“Se lamenta el tiempo de que no
sabemos aprovecharlo...” Cuando mi amiga Teresa le escuchaba a su abuelo
Ricardo estas palabras, se apoderaba de ella una cierta desazón. Admiraba y
quería a su abuelo, pero ese razonamiento realmente la inquietaba. Se imaginaba el tiempo como un anciano
cabizbajo, sentado en el borde de un abismo frente a un perpetuo atardecer. Vestido,
por supuesto, “a la griega”, sostenía con una mano un reloj de arena, y en la
otra apoyaba su frente abrumada...
Por
otra parte, Teresa se preguntaba si también le “dolía” al domingo que hubiera
personas a quienes sus tardes se les hiciesen interminables; si al dinero le afligía
el hecho de ir de mano en mano sin parar... ¿Acaso se quejaría la fama de ser
tantas veces poseída por individuos execrables? ¿Le quitaba el sueño a la
honradez sentirse con tanta frecuencia despreciada...?
En
fin, el abuelo Ricardo era medio poeta, medio músico, medio artista... Se
ocupaba -y preocupaba- de muchas cosas, pero, por encima de todo, se trataba de
un hombre impaciente. Contaba innumerables anécdotas, a veces muy divertidas;
otras, trascendentales. No era persona, como le ocurre a bastantes mayores, que
rememorara una y otra vez los mismos hechos; no “se repetía”. Sin embargo, el
tema del paso del tiempo le afectaba especialmente: le molestaba ver a sus
hijos, y luego a sus nietos, mirando la televisión mientras cenaban, o bien “despilfarrando”
la tarde asomados sencillamente al balcón en vacaciones. Qué hubiera pensado al
contemplar las horas que pasan los hijos de sus nietos con los ojos fijos en el
móvil y los pulgares en continuo y frenético movimiento...
Al
abuelo de Teresa le angustiaba aguardar más de la cuenta: le exasperaba la demora
del autobús, montaba en cólera cuando consideraba que había esperado demasiado
en la consulta del médico o que la cola del cine no avanzaba lo suficientemente
rápido. Iba corriendo a todas partes y presumía de ser puntual, de tal modo que
se indignaba cuando llegaba tarde tres minutos la persona con quien se había
citado. Reñía frecuentemente con su mujer al considerar que ella siempre “hacía
las cosas a su ritmo”, sin consideración alguna hacia él, sin respetar sus
tiempos.
En más de una ocasión, años atrás, se había
visto obligado a llevar a su nieta Teresa al colegio. La niña se detenía a
veces para coger una margarita de esas que asoman tímidamente por las grietas
de la acera; seguidamente, con una sonrisa que dejaba ver algunos huecos, se la
ofrecía a su abuelo. Este tomaba la flor de mala gana y, apretando la mano de
la pequeña, aceleraba la marcha con aire de fastidio.
Con
frecuencia decía el abuelo Ricardo que “había que dar ejemplo a los hijos”.
Efectivamente, los hijos tomaron buena nota de su impaciencia y resultaron tan
poco tolerantes, en ese sentido, como él. Cuando iban de visita a su casa, lo
cual no hacían con demasiada frecuencia, apenas permanecían el tiempo justo;
por otra parte, si algún día salían a pasear en familia, los contrariaba que su
padre cada vez caminara más lentamente. Una vez muerta su madre, apenas lo
llamaban por teléfono: “no tenían tiempo...”
Cuando el abuelo Ricardo dejó este
mundo –“ya estaba tardando”, según su hijo mayor−, solo le lloró su nieta
Teresa, mi amiga y la única que se paraba a recoger para él las margaritas que
crecían en las aceras.