martes, 29 de noviembre de 2022

ERRANTE, por Pepe Velasco Romero.

 


    El camino estaba silencioso y frío cuando un sol perezoso comenzaba a asomarse apenas sobre un horizonte neblinoso y sucio. Las márgenes del camino destellaban de tanto en tanto con miríadas de perlas acuosas desperdigadas, heridas de forma fugaz y efímera por los incipientes rayos de sol de aquella mañana de los días últimos de un verano ya en su ocaso. “La niña” detuvo su marcha de pronto y trató de buscar un hueco seco entre el rocío donde poder sentarse y descansar sus piernas cansadas y sucias por la larga caminata de casi toda la madrugada. Un montículo pedregoso, conformado por varias lajas unidas por argamasa vieja, ubicado junto a una pequeña acequia por donde el agua había corrido la pasada noche, pareció invitarle a que tomara asiento. Además, las lajas parecían estar más secas que todo el entorno circundante.

Candela tomó asiento casi con desgana, a pesar del cansancio. Luego cogió una brizna de hierba impregnada de rocío y jugueteó con ella mientras pensaba qué le depararía el destino. De repente escuchó una tosecilla leve, quizá hecha a propósito, y se sobresaltó.

—¿Qué haces tú aquí?

La pregunta llegó a sus oídos casi un poco antes de que viera la imagen de la muchachita pecosa que la miraba a ella fijamente con curiosidad infantil y esto la sobresaltó un poco. Pero pronto se sobrepuso ante la visión de la sonrisa espontánea y sincera de la niña.

—¿Quién eres tú? —preguntó Candela, a su vez, con languidez y desgana.

—¡Me llamo Nerea y vivo allí —señaló la niña un punto indeterminado—. Bueno, no vivo allí, pero ahora vivo con mi abuelo.

—¡Bueno, en qué quedamos, ¿vives o no vives allí? —se impacientó la muchacha ante el batiburrillo de la niña, haciendo la pregunta un poco áspera y con sarcasmo. Aunque pronto se arrepintió y adoptó un aire un tanto más sosegado y calmo, quizá auspiciado por su próxima maternidad—. Perdona pero es que me estás liando —prosiguió Candela más amable.

La chiquilla se turbó un poco y comenzó a llevarse la punta de los dedos a los labios para posteriormente comenzar a mordisquearlos con fruición en un tic reflejo, “que seguro le había valido más de una regañina”, pensó Candela. Y la comunicación se cortó de pronto.

—¿Por qué haces eso? —preguntó Candela con naturalidad para intentar proseguir el dialogo.

—¡No sé! —confesó atribulada apenas la niña.

—¿Es que estás nerviosa o asustada? —insistió Candela en su intento de proseguir la comunicación con la chiquilla.

—¡Ah...! ¡Ah...! —movió la chiquilla la cabeza de un lado a otro en un significativo gesto con el cual quería decir que no.

—¿Quieres decir que no estás asustada?

—¡Ajá...! ¡Ajá...! —movió ahora la niña la cabeza de arriba abajo.

—¡Bueno y dime! ¿Qué haces tú aquí tan temprano?

—¿Y tú? —despegó la niña los labios para contestar la pregunta de Candela con otra pregunta escueta y concisa.

—¡Contéstame tú primero!

—¡Busco moras con él! —a la vez que decía esto, la niña se volvió y señaló un lugar indeterminado entre las zarzas que bordeaban el pequeño arroyuelo que corría paralelo al camino.

—¡Yo no veo a nadie!

—¡Pues está ahí! —afirmó la niña con rotundidad.

—¿Quién está ahí?

—¡Pues quien va a ser, Eloy, mi primo! —como sorprendida de que aquella desconocida no conociera a su primo Eloy.

—¡Pues sigo sin ver a nadie! —insistió Candela impaciente.

—¡Pues está! —insistió la chica tozuda.

—¡Pues vale, me lo creo! —concluyó Candela no muy convencida.

—¿Estás cansada? —prosiguió la niña, olvidando como por ensalmo a su acompañante de las zarzas.

