciones volvían a turbarle, pero vencía con denuedo
aquella tentación olfativa y continuaba corriendo como un poseso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario