sábado, 16 de marzo de 2019

PABLO, por Patricia Segura Gallardo.




No sabía si llorar o reír estando allí sentada, observando atónita aquel escenario. Por muy extraño que pudiera parecer no me dolía nada en aquel momento. Sí que es cierto que sentía el peso que me había quitado de encima, pero lo que era más extraño aún es que una parte de mí te echaba de menos. Algo difícil de explicar, lo sé. Meses atrás me sentí muy conectada a ti, tanto que había engordado, contigo era imposible no comer. A veces en la noche latías tan fuerte que creía escuchar tu corazón. No supe de tu nombre hasta que te pusieron en mis brazos y con tu manita diminuta agarraste mi pulgar. Es ahí Pablo, cuando supe lo que significa la palabra amor.

DESPEDIDA, por Isabel Pérez Aranda.



¡No sabían si reír o llorar!
La situación era delicada, el sentimiento de tristeza les invadía a todos,
pero el momento no daba para más, no se podía retrasar, entraron los cuatro en una sala pequeña de escaso mobiliario, fría y desangelada, simplemente unos caballetes y la caja encima.
Todo el proceso hasta llegar aquí fue duro y angustioso, lo comentaban entre ellos, había una necesidad de desdramatizar la situación, y se acordaron de algunas de las anécdotas que el difunto protagonizo a lo largo de su vida, de su enorme sentido del humor, pues siempre estaba gastando bromas a diestro y siniestro. Hubo un momento en el que las carcajadas retumbaban en el habitáculo, gracias que estaba insonorizado, imposible que nadie les escuchara, fue el paso del dolor a la risa, no hubo desacuerdo, estaban seguros que esta era la despedida que él hubiese querido, todos se quedaron en silencio, hubo un lapsus de paz, y así, al instante sin apenas darse cuenta se apoyaron en el ataúd  para darle su último beso, fue un flash, una décima de segundo, la caja oscilo hacia los lados tal que un columpio, como si el difunto quisiera gozar de su ultima guasa, y esta ultima vez, también a su cargo, un brutal balanceo entre la caída y su inmovilización, les conmociono, Jodido J… dijo uno, pero ni muerto….comento otro, no se volcó de milagro, la puerta se abrió de golpe, al bedel casi le da un infarto, aunque supo mantener el tipo, un suspiro múltiple sonó en aquel espacio, se quedaron sin aliento.

SMS, por Tomás Sánchez Rubio

            No sabía si reír o llorar. Alicia no podía creerlo. Tenía el móvil de su padre entre las manos. Se lo había regalado ella porque les hacía ilusión, a él y a sus nietos, mandarse mensajitos de felicitación en los santos, los cumpleaños... Además, aunque en la residencia, por supuesto, había teléfono con conexión a las habitaciones, le resultaría más cómodo a Ricardo -su padre- comunicarse con la familia en caso de urgencia. Era de esos aparatos todavía con botones, pequeño, sin internet ni nada de eso: lo básico. No necesitaría nada más. Si es que apenas sabía leer... Su padre lo único que había hecho, desde que ella tenía uso de razón, había sido trabajar. Los ratos libres, en casa, con su mujer y sus hijas. Pocas aficiones le conocía: escuchar la radio los domingos por la tarde con la quiniela delante; las partiditas de dominó en la playa con los vecinos, que eran los mismos de su barrio... Poco más. Eso sí, veía mucho la televisión -como todo el mundo, por otra parte-, pero raramente a solas: siempre con su familia. No era un hombre de vicios ni “de calle”. Era un buen padre, serio, prudente...
            Cuando murió Angelita, la madre de Alicia, tras una enfermedad demasiado larga, Ricardo se deprimió. Su única alegría era la visita de los nietos, los hijos de Alicia y los de su hermana Carolina. Su padre había cuidado de su madre hasta el final, con paciencia, con resignación, con cariño.
            Las hijas habían insistido en que, para que no estuviera solo, se viniera a vivir con ellas. Sin embargo, él no quería ser una carga para nadie; ya tenían ellas bastante con dos hijos cada una. “De visita somos todos muy buenos, pero...” Por eso insistió en internarse en una residencia. Estaba todavía bien, pero conocía sus limitaciones. No era una persona problemática y se adaptaría. Por otra parte, necesitaba poco para vivir.
            Ese domingo por mañana, le había tocado a Alicia visitar a su padre. Mientras él estaba sentado en el jardín del centro, ella fue a buscar un jersey a su cuarto -el otoño se acercaba y empezaba a refrescar-. Vio la pantalla encendida del móvil, que estaba sobre la mesita de noche, y lo cogió. Se trataba de un mensaje de un número que ella no conocía. Miró el SMS en la pequeña pantalla: “Ricardo, amor mío, si me dejas hacerlo, aprenderé de nuevo a florecer entre tus brazos. Gracias a ti, vuelvo a tener ilusión. Sé que sientes lo mismo que yo...”

            Alicia, que no sabía si reír o llorar, volvió a leer el texto y acabó por hacer ambas cosas, calladamente, antes de reunirse de nuevo con su padre en el jardín.

MUSARAÑA, por Pedro Pastor Sánchez.


           

       No sabía si reír o llorar. Una tímida gota de sangre asomaba por la herida en su epidermis, resultado de rasgar el sobre con brío. Ya era hora de recibir noticias de la editorial. Pero la decepción fue grande al comprobar que el importe del cheque apenas podía cubrir las deudas que había acumulado en los últimos meses. Veinte mil miseras pesetas, y una advertencia: no habría más dinero hasta la recepción del borrador de la siguiente novela; y una fecha límite, tres meses, o se verían obligados a rescindir el contrato, con la consiguiente devolución de los importes adelantados. «Cabrones», masculló dejándose caer sobre un sofá atiborrado de ropa usada. Levantó y agitó varios botellines de cerveza que rodaban por la mesa, de ninguno pudo extraer jugo alguno. A su mente vino la imagen de Amanda, y sus últimas palabras antes de marcharse: «Ya no eres el de antes, Gustavo».
            Y tenía razón. Cuando por fin su sueño se cumplió, no tardó en mandarlo todo a la mierda. Aquel premio con su primera novela, el éxito llamando a su puerta por sorpresa, las entrevistas, los reconocimientos de crítica y público, incluso de sus propios colegas de profesión, un auténtico torbellino de nuevas experiencias entró en su vida. No supo asimilarlo. Se rodeó de gente interesada, moscones de distinto pelaje que se bebían su dinero sin escrúpulos. Luego vinieron las mujeres, tantas y tan fáciles, se convirtió en un auténtico crápula. Demasiado aguantó Amanda esa vida de excesos. Pero cuando el capital se fue acabando, después de casi un año, llegó también el olvido. La emergente figura de las letras tenía un contrato que cumplir, pero la vorágine se comió al genio, y éste, sin lámpara que frotar, se ahogaba en la botella.
            En aquella pocilga en la que se había convertido su céntrico piso era imposible dar un paso sin tropezar, ni mucho menos, pensar de forma ordenada entre tanto caos. En un momento de lucidez, se decidió a dar aviso a la portera para que le ayudara a limpiar y adecentarlo, ya se había encargado alguna que otra vez tras fiestas sin fin. Se aseó, tras muchos días de incuria. En el lavabo dejó los restos de una descuidada barba, y salió a la calle; al principió deambuló sin rumbo, luego sus pasos le llevaron a la puerta de la Real Academia de la Lengua. Quién sabe si, de forma inconsciente, se aproximó a la “casa de la palabras” buscando la inspiración en “los inmortales”, sillones ocupados por figuras veneradas de la literatura patria. En el pasado pensó que alguna de esas poltronas, algún día, sería suya, que se codearía con los maestros de la prosa y la poesía. Ingenuo. Del estrellato al “estrellado” solo había un paso. Era necesario que volviese la magia, que las palabras se combinasen en su cabeza de esa forma que ni él mismo entendía, que las frases brotaran como si de un manantial se tratase, a borbotones, ordenadas y melódicas.
            Cuando regresó al piso, parecía otro. Al menos, mobiliario y suelo volvían a estar a la vista, la cocina sin un solo cacharro. Jacinta todavía estaba allí, se afanaba en dejar expedita la mesa del despacho, sobre la cual su “Remington” esperaba ansiosa ser de nuevo aporreada, exprimidas sus teclas hasta la extenuación de las falanges. La papelera acumulaba hojas apenas mancilladas, arrugadas y arrojadas con desdén, fruto de la frustración. Esta circunstancia no pasó desapercibida para la mujer, que ya no cumplía los sesenta, y que, en un aparente acto filantrópico, se ofreció a ayudarle.
            —Perdón por meterme donde no me llaman, Don Gustavo— se dirigió al joven con extremada educación— pero a la vista de este montón de papeles, me da la sensación de que está pasando por un “bache creativo” —apostilló el final de la frase acompañándola de una mueca y un vaivén de cabeza.
            El joven no se tomó a mal este acto de intrusión en su intimidad. Muy al contrario, estaba cansado de contemplar las musarañas desde su silla, esperando que las musas preñaran su mente, así que cualquier ayuda, del tipo que fuese, sería bienvenida, tal era su desesperación. Le instó a seguir hablando.
            —Pues verá, yo conozco a una persona, es de por allí de mi tierra leonesa, que ha ayudado a otros como usted, que por lo que sea se han atascado y no se les ocurre de qué escribir. ¿Conoce usted a un tal José María Merino? Pues este señor, que me dijo mi amiga que tenía mucho talento, un día acudió a ella porque no sabía de donde sacar ideas para su nuevo libro. Pues fíjese que a otro año le dieron un premio importantísimo, por lo visto.
            Así, en una primera impresión, todo aquello le pareció a Gustavo un cuento chino, pero claro, aquella inculta estaba hablando del maestro Merino. ¿Y si la patraña ocultase algo de verdad? Inquirió:
