No sabía si llorar o reír estando allí sentada, observando
atónita aquel escenario. Por muy extraño que pudiera parecer no me dolía nada
en aquel momento. Sí que es cierto que sentía el peso que me había quitado de
encima, pero lo que era más extraño aún es que una parte de mí te echaba de
menos. Algo difícil de explicar, lo sé. Meses atrás me sentí muy conectada a
ti, tanto que había engordado, contigo era imposible no comer. A veces en la
noche latías tan fuerte que creía escuchar tu corazón. No supe de tu nombre
hasta que te pusieron en mis brazos y con tu manita diminuta agarraste mi
pulgar. Es ahí Pablo, cuando supe lo que significa la palabra amor.
sábado, 16 de marzo de 2019
jueves, 14 de marzo de 2019
HEBRA. Revista Literaria.Nº 8, marzo 2019
ISSN 2605-0854
SUMARIO
JURADO:
POEMAS:
REÍR O LLORAR, por Isabel Rezmo (Ganadora)
RELATOS:
DESPEDIDA, por Isabel Pérez Aranda.
SMS, por Tomás Sánchez Rubio.
DESPEDIDA, por Isabel Pérez Aranda.
¡No sabían si reír o
llorar!
La situación era
delicada, el sentimiento de tristeza les invadía a todos,
pero el momento no
daba para más, no se podía retrasar, entraron los cuatro en una sala pequeña de
escaso mobiliario, fría y desangelada, simplemente unos caballetes y la caja
encima.
Todo el proceso hasta
llegar aquí fue duro y angustioso, lo comentaban entre ellos, había una
necesidad de desdramatizar la situación, y se acordaron de algunas de las anécdotas
que el difunto protagonizo a lo largo de su vida, de su enorme sentido del
humor, pues siempre estaba gastando bromas a diestro y siniestro. Hubo un
momento en el que las carcajadas retumbaban en el habitáculo, gracias que
estaba insonorizado, imposible que nadie les escuchara, fue el paso del dolor a
la risa, no hubo desacuerdo, estaban seguros que esta era la despedida que él
hubiese querido, todos se quedaron en silencio, hubo un lapsus de paz, y así,
al instante sin apenas darse cuenta se apoyaron en el ataúd para darle su último beso, fue un flash, una
décima de segundo, la caja oscilo hacia los lados tal que un columpio, como si
el difunto quisiera gozar de su ultima guasa, y esta ultima vez, también a su
cargo, un brutal balanceo entre la caída y su inmovilización, les conmociono,
Jodido J… dijo uno, pero ni muerto….comento otro, no se volcó de milagro, la
puerta se abrió de golpe, al bedel casi le da un infarto, aunque supo mantener
el tipo, un suspiro múltiple sonó en aquel espacio, se quedaron sin aliento.
SMS, por Tomás Sánchez Rubio
No
sabía si reír o llorar. Alicia no podía creerlo. Tenía el móvil de su padre
entre las manos. Se lo había regalado ella porque les hacía ilusión, a él y a
sus nietos, mandarse mensajitos de felicitación en los santos, los
cumpleaños... Además, aunque en la residencia, por supuesto, había teléfono con
conexión a las habitaciones, le resultaría más cómodo a Ricardo -su padre-
comunicarse con la familia en caso de urgencia. Era de esos aparatos todavía
con botones, pequeño, sin internet ni nada de eso: lo básico. No necesitaría
nada más. Si es que apenas sabía leer... Su padre lo único que había hecho,
desde que ella tenía uso de razón, había sido trabajar. Los ratos libres, en
casa, con su mujer y sus hijas. Pocas aficiones le conocía: escuchar la radio
los domingos por la tarde con la quiniela delante; las partiditas de dominó en
la playa con los vecinos, que eran los mismos de su barrio... Poco más. Eso sí,
veía mucho la televisión -como todo el mundo, por otra parte-, pero raramente a
solas: siempre con su familia. No era un hombre de vicios ni “de calle”. Era un
buen padre, serio, prudente...
Cuando
murió Angelita, la madre de Alicia, tras una enfermedad demasiado larga,
Ricardo se deprimió. Su única alegría era la visita de los nietos, los hijos de
Alicia y los de su hermana Carolina. Su padre había cuidado de su madre hasta
el final, con paciencia, con resignación, con cariño.
Las
hijas habían insistido en que, para que no estuviera solo, se viniera a vivir
con ellas. Sin embargo, él no quería ser una carga para nadie; ya tenían ellas
bastante con dos hijos cada una. “De visita somos todos muy buenos, pero...”
Por eso insistió en internarse en una residencia. Estaba todavía bien, pero
conocía sus limitaciones. No era una persona problemática y se adaptaría. Por
otra parte, necesitaba poco para vivir.