—¿Te lo parece? —preguntó Candela a su vez con un amago de ternura en su voz.

—¡Sí! —fue la sincera y escueta respuesta de la niña, y luego prosiguió muy queda—. ¡Y vas a tener un niño! ¿Verdad?

Candela se sobresaltó y se puso un tanto azorada, pero no pudo por menos que reír ante la prematura perspicacia de la cría.

—Y tú ¿cómo lo sabes?

—¡Por tú barriga! ¡Estás como Runa estaba ayer!

—Y ¿quién es Runa?

—¡Pues quién va a ser! —pareció impacientarse la niña—. ¡La perra de mi primo!

—Y ¿qué le ocurrió a Runa?

—¡Pues que le va a ocurrir! ¡Que tuvo cachorrillos!

—¡Aah, ya entiendo!

De pronto, y sin saber cómo, Candela se sintió indispuesta, todo comenzó a darle vueltas, y unas nauseas que parecían arrancar de lo más hondo de su estómago amenazaban con dejarla exhausta y sin resuello.

—¿Qué te ocurre? —preguntó la niña entre curiosa y preocupada.

Candela apenas pudo contestar atribulada como estaba entre el mareo y las náuseas. De pronto se dejó caer al suelo como sin fuerzas.

La chiquilla se quedó quieta por unos instantes, pero al momento giró sobre sus talones y comenzó a correr y a llamar en dirección a las zarzas.

—¡Eloy corre, ven, que esta chica va a tener cachorrillos como Runa.

Los lamentos y quejas de Candela comenzaron a ser como una letanía que surgiera allí mismo del propio paisaje. Se dejó caer sobre la acequia húmeda rebozada de hierba fresca, y sin saber cómo, comenzó a abrir las piernas y a empujar con premura. Era tal su confusión y poca experiencia en aquel menester que ni aun había tenido la precaución de despojarse de su ropa interior.

—¡Corre Eloy! ¡Corre! —llegó hasta ella jadeante la niña seguida a la zaga por su primo que igualmente jadeaba, casi exhausto.

—¡Quítale las bragas! —ordenó la niña con un tono maduro impropio de sus años.

—¡No...! ¡No...! —retrocedió como asustado el otro.

—¡Venga hombre, no seas cagueta! —prosiguió la niña en su atisbo de madurez.

Eloy avanzó sus manos hasta la entrepierna de Candela con el rostro demudado por el horror que le producía aquel evento, instado con frenesí por la chiquilla:

—¡Pero venga, Hombre! ¡Que no van a poder salir los cachorrillos y se van a ahogar!

Eloy miraba el rostro demudado por el dolor de Candela, y esta a su vez no comprendía muy bien el espanto dibujado en el rostro del hombre-niño.

  Pero a pesar de todo, las manos trémulas retiraron con presteza la ropa interior de ella y fueron dejándose hacer como si fuera ya una rutina aprendida durante años. A fin de cuentas, aquellas manos habían ayudado a nacer muchas crías y cachorros de Runa, la perra; Capitana, la vaca y algún que otro cabrito de Liosa, la cabra. Y pronto apareció una cabecita de pelo ralo y lacio.

—¡Pero tira, hombre, que se va a ahogar!

Escucho la voz de su prima entre la mezcolanza de quejidos y lamentos de la parturienta.

—¡Cállate! —apremió Eloy a su pequeña prima, con tono hosco no exento de una peculiar ternura, sin apartar sus ojos de la pequeña criatura que estaba saliendo a la vida.

Las manazas de Eloy envolvieron casi por completo a la recién nacida, la levantó casi a la altura de sus ojos, la miró fijamente durante unos instantes y ordeno seco a su prima Nerea:

—¡Saca de mi bolsillo el encendedor y la navaja!

La niña titubeó un poco y comenzó a atribularse, pero él insistió en su orden con tono decidido y firme.

—¡Vamos date prisa, sácalos ya!

La niña, no sin antes andar un poco atribulada, consiguió sacar ambas cosas que alargó a su primo.

—¡No, quema la hoja de la navaja con el encendedor y pásamela!