            —Pero esa amiga suya, ¿tiene estudios? ¿A qué se dedica? ¿Y qué pide a cambio de “sus consejos”?
            La otra, sin dejar de menear el plumero, le respondió con desgana.
            —Ah, yo de eso no tengo ni idea. Si quiere, yo le doy su dirección, y va usted y le pregunta, y si se apañan, pues bien. Ya le digo que no será ni el primero ni el último que pasa por allí pidiendo ayuda.
            Esa noche, sobre sábanas limpias, estuvo sopesando la propuesta que le lanzó la portera. Seguro que aquello era una tontería, alguna aprovechada que quería sacar tajada de incautos con necesidades. Pero, por otra parte, ¿qué podía perder? Estaba totalmente bloqueado desde que se marchó Amanda, era ella su fuente de inspiración, la que corregía y releía sus escritos hasta que tomaban la forma definitiva.
            Al día siguiente, cansado ya de ver el folio en blanco, tomó la decisión. Buscó el trozo de papel con las señas que le garabateó Jacinta. No estaba lejos de allí. Se enfundó la gabardina y, viendo que empezaban a golpear unas gotas en las cristaleras, empuñó su paraguas verde aceituna, lanzándose escaleras abajo. En apenas quince minutos, bajo la pertinaz lluvia de otoño, llegó a las proximidades de un caserón decimonónico del barrio burgués. Comprobó de nuevo la dirección mientras la tinta se desleía en el papel bajo el impacto del agua. Debía de tratarse de una broma de Jacinta, aquel parecía ser el hogar de algún descendiente de la decadente nobleza palaciega. Le extrañó que tuviese una relación, ni siquiera remota, con alguien de su condición.
            A pesar de las dudas, ya que estaba allí, se propuso despejarlas. Tras la recargada reja, un amplio parterre algo descuidado, con buganvilla marchita, y un poliédrico entramado de yedra de diferentes tonos, desde el ambarino hasta el sinople, ascendiendo por el costado del inmueble. Una pequeña escalinata blanquecina le condujo a la puerta. No halló timbre, así que hizo uso de la aldaba en forma de lagartija de hierro. Al poco, una rendija se abrió en el umbral, y una joven con aspecto oriental le preguntó qué deseaba. Preguntó si era esa la vivienda de Doña Calíope, y al obtener respuesta afirmativa, se presentó y solicitó audiencia con su señora. Tras atravesar el recargado zaguán, ascendieron por peldaños de pulido alabastro hasta el piso superior, donde le conminó a que aguardara sentado junto a una ventana. El nublado dio una tregua y la luz inundó la estancia, por lo que pudo recorrerla con la mirada. Parecía que el tiempo se había detenido hacía décadas en aquel lugar. En derredor, una inmensa colección de objetos variopintos, relojes de pared y de mesa, jarrones y cerámicas, mobiliario de roble, una gran lámpara de araña colgando de un techo que ofrecía una composición al estilo renacentista pintada al fresco. La espera fue breve. De una puerta, a su frente, una sombra emergió sigilosa, tan solo acompañada por el repiqueteo de su bastón en el solado. La encorvada figura se aproximó y tomó asiento no sin dificultad en un sillón orejero anexo a una mesa camilla, a un par de metros escasos de donde él se encontraba.
            —Buenas tardes, Gustavo— le saludó la anciana con voz chillona. —Gracias por venir a visitarme, hace tiempo que no tengo una conversación interesante con nadie, espero que usted también obtenga lo que ha venido a buscar.
            Este recibimiento le pareció intrigante al joven escritor. ¿Acaso le había reconocido o intuía cual era su propósito?
            —Porque ha venido a lo que vienen todos, ¿no es cierto? Creo que podré ayudarle, no se preocupe, solo tiene que prestar algo de atención, el resto tendrá que hacerlo usted solo, pero confío plenamente en sus habilidades.
            Buscaba en su cabeza las palabras adecuadas para responder a la mujer, al tiempo que observaba su fisonomía. Los ojos hundidos y pequeños hacían resaltar aún más su prominente nariz. Su pelo corto y pardo y su escasa envergadura le conferían similitud con una musaraña campestre.
            —Buenas tardes, Doña Calíope— comenzó su alocución—. Antes que nada quería agradecerle que me haya atendido tan amablemente sin haber mediado cita previa. Efectivamente, tengo entendido que usted ofrece determinada “ayuda” a escritores que en algunos momentos encontramos dificultades para proseguir con nuestra carrera, ya sabe que las musas suelen ser esquivas en ocasiones. Ese es mi caso a día de hoy.
            —Entiendo— le respondió la septuagenaria—, ya le he dicho que no tiene de qué preocuparse, mis “niños” me avalan, y a poco que ponga en práctica su talento, el éxito no tardará en volver.
            Y mientras decía esto, señalaba con su artrítico dedo a la estantería que tenía tras de sí. Plagada de decenas de volúmenes, en sus lomos Gustavo pudo leer títulos de los más consagrados talentos de la literatura hispana de los últimos cuarenta años.
            —¿Quiere decir que conoce a todos esos autores?