Ese
domingo por mañana, le había tocado a Alicia visitar a su padre. Mientras él
estaba sentado en el jardín del centro, ella fue a buscar un jersey a su cuarto
-el otoño se acercaba y empezaba a refrescar-. Vio la pantalla encendida del
móvil, que estaba sobre la mesita de noche, y lo cogió. Se trataba de un
mensaje de un número que ella no conocía. Miró el SMS en la pequeña pantalla:
“Ricardo, amor mío, si me dejas hacerlo, aprenderé de nuevo a florecer entre
tus brazos. Gracias a ti, vuelvo a tener ilusión. Sé que sientes lo mismo que
yo...”
Alicia,
que no sabía si reír o llorar, volvió a leer el texto y acabó por hacer ambas
cosas, calladamente, antes de reunirse de nuevo con su padre en el jardín.
MUSARAÑA, por Pedro Pastor Sánchez.
No sabía si reír
o llorar. Una tímida gota de sangre asomaba por la herida en su epidermis,
resultado de rasgar el sobre con brío. Ya era hora de recibir noticias de la
editorial. Pero la decepción fue grande al comprobar que el importe del cheque
apenas podía cubrir las deudas que había acumulado en los últimos meses. Veinte
mil miseras pesetas, y una advertencia: no habría más dinero hasta la recepción
del borrador de la siguiente novela; y una fecha límite, tres meses, o se
verían obligados a rescindir el contrato, con la consiguiente devolución de los
importes adelantados. «Cabrones», masculló dejándose caer sobre un sofá
atiborrado de ropa usada. Levantó y agitó varios botellines de cerveza que
rodaban por la mesa, de ninguno pudo extraer jugo alguno. A su mente vino la
imagen de Amanda, y sus últimas palabras antes de marcharse: «Ya no eres el de
antes, Gustavo».
Y tenía razón.
Cuando por fin su sueño se cumplió, no tardó en mandarlo todo a la mierda.
Aquel premio con su primera novela, el éxito llamando a su puerta por sorpresa,
las entrevistas, los reconocimientos de crítica y público, incluso de sus
propios colegas de profesión, un auténtico torbellino de nuevas experiencias
entró en su vida. No supo asimilarlo. Se rodeó de gente interesada, moscones de
distinto pelaje que se bebían su dinero sin escrúpulos. Luego vinieron las
mujeres, tantas y tan fáciles, se convirtió en un auténtico crápula. Demasiado
aguantó Amanda esa vida de excesos. Pero cuando el capital se fue acabando,
después de casi un año, llegó también el olvido. La emergente figura de las
letras tenía un contrato que cumplir, pero la vorágine se comió al genio, y
éste, sin lámpara que frotar, se ahogaba en la botella.
En aquella
pocilga en la que se había convertido su céntrico piso era imposible dar un
paso sin tropezar, ni mucho menos, pensar de forma ordenada entre tanto caos.
En un momento de lucidez, se decidió a dar aviso a la portera para que le
ayudara a limpiar y adecentarlo, ya se había encargado alguna que otra vez tras
fiestas sin fin. Se aseó, tras muchos días de incuria. En el lavabo dejó los
restos de una descuidada barba, y salió a la calle; al principió deambuló sin
rumbo, luego sus pasos le llevaron a la puerta de la Real Academia de la
Lengua. Quién sabe si, de forma inconsciente, se aproximó a la “casa de la
palabras” buscando la inspiración en “los inmortales”, sillones ocupados por
figuras veneradas de la literatura patria. En el pasado pensó que alguna de
esas poltronas, algún día, sería suya, que se codearía con los maestros de la
prosa y la poesía. Ingenuo. Del estrellato al “estrellado” solo había un paso.
Era necesario que volviese la magia, que las palabras se combinasen en su
cabeza de esa forma que ni él mismo entendía, que las frases brotaran como si
de un manantial se tratase, a borbotones, ordenadas y melódicas.
Cuando regresó al
piso, parecía otro. Al menos, mobiliario y suelo volvían a estar a la vista, la
cocina sin un solo cacharro. Jacinta todavía estaba allí, se afanaba en dejar
expedita la mesa del despacho, sobre la cual su “Remington” esperaba ansiosa
ser de nuevo aporreada, exprimidas sus teclas hasta la extenuación de las
falanges. La papelera acumulaba hojas apenas mancilladas, arrugadas y arrojadas
con desdén, fruto de la frustración. Esta circunstancia no pasó desapercibida
para la mujer, que ya no cumplía los sesenta, y que, en un aparente acto
filantrópico, se ofreció a ayudarle.
—Perdón por
meterme donde no me llaman, Don Gustavo— se dirigió al joven con extremada
educación— pero a la vista de este montón de papeles, me da la sensación de que
está pasando por un “bache creativo” —apostilló el final de la frase
acompañándola de una mueca y un vaivén de cabeza.
El joven no se
tomó a mal este acto de intrusión en su intimidad. Muy al contrario, estaba
cansado de contemplar las musarañas desde su silla, esperando que las musas
preñaran su mente, así que cualquier ayuda, del tipo que fuese, sería
bienvenida, tal era su desesperación. Le instó a seguir hablando.
