Violet Blue flotaba sobre el lecho de
plumas de la alcoba de Robert Gardener. Se sentía como un diente de león
elevado por la brisa. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que saliera del
burdel del Ludgate Hill en la calesa, acompañada del doctor Gardener… ¿dos,
tres días…, una eternidad?. Había desoído los consejos de Lady O – “El doctor es un tipo extraño –les
advertía la madame- eso sí, buen pagador. Pero sus gustos sadomasoquistas han puesto en
peligro, en ocasiones, a algunas de las chicas…, no aceptéis ninguna invitación
suya fuera del local.” Violet no hubiera aceptado la invitación si el
doctor no le hubiese prometido alivio a sus dolencias, si accedía a pasar unos días en su casa. Su
adicción al opio le causaba dolores terribles en los días de abstinencia que la
condenaban a vivir entre el paraíso y el suplicio. La despertó el haz de luz
que se colaba entre las cortinas. Se levantó haciendo un esfuerzo titánico y
con la lentitud de un caracol se vistió. Cuando, finalmente, consiguió mantener
el equilibrio, buscó la cocina para prepararse un café. No parecía haber nadie
en la casa. Seguramente Robert había salido a pasar consulta o a atender alguna
urgencia.
Tras el desayuno se aventuró a salir
a caminar por el vasto jardín que rodeaba la vivienda, admirada con la variedad
de árboles y flores que crecían en él. Dio la vuelta al edificio y, en la parte
trasera, llamó su atención un cercado que acotaba lo que parecía un pequeño
cementerio y un coqueto invernadero dentro del mismo recinto. Se aproximó a la tumba más antigua donde
podía leerse: Rose Gardener, 2 de septiembre de 1867, 46 años. Próxima a esta
había otras lápidas: Dahlia Gardener, 18
de junio de 1876, 25 años;
Jasmine Gardener, 4 de agosto de 1878, 3 años; Daisy Smith, 23 de
febrero de 1883, 20 años. Aquel descubrimiento la conmovió profundamente. El
doctor había perdido a gran parte de sus deudos en muy poco tiempo, a juzgar
por los apellidos de las tumbas. ¡Pobre Robert! –pensó- la pena y la soledad
habían agriado su carácter.
El invernadero, construido de
ladrillo y cristal, tenía forma hexagonal, imitando a los cenadores de los
jardines románticos, donde una variedad de flores exóticas protegidas por los
vidrios, se asomaban expectantes al exterior. Aquel lugar la atrajo de
inmediato. Intentó abrir la puerta para visitarlo pero enseguida se dio cuenta
que alguien había cerrado con llave. ¡Qué pena! – se dijo- mirando el interior
a través de las ventanas, las plantas parecían llamarla y despertaban en ella
una tristeza inexplicable. Se percató de que una de las ventanas estaba
entreabierta, tal vez si lograba auparse al alfeizar podía colarse en el
interior, sin demasiado esfuerzo.
Una vez dentro, Violet sintió que el
invernadero, tan hermoso desde fuera, tenía una atmósfera opresiva y cargada de presencias. Ahora se preguntaba qué la había impulsado a
encaramarse a la ventana entreabierta para colarse en aquella burbuja luctuosa.
Llamó su atención una flor con forma de corazón abierto que parecía gotear. Su
vista siguió la trayectoria de la gota hasta el suelo y, allí, entre el
mantillo, descubrió un diente humano. A un palmo de este, vio
brillar algo metálico y dorado: un pendiente. Sacó un pañuelo de su bata, envolvió
ambas piezas con él y lo metió en su bolsillo.
- Se llama Dicentra, conocida
popularmente como “corazón sangrante”. Una rara especie asiática, importada de
China – se estremeció al escuchar la voz conocida del doctor Gardener a su
espalda- ¿Qué haces aquí? desconocía que tenías el poder de atravesar paredes -
dijo mirando hacia la venta entreabierta…
Las rodillas comenzaron a templarle
incontrolablemente. Haciendo un esfuerzo enorme por sobreponerse respondió:
- Lo siento, me pareció tan bonito a través
de los cristales que no he podido evitar entrar por la ventana al comprobar que
la puerta estaba cerrada. Me he comportado como una niña… ¿Quién se ocupa de
las plantas? son realmente maravillosas.
- Yo me ocupo del invernadero, estas
especies necesitan cuidados especiales que sólo yo puedo darles, por eso no
permito que nadie entre aquí, ni siquiera Stephen, mi jardinero.
- ¡Oh! discúlpame, por favor.
- Está bien, no te preocupes,
volvamos a casa. Déborah Wilson, la esposa de Stephen dejó preparado el
almuerzo ayer. Ella me ayuda en las faenas de la casa. Los sábados y domingos
descansa, al igual que su marido.
Ya era lunes. La extraña sensación
que la invadió al entrar en el invernadero no la había abandonado en los días
siguientes. Rezaba para que Robert se ausentara el tiempo suficiente, para
regresar a Londres, aunque tuviera que ir andando. No dejaba de preguntarse qué
hacía un pendiente y un diente entre el abono del invernadero. Puede que su
imaginación exacerbada le estuviera jugando una mala pasada, que la señora
Wilson lo hubiera perdido allí…, el doctor era un tipo un poco raro, pero no
parecía peligroso…
Se sacudió estos pensamientos como
quien se espanta una mosca que no para de incordiar, encendió un cigarrillo y
se asomó a la ventana. Una mujer bajita y rellena, de avanzada edad, caminaba
hacia la casa. Debía ser Déborah, pues escuchó sus pasos en la planta de abajo. Decidió bajar a
conocerla, la compañía de otra persona le vendría bien para levantar el ánimo.