            —Todos ellos se han sentado donde usted está ahora mismo, alguno de ellos en más de una ocasión. Pero sepa que solo estaré dispuesta a ayudarle, como a ellos, si acepta el pacto que le voy a proponer.
            «Ahora es cuando seguramente me pedirá dinero a cambio de contarme alguna manida historia, que habrá sacado de algún viejo libro olvidado, para que trague el anzuelo», pensó el autor.
            —Usted dirá, le escucho con atención—le contestó, a pesar de su incredulidad.
            —Es muy sencillo, joven, es una fórmula que será beneficiosa para ambos, ya lo verá. Si acepta la propuesta, mantendremos una larga charla en la que yo le relataré una historia. Si quiere, puede indicarme una temática que sea de su interés, intentaré adaptarme a sus necesidades. Podrá tomar las notas que considere oportunas. Cuando salga de aquí, la historia será suya, y le aseguro que es genuina, nadie podrá acusarle de plagio, en eso, permítame, tendrá que confiar en mí, aunque podrá hacer, obviamente, cuantas averiguaciones crea oportunas. A partir de ahí, como antes le decía, confío plenamente en sus facultades narrativas para darle forma a la historia. A poco afán que ponga, seguro que alguna editorial la encontrará suficientemente atractiva para su publicación.
            —¿Y dónde está su beneficio entonces?
            —Esta es la parte del pacto que tendrá que valorar antes de continuar. Confío tanto en sus capacidades literarias que estoy segura de que la obra será merecedora, antes o después, de algún premio en metálico. Pues bien, la mitad de ese premio, el primero que reciba la novela, tendrá que ingresarlo, digamos en un mes, en mi cuenta corriente. Pero hay un segundo requisito. Como ve, soy una persona con una movilidad reducida, no puedo valerme por mi misma, y preciso de la ayuda de otros para casi cualquier cosa. Pues bien, en algún momento, podré solicitar de usted que me haga un “favor”.
            Si ya la primera parte del pacto le parecía, cuanto menos, peculiar, este otro aspecto hizo que Gustavo dejara escapar una mueca mientra repetía las últimas palabras de su interlocutora.
            —¿Un favor, dice?
            —Por favor, no piense mal, no tiene nada que ver con la carnalidad, si es eso lo que le preocupa— y se rió a carcajadas como una chiquilla—. No, se trata de algo asequible para usted, no puedo ser más concreta ahora, dependerá de mis necesidades en un momento dado, pero llamémosle mejor un encargo, un recado, algo que hará usted en mi nombre, simplemente. A cambio, todo lo que estamos hablando aquí y ahora, será totalmente confidencial, nadie sabrá nunca nada sobre su fuente de inspiración.
            Si todo lo que decía la mujer era verdad, en ese momento entendió cómo podía permitirse ese nivel de vida, en esa estantería había visto más de un premio Cervantes, Planeta, Alfaguara o Café Gijón. 
            —Hay una cosa, en realidad varias, que me sorprenden de este “negocio” suyo. La primera es que, si tanto confía en la calidad de sus historias, no entiendo cómo no se dedica usted misma a escribirlas, así no tendría la necesidad de recurrir a nadie, podría obtener fama y fortuna propias. Y también me sorprende que confíe tanto en los que acudimos aquí. ¿Cómo sabe usted que, en el hipotético caso de que ganara un premio, le daría la mitad pactada?
            La señora esbozó una sonrisa antes de contestar al ingenuo que tenía delante.
            —Respondiendo a su primera pregunta, de entre las pocas virtudes que tengo, una no es precisamente la paciencia, ni tampoco poseo la habilidad para darle forma artística a mis pensamientos, creo que es mejor que sean los auténticos profesionales los que pongan su talento al servicio del noble arte de la escritura. Y sobre el otro tema, desde que entró aquí he tenido el presentimiento de que podía confiar en usted, parece una buena persona y no creo que fuese capaz de engañar a una anciana, ¿verdad? Y en cualquier caso, sabría donde encontrarle, sé donde vive...
            Gustavo cayó entonces en la cuenta. Jacinta se había encargado de ponerla en antecedentes, tanto de sus dificultades económicas como de la necesidad de entregar material a la editorial.
            —¿Alguna otra pregunta antes de que tome una decisión?—inquirió la añosa mujer.
            —Solo una más. Aparte de estos libros, de los que dice ser, de alguna forma, coautora, supongo que tendrá una amplia biblioteca, o habrá leído mucho a lo largo de su vida, o es que su imaginación es muy fértil y es capaz de ver una historia en una simple anécdota. Con esto quiero decir, en resumidas cuentas, que si a la mayoría de los mortales nos cuesta horrores encontrar un tema para que, a base de esfuerzo, lo convirtamos en una novela, ¿de dónde saca usted las historias?
            —Joven, eso sería entregarle la gallina en lugar de venderle los huevos, ¿no le parece? Sí le diré que normalmente se menosprecia la sabiduría popular, y no necesariamente los más leídos son los que conocen historias más interesantes, hay otros mundos y otras formas de contar que pasan inadvertidos para la mayoría. No se imagina la cantidad de cosas que se pueden aprender en cabañas de pastores, o a la lumbre de un filandón...