—Pues verá, yo
conozco a una persona, es de por allí de mi tierra leonesa, que ha ayudado a
otros como usted, que por lo que sea se han atascado y no se les ocurre de qué
escribir. ¿Conoce usted a un tal José María Merino? Pues este señor, que me
dijo mi amiga que tenía mucho talento, un día acudió a ella porque no sabía de
donde sacar ideas para su nuevo libro. Pues fíjese que a otro año le dieron un
premio importantísimo, por lo visto.
Así, en una
primera impresión, todo aquello le pareció a Gustavo un cuento chino, pero
claro, aquella inculta estaba hablando del maestro Merino. ¿Y si la patraña
ocultase algo de verdad? Inquirió:
—Pero esa amiga
suya, ¿tiene estudios? ¿A qué se dedica? ¿Y qué pide a cambio de “sus
consejos”?
La otra, sin
dejar de menear el plumero, le respondió con desgana.
—Ah, yo de eso no
tengo ni idea. Si quiere, yo le doy su dirección, y va usted y le pregunta, y
si se apañan, pues bien. Ya le digo que no será ni el primero ni el último que
pasa por allí pidiendo ayuda.
Esa noche, sobre
sábanas limpias, estuvo sopesando la propuesta que le lanzó la portera. Seguro
que aquello era una tontería, alguna aprovechada que quería sacar tajada de
incautos con necesidades. Pero, por otra parte, ¿qué podía perder? Estaba
totalmente bloqueado desde que se marchó Amanda, era ella su fuente de
inspiración, la que corregía y releía sus escritos hasta que tomaban la forma
definitiva.
Al día siguiente,
cansado ya de ver el folio en blanco, tomó la decisión. Buscó el trozo de papel
con las señas que le garabateó Jacinta. No estaba lejos de allí. Se enfundó la
gabardina y, viendo que empezaban a golpear unas gotas en las cristaleras,
empuñó su paraguas verde aceituna, lanzándose escaleras abajo. En apenas quince
minutos, bajo la pertinaz lluvia de otoño, llegó a las proximidades de un
caserón decimonónico del barrio burgués. Comprobó de nuevo la dirección
mientras la tinta se desleía en el papel bajo el impacto del agua. Debía de
tratarse de una broma de Jacinta, aquel parecía ser el hogar de algún
descendiente de la decadente nobleza palaciega. Le extrañó que tuviese una
relación, ni siquiera remota, con alguien de su condición.
A pesar de las
dudas, ya que estaba allí, se propuso despejarlas. Tras la recargada reja, un
amplio parterre algo descuidado, con buganvilla marchita, y un poliédrico
entramado de yedra de diferentes tonos, desde el ambarino hasta el sinople,
ascendiendo por el costado del inmueble. Una pequeña escalinata blanquecina le
condujo a la puerta. No halló timbre, así que hizo uso de la aldaba en forma de
lagartija de hierro. Al poco, una rendija se abrió en el umbral, y una joven
con aspecto oriental le preguntó qué deseaba. Preguntó si era esa la vivienda
de Doña Calíope, y al obtener respuesta afirmativa, se presentó y solicitó
audiencia con su señora. Tras atravesar el recargado zaguán, ascendieron por
peldaños de pulido alabastro hasta el piso superior, donde le conminó a que
aguardara sentado junto a una ventana. El nublado dio una tregua y la luz
inundó la estancia, por lo que pudo recorrerla con la mirada. Parecía que el
tiempo se había detenido hacía décadas en aquel lugar. En derredor, una inmensa
colección de objetos variopintos, relojes de pared y de mesa, jarrones y
cerámicas, mobiliario de roble, una gran lámpara de araña colgando de un techo
que ofrecía una composición al estilo renacentista pintada al fresco. La espera
fue breve. De una puerta, a su frente, una sombra emergió sigilosa, tan solo
acompañada por el repiqueteo de su bastón en el solado. La encorvada figura se
aproximó y tomó asiento no sin dificultad en un sillón orejero anexo a una mesa
camilla, a un par de metros escasos de donde él se encontraba.
—Buenas tardes,
Gustavo— le saludó la anciana con voz chillona. —Gracias
por venir a visitarme, hace tiempo que no tengo una conversación interesante
con nadie, espero que usted también obtenga lo que ha venido a buscar.
Este
recibimiento le pareció intrigante al joven escritor. ¿Acaso le había
reconocido o intuía cual era su propósito?
—Porque
ha venido a lo que vienen todos, ¿no es cierto? Creo que podré ayudarle, no se
preocupe, solo tiene que prestar algo de atención, el resto tendrá que hacerlo
usted solo, pero confío plenamente en sus habilidades.