La niña pareció no entender al principio, a fin de cuentas, solo contaba nueve años, pero pronto cumplió su cometido y volvió a alargársela al muchacho.

—¡Corta aquí! —ordenó él preciso, extendiendo el cordón umbilical de la recién nacida hasta la altura de las manos de la niña.

La chiquilla palideció en extremo y un terror ciego comenzó a dibujarse en sus ojos de por sí expresivos y alegres.

—A Runa no le hicimos esto —atinó a decir entre apagados e incipientes sollozos.

—¿Pero qué te ocurre ahora? —comenzó a exasperarse el primo.

—¿No la irás a matar ahora?

—¡No digas tonterías y corta ya!

—¡No, no quiero, no quiero! —prosiguió ella empecinada entre balbuceos y muecas de llanto.

—¡Mira, Nerea, corta por favor o dame la navaja y luego te explico lo que me dijo “Pilar la partera” sobre este cordón!

Pero Nerea no estaba por la labor de dejarse convencer en cuanto cortar aquello a la criatura recién nacida y comenzó a apartarse de allí para que así su primo Eloy no pudiera coger la navaja.

El muchacho lejos de exasperarse actuó con una calma inusitada y retorció el cordón por un punto hasta que este se partió, luego limpio la carita de la recién nacida de todo obstáculo que pudiera atorar su nariz o su boca, ató el cordón umbilical lo mejor que pudo y supo,  posteriormente la cogió por los piececitos aún ensangrentados y resbaladizos, la puso cabeza abajo y le dio unas palmaditas en las nalgas hasta que esta prorrumpió en llanto. —Como tantas veces había escuchado contar a Pilar la comadrona, escondido tras la ventana del trastero, mientras las mujeres hablaban—. Y solo después que se hubo cerciorado de que la criatura estaba bien la lio en su chaqueta y la puso sobre el regazo inquieto de la madre que comenzó a gemir de alegría después del amargo trance.

Eloy retrocedió asustado como si no se pudiera creer de qué forma y con qué entereza había abordado aquel apuro. Fue a dar media vuelta y echar a correr, pero una voz chillona y monocorde le detuvo:

—¡Quieto! ¿Dónde vas? ¡Quédate ahí, que me hace falta tu ayuda!

Casi se había dado de bruces con su prima Nerea que venía acompañada por una anciana sarmentosa y enjuta de voz chillona, pero con unos ojillos de mirada inquisitiva e inquieta que lo escrutaba todo con curiosidad extrema.

—¡A ver tú, mozo, carga con la madre que yo me llevo a la criatura! —ordenó con acritud.

—Pero ¿por qué te has traído a Pilar la partera? —siseó Eloy a su prima.

—Silencio y andando, que hemos de asear a estas criaturas —instó la vieja en tono imperativo.

—¡Tú, mocosa, adelántate y dile a mi hombre que ponga agua al fuego! ¡Vamos date prisa!

Mientras avanzaba sorteando los guijarros del camino, con la joven madre en sus brazos, Eloy percibió un aroma peculiar que fluía de su ocasional pasajera y le causó una sensación rara. Era como si ese aroma lo trastornara sobremanera y propiciara una sensación que recorriendo todo su cuerpo le impulsara a sentirse nervioso y ofuscado. La joven madre entretanto gemía con los frágiles brazos entrelazados al cuello de Eloy, su aliento entrecortado y cálido prorrumpía sobre el cuello del muchacho como un ventarrón de fuego y por un momento pareció aturdirlo aquella proximidad, pero  cuando reaccionaba y percibía la fragilidad y lo desvalida que se encontraba la muchacha se insuflaba fuerzas para correr más y más hasta llegar a casa de Pilar la comadre.

La casita de Pilar apareció tras un recodo del camino con su fachada rodeada de tiestos de toda clase y condición repletos de flores. El aroma de las flores llegaba hasta el tracto olfativo de Eloy y se mezclaba con el olor más humano y cálido de la muchacha. Entonces las sensaciones volvían a turbarle, pero vencía con denuedo aquella tentación olfativa y continuaba corriendo como un poseso.

 


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