            Por un momento se hizo el silencio. Efectivamente, era una pregunta absurda, sería como pedirle a un mago que desvelase el truco.
            Gustavo pensó de nuevo en las veinte mil pesetas y en lo poco que le iban a cundir, y sobre todo, pensó en esa cuartilla que no terminaba de manchar con la cinta de su vieja Remington, suspiró profundamente y finalmente verbalizó su pensamiento:
            —Acepto el trato.
            —Bien, sabía que lo haría. No se arrepentirá, ya lo verá. Pero antes de empezar, deje que le ofrezca algo, un café, o tal vez prefiera un refresco. Y no rechace los frijuelos, están exquisitos...
            La tarde se prolongó por más de dos horas. Tiempo durante el cual, absorto, Gustavo escuchaba cómo le relataba una suerte de historias entrelazadas, perfectamente hilvanadas, como tejidas por una meticulosa araña, y que terminaban en un final impactante. A pesar de la tosquedad formal y del lenguaje sencillo de la dama, le pareció que los personajes estaban perfectamente dibujados, dotados de gran fuerza y dinamismo. Desde un primer momento, vio que con este material había posibilidades de construir una narración que pudiera ser atractiva para un amplio público.
            Terminada la velada, se despidieron afectuosamente, indicándole Doña Calíope que, con un poco de suerte, volverían a verse de nuevo para celebrar su éxito compartido.
            Las siguientes semanas fueron frenéticas de trabajo. El constante martilleo de las teclas sobre el papel, a todas las horas del día, resultaban un calvario para sus vecinos, pero no disponía de mucho tiempo, y la verdad es que Gustavo estaba disfrutando dándole forma a aquella historia tan compleja, viendo nuevos matices en los personajes y tramas que enriquecían el relato primigenio. El estro había vuelto a su lado, las palabras volvían a entrelazarse con suavidad, abrazadas unas a otras, formando una cadena armoniosa.
            Antes de cumplirse el plazo marcado por la editorial, les remitió su borrador. Sabía que lo que acaba de escribir era bueno, pero no imaginaba hasta que punto. Inmediatamente le remitieron un segundo cheque, y le felicitaron por el texto, indicándole que, antes de publicarlo, lo mandarían a uno de los más prestigiosos premios literarios, confiaban plenamente en su calidad.
            Llegó la primavera, y con el fallo, se cumplieron los pronósticos, pasando de besar la lona a encumbrarse a uno de los más altos pedestales. Los titulares y reseñas eran constantes en todos los medios: «La promesa es ya una realidad». La publicación de la novela premiada empezó a agotarse al poco de llegar a las librerías, siendo necesario preparar una segunda edición.
            Entre presentaciones y reconocimientos, Gustavo perdió la noción del tiempo. Habían pasado dos meses desde que recibió el afamado galardón. Tenía ya apalabradas un montón de visitas por toda la geografía nacional para firmar ejemplares de su obra cumbre. Y además estaba ocupado con el traslado a su nueva residencia, un coqueto chalecito cerca de la sierra en el que poder concentrarse en sus nuevos proyectos.
            Aquella mañana del recién estrenado estío, como cualquier otra mañana, subió a su coche con la intención  de acercarse al pueblo serrano, comprar una viandas y departir con los paisanos, había encontrado un placer especial en escuchar a los más ancianos contando viejas historias, le resultaban interesantes. No había advertido que estaba siendo seguido por otro automóvil a una distancia prudencial, la suficiente como para que, entre curva y curva, no pudiera verlo en su espejo retrovisor. Al llegar al regato aminoró la marcha, allí el puente era estrecho y había que fijarse por si algún vehículo venía de frente. Al atravesarlo, de improviso, perdió el control al sentir un impacto por la parte trasera. Trató de controlarlo pero el último volantazo le llevó a colisionar lateralmente contra el quitamiedos, saliendo rebotado hacia el otro lado de la calzada, hasta que el coche quedó parado, humeante, en el carril contrario.
            En el hospital le trataron de sus heridas. Allí pasó una buena temporada, aparte del fuerte golpe en la cabeza y magulladuras, tenía una costilla fracturada. Desde el principio dijo que había sido embestido por otro vehículo, que no fue un accidente, sino algo premeditado, y pidió a las autoridades que investigaran el asunto. Pero no encontraron ni huellas en la calzada, ni restos de faros o pintura, ni testigos que dieran fe de aquella versión, por más que Gustavo sostenía que alguien se acercó a su ventanilla para decirle algo.
            Lo que no les contó es que lo que creyó entender de aquel mensaje era: “Paga tu deuda, compañero”. Ni que pensaba que conocía a su agresor. Podría jurar que aquel rostro era el de el último ganador del Premio Nacional de Poesía. La musa-araña había movido los hilos necesarios para que su presa no se escapara.