Buscaba
en su cabeza las palabras adecuadas para responder a la mujer, al tiempo que
observaba su fisonomía. Los ojos hundidos y pequeños hacían resaltar aún más su
prominente nariz. Su pelo corto y pardo y su escasa envergadura le conferían
similitud con una musaraña campestre.
—Buenas
tardes, Doña Calíope— comenzó su alocución—. Antes que nada quería agradecerle
que me haya atendido tan amablemente sin haber mediado cita previa.
Efectivamente, tengo entendido que usted ofrece determinada “ayuda” a
escritores que en algunos momentos encontramos dificultades para proseguir con
nuestra carrera, ya sabe que las musas suelen ser esquivas en ocasiones. Ese es
mi caso a día de hoy.
—Entiendo—
le respondió la septuagenaria—, ya le he dicho que no tiene de qué preocuparse,
mis “niños” me avalan, y a poco que ponga en práctica su talento, el éxito no
tardará en volver.
Y
mientras decía esto, señalaba con su artrítico dedo a la estantería que tenía
tras de sí. Plagada de decenas de volúmenes, en sus lomos Gustavo pudo leer
títulos de los más consagrados talentos de la literatura hispana de los últimos
cuarenta años.
—¿Quiere
decir que conoce a todos esos autores?
—Todos
ellos se han sentado donde usted está ahora mismo, alguno de ellos en más de
una ocasión. Pero sepa que solo estaré dispuesta a ayudarle, como a ellos, si
acepta el pacto que le voy a proponer.
«Ahora
es cuando seguramente me pedirá dinero a cambio de contarme alguna manida
historia, que habrá sacado de algún viejo libro olvidado, para que trague el
anzuelo», pensó el autor.
—Usted
dirá, le escucho con atención—le contestó, a pesar de su incredulidad.
—Es
muy sencillo, joven, es una fórmula que será beneficiosa para ambos, ya lo
verá. Si acepta la propuesta, mantendremos una larga charla en la que yo le
relataré una historia. Si quiere, puede indicarme una temática que sea de su
interés, intentaré adaptarme a sus necesidades. Podrá tomar las notas que
considere oportunas. Cuando salga de aquí, la historia será suya, y le aseguro
que es genuina, nadie podrá acusarle de plagio, en eso, permítame, tendrá que
confiar en mí, aunque podrá hacer, obviamente, cuantas averiguaciones crea
oportunas. A partir de ahí, como antes le decía, confío plenamente en sus
facultades narrativas para darle forma a la historia. A poco afán que ponga,
seguro que alguna editorial la encontrará suficientemente atractiva para su
publicación.
—¿Y
dónde está su beneficio entonces?
—Esta
es la parte del pacto que tendrá que valorar antes de continuar. Confío tanto
en sus capacidades literarias que estoy segura de que la obra será merecedora,
antes o después, de algún premio en metálico. Pues bien, la mitad de ese
premio, el primero que reciba la novela, tendrá que ingresarlo, digamos en un
mes, en mi cuenta corriente. Pero hay un segundo requisito. Como ve, soy una
persona con una movilidad reducida, no puedo valerme por mi misma, y preciso de
la ayuda de otros para casi cualquier cosa. Pues bien, en algún momento, podré
solicitar de usted que me haga un “favor”.
Si ya
la primera parte del pacto le parecía, cuanto menos, peculiar, este otro
aspecto hizo que Gustavo dejara escapar una mueca mientra repetía las últimas
palabras de su interlocutora.
—¿Un
favor, dice?
—Por
favor, no piense mal, no tiene nada que ver con la carnalidad, si es eso lo que
le preocupa— y se rió a carcajadas como una chiquilla—. No, se trata de algo
asequible para usted, no puedo ser más concreta ahora, dependerá de mis
necesidades en un momento dado, pero llamémosle mejor un encargo, un recado,
algo que hará usted en mi nombre, simplemente. A cambio, todo lo que estamos
hablando aquí y ahora, será totalmente confidencial, nadie sabrá nunca nada
sobre su fuente de inspiración.
Si
todo lo que decía la mujer era verdad, en ese momento entendió cómo podía
permitirse ese nivel de vida, en esa estantería había visto más de un premio
Cervantes, Planeta, Alfaguara o Café Gijón.
—Hay
una cosa, en realidad varias, que me sorprenden de este “negocio” suyo. La
primera es que, si tanto confía en la calidad de sus historias, no entiendo
cómo no se dedica usted misma a escribirlas, así no tendría la necesidad de
recurrir a nadie, podría obtener fama y fortuna propias. Y también me sorprende
que confíe tanto en los que acudimos aquí. ¿Cómo sabe usted que, en el
hipotético caso de que ganara un premio, le daría la mitad pactada?
La
señora esbozó una sonrisa antes de contestar al ingenuo que tenía delante.
