No
sabía si reír o llorar. Alicia no podía creerlo. Tenía el móvil de su padre
entre las manos. Se lo había regalado ella porque les hacía ilusión, a él y a
sus nietos, mandarse mensajitos de felicitación en los santos, los
cumpleaños... Además, aunque en la residencia, por supuesto, había teléfono con
conexión a las habitaciones, le resultaría más cómodo a Ricardo -su padre-
comunicarse con la familia en caso de urgencia. Era de esos aparatos todavía
con botones, pequeño, sin internet ni nada de eso: lo básico. No necesitaría
nada más. Si es que apenas sabía leer... Su padre lo único que había hecho,
desde que ella tenía uso de razón, había sido trabajar. Los ratos libres, en
casa, con su mujer y sus hijas. Pocas aficiones le conocía: escuchar la radio
los domingos por la tarde con la quiniela delante; las partiditas de dominó en
la playa con los vecinos, que eran los mismos de su barrio... Poco más. Eso sí,
veía mucho la televisión -como todo el mundo, por otra parte-, pero raramente a
solas: siempre con su familia. No era un hombre de vicios ni “de calle”. Era un
buen padre, serio, prudente...
Cuando
murió Angelita, la madre de Alicia, tras una enfermedad demasiado larga,
Ricardo se deprimió. Su única alegría era la visita de los nietos, los hijos de
Alicia y los de su hermana Carolina. Su padre había cuidado de su madre hasta
el final, con paciencia, con resignación, con cariño.
Las
hijas habían insistido en que, para que no estuviera solo, se viniera a vivir
con ellas. Sin embargo, él no quería ser una carga para nadie; ya tenían ellas
bastante con dos hijos cada una. “De visita somos todos muy buenos, pero...”
Por eso insistió en internarse en una residencia. Estaba todavía bien, pero
conocía sus limitaciones. No era una persona problemática y se adaptaría. Por
otra parte, necesitaba poco para vivir.
Ese
domingo por mañana, le había tocado a Alicia visitar a su padre. Mientras él
estaba sentado en el jardín del centro, ella fue a buscar un jersey a su cuarto
-el otoño se acercaba y empezaba a refrescar-. Vio la pantalla encendida del
móvil, que estaba sobre la mesita de noche, y lo cogió. Se trataba de un
mensaje de un número que ella no conocía. Miró el SMS en la pequeña pantalla:
“Ricardo, amor mío, si me dejas hacerlo, aprenderé de nuevo a florecer entre
tus brazos. Gracias a ti, vuelvo a tener ilusión. Sé que sientes lo mismo que
yo...”
Alicia,
que no sabía si reír o llorar, volvió a leer el texto y acabó por hacer ambas
cosas, calladamente, antes de reunirse de nuevo con su padre en el jardín.
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