MÓDULO 9, por Lourdes Páez Morales.

 

No sabía si reír o llorar. Mis sentimientos, encontrados, eran una encrucijada de caminos. Mi hermano yacía inerte en aquella cuneta. Parecía como si el destino por fin hubiera jugado de mi parte. Intenté acercarme a él, pero me atenazaba el miedo de que pudiera revivir con solo tocarlo, así que me alejé corriendo de aquel lugar. No podía detenerme. Sabía que si lo hacía vendrían a por mí y volvería a aquel lugar oscuro y húmedo en que había permanecido no sé desde cuándo exactamente. Había perdido la noción del tiempo. Solo había visto el sol un par de veces, o tres, no lo recuerdo bien, mientras nos trasladaban a mí y a otros compañeros al edificio principal.
Caía ya la tarde cuando llegué a una casa desvencijada y, temerosa, abrí la puerta. Aparentemente no había nadie, pero alguien había estado allí hacía muy poco tiempo: un plato con algunos restos de comida sin descomponer parecía advertirme de la cercanía de algún partisano evadido como yo. Porque así, “partisanos”, así nos llamaba el gobierno invasor. Aquel gobierno que quería acabar con cualquier atisbo de ingenio en el mundo… Mientras estaba absorta en mis pensamientos, y en el recuerdo de mi hermano mayor tendido en el suelo, me sobresaltó el movimiento de una sombra reflejada en el cristal de la ventana que estaba frente a mí. Agarré un cuchillo de la mesa y me giré hacia el sitio donde se había producido el movimiento, y grité “¿quién hay ahí?” …Caminé despacio hacia la puerta abierta a lo que parecía ser una habitación, y atravesé el dintel. Seguí haciendo la misma pregunta varias veces, pero no obtuve respuesta. Sin embargo, notaba cercana una respiración.  
-         Soy un partisano respondió de pronto una voz masculina desde debajo de la cama.
Un chico de unos veinte años, moreno y extremadamente delgado, salió arrastrándose por el suelo, apartando los faldones de la colcha de la cama, hasta ponerse de rodillas con las manos levantadas. Me dijo que no temiera, pero su uniforme caqui con la cruz del partido en el poder, me hizo temer lo peor. Tras unos segundos de silencio, volvió a hablar, e intentó ganarse mi confianza explicándome que había escapado del módulo 9 matando a un guardia y colocándose su uniforme. Empuñando el cuchillo aún, le hice ponerse de pie y nos sentamos a uno y otro lado de la mesa. Me contó que se llamaba Alexandros, que era escritor, y que, desde la clandestinidad, había logrado reescribir una de las novelas que había publicado con anterioridad a la llegada de los usurpadores al gobierno. Había logrado salvar el manuscrito de la quema ocultándolo debajo de un azulejo del alféizar de su ventana. Aunque hubieran quemado toda su casa, el manuscrito seguiría allí.
Su voz se quebró al hablar de su familia desaparecida por su culpa. No los había vuelto a ver, y seguramente estarían sufriendo las consecuencias de su empeño por continuar con su labor. Su historia era tan parecida a la mía, que, sin meditarlo demasiado, me levanté y le rodeé con mis brazos. En ese momento el chico podría haberme arrebatado el cuchillo, y no lo hizo, lo que me constató que estábamos en el mismo bando.
Me volví a sentar y le conté que yo era pintora, y que mis cuadros también habían sido pasto de las llamas. Mi propio hermano me había delatado para salvarse, y ahora él, que me había enseñado todo lo que sabía sobre arte en aquellos libros, había muerto por mi propia mano, de un golpe en el occipital. Le habían dado orden de eliminarme, y me había demostrado durante mi encarcelamiento que no hubiera dudado en hacerlo, como lo hizo con mis padres delante de mis propios ojos.
Continuamos la charla en la creciente oscuridad de la noche. Ambos éramos unos supervivientes de aquel régimen que pretendía destruir cualquier atisbo de creatividad en las personas, y fuimos conscientes de que tarde o temprano nos encontrarían de nuevo… Me narró casi de memoria fragmentos de sus novelas, que hablaban de libertad. Durante su reclusión había ido perfilando la reconstrucción mental de las mismas, al igual que yo había hecho con las pinceladas de mis cuadros.