—Respondiendo
a su primera pregunta, de entre las pocas virtudes que tengo, una no es
precisamente la paciencia, ni tampoco poseo la habilidad para darle forma
artística a mis pensamientos, creo que es mejor que sean los auténticos
profesionales los que pongan su talento al servicio del noble arte de la
escritura. Y sobre el otro tema, desde que entró aquí he tenido el
presentimiento de que podía confiar en usted, parece una buena persona y no
creo que fuese capaz de engañar a una anciana, ¿verdad? Y en cualquier caso,
sabría donde encontrarle, sé donde vive...
Gustavo
cayó entonces en la cuenta. Jacinta se había encargado de ponerla en
antecedentes, tanto de sus dificultades económicas como de la necesidad de entregar
material a la editorial.
—¿Alguna
otra pregunta antes de que tome una decisión?—inquirió la añosa mujer.
—Solo
una más. Aparte de estos libros, de los que dice ser, de alguna forma,
coautora, supongo que tendrá una amplia biblioteca, o habrá leído mucho a lo
largo de su vida, o es que su imaginación es muy fértil y es capaz de ver una
historia en una simple anécdota. Con esto quiero decir, en resumidas cuentas,
que si a la mayoría de los mortales nos cuesta horrores encontrar un tema para
que, a base de esfuerzo, lo convirtamos en una novela, ¿de dónde saca usted las
historias?
—Joven,
eso sería entregarle la gallina en lugar de venderle los huevos, ¿no le parece?
Sí le diré que normalmente se menosprecia la sabiduría popular, y no
necesariamente los más leídos son los que conocen historias más interesantes,
hay otros mundos y otras formas de contar que pasan inadvertidos para la
mayoría. No se imagina la cantidad de cosas que se pueden aprender en cabañas
de pastores, o a la lumbre de un filandón...
Por
un momento se hizo el silencio. Efectivamente, era una pregunta absurda, sería
como pedirle a un mago que desvelase el truco.
Gustavo
pensó de nuevo en las veinte mil pesetas y en lo poco que le iban a cundir, y
sobre todo, pensó en esa cuartilla que no terminaba de manchar con la cinta de
su vieja Remington, suspiró profundamente y finalmente verbalizó su
pensamiento:
—Acepto
el trato.
—Bien,
sabía que lo haría. No se arrepentirá, ya lo verá. Pero antes de empezar, deje
que le ofrezca algo, un café, o tal vez prefiera un refresco. Y no rechace los
frijuelos, están exquisitos...
La
tarde se prolongó por más de dos horas. Tiempo durante el cual, absorto,
Gustavo escuchaba cómo le relataba una suerte de historias entrelazadas,
perfectamente hilvanadas, como tejidas por una meticulosa araña, y que
terminaban en un final impactante. A pesar de la tosquedad formal y del
lenguaje sencillo de la dama, le pareció que los personajes estaban
perfectamente dibujados, dotados de gran fuerza y dinamismo. Desde un primer
momento, vio que con este material había posibilidades de construir una
narración que pudiera ser atractiva para un amplio público.
Terminada
la velada, se despidieron afectuosamente, indicándole Doña Calíope que, con un
poco de suerte, volverían a verse de nuevo para celebrar su éxito compartido.
Las
siguientes semanas fueron frenéticas de trabajo. El constante martilleo de las
teclas sobre el papel, a todas las horas del día, resultaban un calvario para
sus vecinos, pero no disponía de mucho tiempo, y la verdad es que Gustavo
estaba disfrutando dándole forma a aquella historia tan compleja, viendo nuevos
matices en los personajes y tramas que enriquecían el relato primigenio. El estro
había vuelto a su lado, las palabras volvían a entrelazarse con suavidad,
abrazadas unas a otras, formando una cadena armoniosa.
Antes
de cumplirse el plazo marcado por la editorial, les remitió su borrador. Sabía
que lo que acaba de escribir era bueno, pero no imaginaba hasta que punto.
Inmediatamente le remitieron un segundo cheque, y le felicitaron por el texto,
indicándole que, antes de publicarlo, lo mandarían a uno de los más
prestigiosos premios literarios, confiaban plenamente en su calidad.
Llegó
la primavera, y con el fallo, se cumplieron los pronósticos, pasando de besar
la lona a encumbrarse a uno de los más altos pedestales. Los titulares y
reseñas eran constantes en todos los medios: «La promesa es ya una realidad».
La publicación de la novela premiada empezó a agotarse al poco de llegar a las
librerías, siendo necesario preparar una segunda edición.
Entre
presentaciones y reconocimientos, Gustavo perdió la noción del tiempo. Habían
pasado dos meses desde que recibió el afamado galardón. Tenía ya apalabradas un
montón de visitas por toda la geografía nacional para firmar ejemplares de su
obra cumbre. Y además estaba ocupado con el traslado a su nueva residencia, un
coqueto chalecito cerca de la sierra en el que poder concentrarse en sus nuevos
proyectos.