- ¡Buenos días, mi nombre es Violet,
Violet Blue, la amiga de Robert.
- ¡Oh! me alegra conocerla señorita
Blue. Soy Deborah Wilson, ayudo al señor Gardener con las faenas de la casa.
¿Le apetece una taza de té?.
- Es usted muy amable. Acepto de buen
grado si me acompaña.
La afabilidad de aquella mujer la
reconfortó, animándola a iniciar un diálogo.
- ¿Hace mucho que trabaja para
el doctor Gardener?
- Desde que falleció Rose, su
madrastra, aunque conozco a Robert desde que era un niño. Mi marido trabajó
como jardinero en el negocio de su padre y cuando este murió, lo siguió
haciendo para su viuda, la señora Rose.
- El doctor ha debido sufrir
con la pérdida de tantos familiares. Ayer, dando un paseo me topé con el
cementerio familiar.
- Sí, es cierto. La madre
carnal del doctor Gardener murió en el parto, al nacer este, su esposa, luego
su hija, la pequeña Jasmine y finalmente, la niñera, Daisy Smith. La muerte de estas y la del padre
han debido causarle mucha tristeza. – la señora Wilson bajó un poco la voz para
decirle en tono confidencial -No así por la muerte de su madrastra, con la que
nunca tuvo una buena relación. Recuerdo lo mal que trataba a Rober tras la
muerte de su padre. El chico contaba por entonces catorce años y no sentía
ningún apego al negocio. Era un muchacho brillante en sus estudios y soñaba con
ir a la universidad para estudiar medicina; cosa que finalmente hizo cuando
murió su madrastra. Ella le obligó a continuar trabajando en la jardinería,
mientras ella se ocupaba de la floristería.
-¡Oh! Eso es terrible…, la
muerte de la viuda de su padre debió ser una liberación.
- Lo fue, se lo aseguro.
Recuerdo que una vez lo encerró en el invernadero y lo
tuvo allí un fin de semana completo hasta que Stephen lo escucho llorar al
incorporarse al trabajo el lunes siguiente. Esa mujer era terrible. Tras
fallecer la madrastra, el niño obtuvo una beca para estudiar y el invernadero
estuvo todo ese tiempo cerrado.
El relato de la
Señora Wilson había la impresionado sobremanera. Sintió pena por Robert a la
par que curiosidad. Aquel suceso, sin duda había traumatizado al joven. Quiso saber más sobre él y su familia. Al
atardecer, al ver que el doctor aun no había regresado, decidió entrar en el
despacho del doctor, buscando una pista que le ayudara a desvelar algunos de
los múltiples interrogantes que se agolpaban en su cabeza. No sabía bien qué
buscaba y si aquel era el lugar oportuno, decidió mirar en el archivo, pero
cuando fue a consultarlo. Algo distrajo su atención. Sobre el armario fichero
reposaba una fotografía, un magnífico daguerrotipo; era el retrato de una bella
mujer. Lo tomó para mirarlo con más atención. Llevaba el pelo recogido y lucía
unos pendientes. El retrato estuvo a punto de caérsele de las manos al
descubrir que el pendiente que ella había encontrado en el invernadero y que
ahora guardaba en el bolsillo de la bata era igual a los que llevaba aquella
mujer. ¿Quién era ella?. Dio la vuelta al portarretratos y leyó una
dedicatoria: “Tuya siempre, Dahlia” Dahlia… ¿dónde había leído ese nombre?¡ Oh
Dios…! Sí… ahora recordaba, era uno de los nombres tallados en las lápidas del
cementerio. Bajó corriendo las largas escaleras que llevaban a la primera planta
y salió a la calle. Se dirigió al cementerio para cerciorarse de que su
imaginación no le estuviera jugando una mala pasada. El sol se ponía, pero aun
tenía la suficiente luz para poder leer. Sí, una de las tumbas pertenecía a
Dahlia Gardener ¿La esposa de Robert? Leyó de nuevo las inscripciones y advirtió con
horror que todas las difuntas tenían el nombre de una flor:
Rose, Dhalia, Daisy, Jasmine… y allí, muy cerca de las otras, había una
flamante lápida en la que no había reparado. No daba crédito a lo que leía, no
podía ser, la tumba nueva iba destinada a ella: Violet Blue. Una ceguera lechosa
la asaltó y cayó al suelo, una sombra oscura se proyectaba sobre ella, era el
doctor con unas tijeras de podar en la mano que sonreía diabólicamente.
- Me faltaba una
flor hermosa por cortar, la violeta. Quemaré tu cadáver, luego te llevaré al invernadero y tu ceniza servirá
de abono de las otras flores…
-¡Noooo! – quiso
gritar pero las palabras agonizaban en un susurro- Violet no es mi verdadero
nombre, me llamo Nora ¡Nora! ¡Nora Wilson…!
-Nora,
tranquila, sólo fue una pesadilla, querida.
Despertó
empapada en sudor. Su prometido, Robert Gardener y su madre que era igual a la
señora Deborah, la consolaban.
- Todo ha
pasado, ya ha pasado lo peor -dijo el doctor- en unos días habrá concluido el
periodo de abstinencia, estás curándote, mi amor. Toma tu pendiente, lo encontré bajo la almohada.