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No le había vuelto a ver desde aquella noche, cuando llegó un escuadrón de guardias y nos separó a la fuerza; pero le reconocí enseguida. Él me miró y se sonrió. Estaba muy cambiado, pero su rostro aún tenía la misma frescura de entonces. Se acercó y me susurró al oído que jamás nadie le había descrito así los colores y que tenía mis cuadros colgados en su celda del módulo 9. Tras las torturas, cerraba sus ojos y los veía en aquellas paredes mugrientas.
Tuve entonces la certeza de que algún día, por muchos años que pasaran, y aunque nosotros desapareciéramos, acabaría aquella sinrazón… Él y yo, al fin y al cabo, habíamos seguido siendo libres…


REIR O LLORAR, por Gloria Acosta.

Dorian Florez Zuleta



  No sabía si reír o llorar pero aquellas muecas que veía en los primeros rostros pronto me ofrecieron un sinfín de posibilidades al comprender que no eran un mero adorno facial y así fue como empecé a ponerlas en práctica. Descubrí que llorar me resultaba más fácil que reír y además muy provechoso. Conseguí de esta manera la muñeca china del escaparate con su armario lleno de vestidos, de zapatitos de charol y lazos de tafetán y tras ella muchas más. Ese ardid funcionó durante un tiempo aunque en alguna ocasión no dio resultado apremiándome a buscar otros registros más drásticos como retenciones de inspiración que enrojecían e inflaban mis mejillas cual saco vocal de una rana para luego recuperar mi estado natural en cuanto el objeto deseado descansaba al fin en mis manos. Así fue como aprendí qué recursos tendría a mi disposición en años venideros.
  Con la risa ocurría algo diferente. Rara vez veía la ocasión de ponerla en práctica porque no me reportaba ningún beneficio y como las gracietas de los adultos me incomodaban prefería llorar y santas pascuas. Tampoco veía que fuera beneficiosa para mi hermana cuando salía sonrojada y carcajeante de su habitación con las manos vacías sin premio alguno. Al rato aparecía el novio que siempre se llevaba el dedo índice a los labios conminándome al silencio y mirándome con cara de haber roto algún plato. Tampoco él había ganado nada, o eso me parecía entonces.

  Fue así como, de forma paulatina y por mor de los acontecimientos que desfilaban a mi paso, inferí que  reír debía ser un acto fútil, una herencia ancestral, cavernícola, sin contenido, en resumen una pérdida de tiempo. Lo corroboré a los seis años cuando nació mi hermano y mi madre no paraba de llorar. Yo no entendí que lo hiciera puesto que había conseguido lo que quería, pero su frase rubricó la evidencia empírica: “Estoy llorando de alegría”

ENTRE MIS LÁGRIMAS DE FELICIDAD, por Esneyder Álvarez.




No sabía si reír o llorar, si gritar o quedarme en silencio.
Decidí mirarte,
tomaste mi mano,
tu llanto se detuvo,
mis lágrimas salieron,
tu mirada tierna no quería despegarse de mis ojos,
el tiempo se detuvo mientras disfrutaba de tu existencia,

Naciste…
para regalarme tus sonrisas,
para motivarme cada día,
para apoyarme cuando la tristeza toca mi puerta,
para llenarme de orgullo con tus triunfos.

Aquel día no sabía si reír o llorar,
pero hoy solo sé reír,
solo sé disfrutarte,
solo sé amarte.

REÍR O LLORAR, por Isabel Rezmo.




No sabía si reír o llorar.
¡Qué incógnita!

Solo la luna,
en su verdad tantea.

Tantea la risa,
la risa que es  violenta,
la risa que es gozo y apariencia.

No sabía si reír o llorar.

Llorar como la tormenta,
a veces  asusta cuando pasa
por los montes o pasa a través
del espejo.