Aquella
mañana del recién estrenado estío, como cualquier otra mañana, subió a su coche
con la intención de acercarse al pueblo
serrano, comprar una viandas y departir con los paisanos, había encontrado un
placer especial en escuchar a los más ancianos contando viejas historias, le
resultaban interesantes. No había advertido que estaba siendo seguido por otro
automóvil a una distancia prudencial, la suficiente como para que, entre curva
y curva, no pudiera verlo en su espejo retrovisor. Al llegar al regato aminoró
la marcha, allí el puente era estrecho y había que fijarse por si algún
vehículo venía de frente. Al atravesarlo, de improviso, perdió el control al
sentir un impacto por la parte trasera. Trató de controlarlo pero el último
volantazo le llevó a colisionar lateralmente contra el quitamiedos, saliendo
rebotado hacia el otro lado de la calzada, hasta que el coche quedó parado,
humeante, en el carril contrario.
En el
hospital le trataron de sus heridas. Allí pasó una buena temporada, aparte del
fuerte golpe en la cabeza y magulladuras, tenía una costilla fracturada. Desde
el principio dijo que había sido embestido por otro vehículo, que no fue un
accidente, sino algo premeditado, y pidió a las autoridades que investigaran el
asunto. Pero no encontraron ni huellas en la calzada, ni restos de faros o
pintura, ni testigos que dieran fe de aquella versión, por más que Gustavo
sostenía que alguien se acercó a su ventanilla para decirle algo.
Lo
que no les contó es que lo que creyó entender de aquel mensaje era: “Paga tu
deuda, compañero”. Ni que pensaba que conocía a su agresor. Podría jurar que
aquel rostro era el de el último ganador del Premio Nacional de Poesía. La
musa-araña había movido los hilos necesarios para que su presa no se escapara.
MÓDULO 9, por Lourdes Páez Morales.
No sabía si reír o llorar. Mis
sentimientos, encontrados, eran una encrucijada de caminos. Mi hermano yacía
inerte en aquella cuneta. Parecía como si el destino por fin hubiera jugado de
mi parte. Intenté acercarme a él, pero me atenazaba el miedo de que pudiera
revivir con solo tocarlo, así que me alejé corriendo de aquel lugar. No podía
detenerme. Sabía que si lo hacía vendrían a por mí y volvería a aquel lugar
oscuro y húmedo en que había permanecido no sé desde cuándo exactamente. Había
perdido la noción del tiempo. Solo había visto el sol un par de veces, o tres,
no lo recuerdo bien, mientras nos trasladaban a mí y a otros compañeros al
edificio principal.
Caía ya la tarde cuando llegué a una
casa desvencijada y, temerosa, abrí la puerta. Aparentemente no había nadie,
pero alguien había estado allí hacía muy poco tiempo: un plato con algunos
restos de comida sin descomponer parecía advertirme de la cercanía de algún
partisano evadido como yo. Porque así, “partisanos”, así nos llamaba el
gobierno invasor. Aquel gobierno que quería acabar con cualquier atisbo de
ingenio en el mundo… Mientras estaba absorta en mis pensamientos, y en el
recuerdo de mi hermano mayor tendido en el suelo, me sobresaltó el movimiento
de una sombra reflejada en el cristal de la ventana que estaba frente a mí.
Agarré un cuchillo de la mesa y me giré hacia el sitio donde se había producido
el movimiento, y grité “¿quién hay ahí?” …Caminé despacio hacia la puerta
abierta a lo que parecía ser una habitación, y atravesé el dintel. Seguí
haciendo la misma pregunta varias veces, pero no obtuve respuesta. Sin embargo,
notaba cercana una respiración.
-
Soy
un partisano −respondió de pronto una voz masculina desde debajo de la
cama.
Un chico de unos veinte años, moreno
y extremadamente delgado, salió arrastrándose por el suelo, apartando los
faldones de la colcha de la cama, hasta ponerse de rodillas con las manos
levantadas. Me dijo que no temiera, pero su uniforme caqui con la cruz del
partido en el poder, me hizo temer lo peor. Tras unos segundos de silencio,
volvió a hablar, e intentó ganarse mi confianza explicándome que había escapado
del módulo 9 matando a un guardia y colocándose su uniforme. Empuñando el
cuchillo aún, le hice ponerse de pie y nos sentamos a uno y otro lado de la
mesa. Me contó que se llamaba Alexandros, que era escritor, y que, desde la
clandestinidad, había logrado reescribir una de las novelas que había publicado
con anterioridad a la llegada de los usurpadores al gobierno. Había logrado
salvar el manuscrito de la quema ocultándolo debajo de un azulejo del alféizar
de su ventana. Aunque hubieran quemado toda su casa, el manuscrito seguiría
allí.
Su voz se quebró al hablar de su
familia desaparecida por su culpa. No los había vuelto a ver, y seguramente
estarían sufriendo las consecuencias de su empeño por continuar con su labor.
Su historia era tan parecida a la mía, que, sin meditarlo demasiado, me levanté
y le rodeé con mis brazos. En ese momento el chico podría haberme arrebatado el
cuchillo, y no lo hizo, lo que me constató que estábamos en el mismo bando.
Me volví a sentar y le conté que yo
era pintora, y que mis cuadros también habían sido pasto de las llamas. Mi
propio hermano me había delatado para salvarse, y ahora él, que me había
enseñado todo lo que sabía sobre arte en aquellos libros, había muerto por mi
propia mano, de un golpe en el occipital. Le habían dado orden de eliminarme, y
me había demostrado durante mi encarcelamiento que no hubiera dudado en
hacerlo, como lo hizo con mis padres delante de mis propios ojos.
Continuamos la charla en la creciente
oscuridad de la noche. Ambos éramos unos supervivientes de aquel régimen que
pretendía destruir cualquier atisbo de creatividad en las personas, y fuimos
conscientes de que tarde o temprano nos encontrarían de nuevo… Me narró casi de
memoria fragmentos de sus novelas, que hablaban de libertad. Durante su
reclusión había ido perfilando la reconstrucción mental de las mismas, al igual
que yo había hecho con las pinceladas de mis cuadros.
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No le había vuelto a ver desde
aquella noche, cuando llegó un escuadrón de guardias y nos separó a la fuerza;
pero le reconocí enseguida. Él me miró y se sonrió. Estaba muy cambiado, pero
su rostro aún tenía la misma frescura de entonces. Se acercó y me susurró al oído
que jamás nadie le había descrito así los colores y que tenía mis cuadros
colgados en su celda del módulo 9. Tras las torturas, cerraba sus ojos y los veía en aquellas paredes mugrientas.
Tuve entonces la certeza de que algún
día, por muchos años que pasaran, y aunque nosotros desapareciéramos, acabaría
aquella sinrazón… Él y yo, al fin y al cabo, habíamos seguido siendo libres…
REIR O LLORAR, por Gloria Acosta.
Dorian Florez Zuleta |
No sabía si reír o llorar pero aquellas muecas que veía en los primeros
rostros pronto me ofrecieron un sinfín de posibilidades al comprender que no
eran un mero adorno facial y así fue como empecé a ponerlas en práctica.
Descubrí que llorar me resultaba más fácil que reír y además muy provechoso.
Conseguí de esta manera la muñeca china del escaparate con su armario lleno de
vestidos, de zapatitos de charol y lazos de tafetán y tras ella muchas más. Ese
ardid funcionó durante un tiempo aunque en alguna ocasión no dio resultado
apremiándome a buscar otros registros más drásticos como retenciones de
inspiración que enrojecían e inflaban mis mejillas cual saco vocal de una rana
para luego recuperar mi estado natural en cuanto el objeto deseado descansaba
al fin en mis manos. Así fue como aprendí qué recursos tendría a mi disposición
en años venideros.
Con la risa ocurría algo diferente. Rara vez veía la ocasión de ponerla
en práctica porque no me reportaba ningún beneficio y como las gracietas de los
adultos me incomodaban prefería llorar y santas pascuas. Tampoco veía que fuera
beneficiosa para mi hermana cuando salía sonrojada y carcajeante de su
habitación con las manos vacías sin premio alguno. Al rato aparecía el novio
que siempre se llevaba el dedo índice a los labios conminándome al silencio y
mirándome con cara de haber roto algún plato. Tampoco él había ganado nada, o
eso me parecía entonces.
Fue así como, de forma paulatina y por mor de los acontecimientos que
desfilaban a mi paso, inferí que reír
debía ser un acto fútil, una herencia ancestral, cavernícola, sin contenido, en
resumen una pérdida de tiempo. Lo corroboré a los seis años cuando nació mi
hermano y mi madre no paraba de llorar. Yo no entendí que lo hiciera puesto que
había conseguido lo que quería, pero su frase rubricó la evidencia empírica:
“Estoy llorando de alegría”
ENTRE MIS LÁGRIMAS DE FELICIDAD, por Esneyder Álvarez.
No sabía si reír o llorar, si gritar o
quedarme en silencio.
Decidí mirarte,
tomaste mi mano,
tu llanto se detuvo,
mis lágrimas salieron,
tu mirada tierna no quería despegarse de
mis ojos,
el tiempo se detuvo mientras disfrutaba de
tu existencia,
Naciste…
para regalarme tus sonrisas,
para motivarme cada día,
para apoyarme cuando la tristeza toca mi
puerta,
para llenarme de orgullo con tus triunfos.
Aquel día no sabía si reír o llorar,
pero hoy solo sé reír,
solo sé disfrutarte,
solo sé amarte.
REÍR O LLORAR, por Isabel Rezmo.
No sabía si reír o llorar.
¡Qué incógnita!
Solo la luna,
en su verdad tantea.
Tantea la risa,
la risa que es
violenta,
la risa que es gozo y apariencia.
No sabía si reír o
llorar.