Pasa violenta, como la risa,
en un mar plateado de sombras.

No es un lecho que el hombre
sabe certeramente gozar,
gozar sin causa.

No es el pasado, o la niñez,
adolescencia cautiva
en el sepelio de la arruga.

No sabía, sin tenderse a solas,
la muerte lúcida,
reír o llorar.

¿Quién lo sabe?
¿Quién acusa?
Solo la noche.

La noche que es densa,
alargada, inmóvil y sedienta.

La noche que es amante, es señora,
es violenta.

La noche  con dos lenguas
que pasa y pasa.

Pasa violenta, como la risa,
en un mar plateado de sombras.

DÉJAME ENTRAR, por Eduardo Moreno Alarcón.




 No sabía si reír o si llorar. Ahora era tarde. Ya estaba hecho. La había cagado pero bien. ¿Qué tendrá lo prohibido que nos atrae como boñiga a los moscones? Advertido estaba, desde luego. No sería por ignorancia. Ella lo había dejado bien clarito desde el principio. Fue lo único que le pidió antes de casarse. Una sola condición que a él le pareció una tontería; un caprichito femenino. Un secretillo pasajero, acaso para hacerse la interesante. Pero no. Pasó el tiempo y ella prosiguió con su costumbre (para él manía) a rajatabla: los sábados, indefectiblemente, dormían por separado. Ella se iba a otro cuarto donde él tenía prohibido entrar. Alcoba que además tenía cerrojo.

El resto de los días, salvo los sextos, cohabitaban sin problema, como cualquier otra pareja.

Ella no quiso dar detalles. Él aceptó las condiciones. Antes o después se cansará, pensaba él. Pues no. Todo siguió inamovible. Sábado tras sábado, aquel ritual se reprodujo como el ciclo de la luna y las mareas.

El problema fue que a él le dio no por pensar, sino por malpensar. Por recelar y por buscar tres pies al gato. Ahí se estancó su pensamiento. Entró en un bucle como el burro que mueve la noria. Venga a dar vueltas y más vueltas.

Al principio se limitó a tentativas de espionaje, pegando la oreja a la puerta. Pero el silencio le ponía más taquicárdico. Entonces llegaron los celos y, con los celos, la paranoia, y con la paranoia, la gran cagada. En ese preciso instante, se jodió el reino. De tal infortunio, aprovechando la ausencia de su cónyuge (salió de compras regias a la plaza), citó al cerrajero. Violento y brusco, éste hizo palanca e introdujo toda clase de objetos punzantes en el ojo de la cerradura. No parecía un cerrajero pues sudaba, temiendo quedar huérfano de sueldo, algo que nunca ha sucedido en el oficio. Aterrado, en suma, por convertirse en el hazmerreír del gremio, tiró de arrestos y de copias. Al fin, a pique del infarto, forjó una llave para el cuarto clausurado.

Llave en mano, él aguardó la llegada del sábado como el diabético su dosis de insulina. No podía más: o saciaba su curiosidad o reventaba. Que poca contención.

Total, que el rey se fue por lana y salió trasquilado.

Y es que la vida de palacio tiene eso. Que al final te cansas de todo. Te aburres y lo mismo te da por abatir unicornios que por yacer con mandrágoras.

Último sábado de marzo. La reina se encerró en sus aposentos, a cal y canto. No habían pasado ni diez minutos y el monarca ya enfrascado con llave cerrajera.

Hurga que te hurga hasta que abrió.

Y entró en la alcoba iluminada por velorios. De pronto escuchó un ruido sospechoso. Temió pillarla in fraganti con amantes palaciegos. Mas lo que vio no puede describirse con palabras. O tal vez sí. Voy a probar.

Dentro del cuarto se agitaba un ser monstruoso, horripilante, un gran dragón.

—Anda que no lo sabía —dijo el reptil con lengua bífida.

—Mujer, yo…

—Hala, pues ya lo has estropeado todo. ¿Qué? ¿Estás ya satisfecho?

—Bueno, no creo que sea para tanto. Si luego vuelves a tu forma humana, tampoco pasa nada, ¿no?

—¡Ahora no puedo detener la maldición, tonto del culo! ¡Tendré que convertirte en carbonilla!

—¡Pero, mujer, no te sulfures, a lo mejor el mago tiene algún…!

Ya no acabó la frase.

La llamarada virulenta calcinó estancias, tapices, almohadas, ujieres, cocinas, lacayos, sirvientas, jardines, sillares, gallardetes, banderolas…

  

Balance del incendio: ochenta hectáreas arrasadas. Seres torrados que se cuentan por centenas.

La curiosidad mató al gato y al monarca y a todo bicho viviente.

Moraleja de este cuento: si no te dejan entrar, será por algo.