Llorar como la tormenta,
a veces asusta cuando
pasa
por los montes o pasa a través
del espejo.
Pasa violenta, como la risa,
en un mar plateado de sombras.
No es un lecho que el hombre
sabe certeramente gozar,
gozar sin causa.
No es el pasado, o la niñez,
adolescencia cautiva
en el sepelio de la arruga.
No sabía, sin tenderse a solas,
la muerte lúcida,
reír o llorar.
¿Quién lo sabe?
¿Quién acusa?
Solo la noche.
La noche que es densa,
alargada, inmóvil y sedienta.
La noche que es amante, es señora,
es violenta.
La noche con dos
lenguas
que pasa y pasa.
Pasa violenta, como la risa,
en un mar plateado de sombras.
DÉJAME ENTRAR, por Eduardo Moreno Alarcón.
No sabía si reír
o si llorar. Ahora era tarde. Ya estaba hecho. La había cagado pero bien. ¿Qué
tendrá lo prohibido que nos atrae como boñiga a los moscones? Advertido estaba,
desde luego. No sería por ignorancia. Ella lo había dejado bien clarito desde
el principio. Fue lo único que le pidió antes de casarse. Una sola condición
que a él le pareció una tontería; un caprichito femenino. Un secretillo
pasajero, acaso para hacerse la interesante. Pero no. Pasó el tiempo y ella prosiguió
con su costumbre (para él manía) a rajatabla: los sábados, indefectiblemente,
dormían por separado. Ella se iba a otro cuarto donde él tenía prohibido
entrar. Alcoba que además tenía cerrojo.
El resto de los
días, salvo los sextos, cohabitaban sin problema, como cualquier otra pareja.
Ella no quiso
dar detalles. Él aceptó las condiciones. Antes o después se cansará, pensaba él.
Pues no. Todo siguió inamovible. Sábado tras sábado, aquel ritual se reprodujo como
el ciclo de la luna y las mareas.
El problema fue
que a él le dio no por pensar, sino por malpensar. Por recelar y por buscar
tres pies al gato. Ahí se estancó su pensamiento. Entró en un bucle como el
burro que mueve la noria. Venga a dar vueltas y más vueltas.
Al principio se
limitó a tentativas de espionaje, pegando la oreja a la puerta. Pero el
silencio le ponía más taquicárdico. Entonces llegaron los celos y, con los
celos, la paranoia, y con la paranoia, la gran cagada. En ese preciso instante,
se jodió el reino. De tal infortunio, aprovechando la ausencia de su cónyuge
(salió de compras regias a la plaza), citó al cerrajero. Violento y brusco, éste
hizo palanca e introdujo toda clase de objetos punzantes en el ojo de la
cerradura. No parecía un cerrajero pues sudaba, temiendo quedar huérfano de
sueldo, algo que nunca ha sucedido en el oficio. Aterrado, en suma, por
convertirse en el hazmerreír del gremio, tiró de arrestos y de copias. Al fin,
a pique del infarto, forjó una llave para el cuarto clausurado.
Llave en mano,
él aguardó la llegada del sábado como el diabético su dosis de insulina. No
podía más: o saciaba su curiosidad o reventaba. Que poca contención.
Total, que el
rey se fue por lana y salió trasquilado.
Y es que la vida
de palacio tiene eso. Que al final te cansas de todo. Te aburres y lo mismo te
da por abatir unicornios que por yacer con mandrágoras.
Último sábado de
marzo. La reina se encerró en sus aposentos, a cal y canto. No habían pasado ni
diez minutos y el monarca ya enfrascado con llave cerrajera.
Hurga que te
hurga hasta que abrió.
Y entró en la
alcoba iluminada por velorios. De pronto escuchó un ruido sospechoso. Temió
pillarla in fraganti con amantes
palaciegos. Mas lo que vio no puede describirse con palabras. O tal vez sí. Voy
a probar.
Dentro del
cuarto se agitaba un ser monstruoso, horripilante, un gran dragón.
—Anda que no lo
sabía —dijo el reptil con lengua bífida.
—Mujer, yo…
—Hala, pues ya
lo has estropeado todo. ¿Qué? ¿Estás ya satisfecho?
—Bueno, no creo
que sea para tanto. Si luego vuelves a tu forma humana, tampoco pasa nada, ¿no?
—¡Ahora no puedo
detener la maldición, tonto del culo! ¡Tendré que convertirte en carbonilla!
—¡Pero, mujer, no
te sulfures, a lo mejor el mago tiene algún…!
Ya no acabó la
frase.
La llamarada
virulenta calcinó estancias, tapices, almohadas, ujieres, cocinas, lacayos,
sirvientas, jardines, sillares, gallardetes, banderolas…
Balance del
incendio: ochenta hectáreas arrasadas. Seres torrados que se cuentan por
centenas.
La curiosidad
mató al gato y al monarca y a todo bicho viviente.
Moraleja de este
cuento: si no te dejan entrar, será por algo.